Sorpresivamente, el tema de la esclavitud está de vuelta en el mundo. Las prácticas que habían sido abolidas, principalmente entre los siglos XVIII y XIX, han reaparecido bajo distintas modalidades, en no menos de 50 países distribuidos en cuatro continentes. Hay que recordar aquí, aunque sea de forma somera, que acabar con la esclavitud, tal como ocurrió en Estados Unidos, costó mucha sangre. El lugar que hoy ocupan en la historia del mundo Abraham Lincoln y Nelson Mandela, está directamente relacionado con sus luchas contra la esclavitud.
Durante mucho tiempo, los estudiosos de las sociedades consideraron que la esclavitud había perdido toda legitimidad. Aunque se mantenía en algunas partes del mundo –básicamente en África–, ya no tenía defensores. Hay historiadores que durante el XIX, se referían al siglo XX como la era de «la post esclavitud». La idea que predominaba era que ya no volvería a producirse una asimetría, según la cual una persona podía ser propietario de otras. En las constituciones de los países, de forma explícita o implícita, ha quedado claro que la apropiación de los individuos es simplemente inaceptable. En lo sustantivo, los derechos humanos constituyen la negación de la esclavitud.
Pero hacia el final del siglo XX y a comienzos del XXI, la esclavitud ha logrado reinventarse de tantas formas distintas, que la definición de la esclavitud moderna se refiere a un conjunto de fenómenos, que tienen en común una grave situación de explotación, que impide que las personas puedan liberarse de la misma: amenazadas de muerte, chantajeadas, engañadas o sometidas a los más violentos y diversos mecanismos de dominación.
En la mayoría de los casos, las nuevas formas de esclavitud están relacionadas con la pobreza. Los promotores de la esclavitud actúan para sacar provecho, al mínimo costo, de las debilidades que son inherentes a la pobreza: la necesidad desesperada de encontrar alguna forma de sustento. Haciendo uso de violencia o de engaños muy bien urdidos, reclutan a personas que, en su mayoría, provienen de los estratos donde las carencias son más extendidas y el hambre más frecuente.
Hay pequeñas industrias, en no menos de unos doce países, que contratan a personas extremadamente pobres, que trabajan en condiciones infrahumanas, durante 18 horas al día, a cambio de una alimentación precaria y una colchoneta donde dormir, en el propio taller. En estos lugares, hombres armados, prestos a disparar, impiden cualquier protesta o la posible huida de los trabajadores. Es lo mismo que ocurre con las redes de prostitución que se han multiplicado en Europa: son miles las mujeres que, provenientes de América Latina o de Europa del este, han sido trasladadas bajo engaño y prostituidas a la fuerza. A la que intente escapar, se la persigue y se la asesina. O se la mantiene bajo la amenaza de que asesinarán a hijos o familiares, que se han quedado en sus países de origen.
Hay niños esclavizados que han sido forzados a participar en los conflictos armados de África Central, o que han sido reclutados haciendo uso de fuerza, por las guerrillas narcotraficantes como las FARC y el ELN. Hay niños sicarios, niños soldados, niños activos en bandas que se matan por el control de las calles donde se distribuyen drogas. El pasado 16 de abril se conmemoró el Día Mundial Contra la Esclavitud Infantil, creado en 1995. UNICEF emitió un comunicado en el que denunciaba que 152 millones de niños, entre 5 y 17 años, son trabajadores. De acuerdo con las estimaciones de especialistas de la Organización Mundial del Trabajo, casi 70 % se desempeña en actividades fuera de la ley, y 30 % restante trabaja para patrones que los explotan y le pagan salarios muy por debajo de los mínimos establecidos.
Venezuela, cuya presencia en los informes de esclavitud laboral era de escasa relevancia, en pocos años se ha convertido en el país que encabeza, junto a Haití, el penoso ranking de esclavitud moderna en América Latina. En el informe que la Fundación Walk Free presentó a las Naciones Unidas hace un par de semanas, con el nombre de Índice Global de Esclavitud 2018, se señala que, bajo la dictadura de Nicolás Maduro, la tasa alcanzada es de 5.6 por cada mil habitantes, lo que equivale a que ahora mismo, más de 170 mil venezolanos están padeciendo distintas formas de esclavitud.
Esta noticia debería sorprendernos solo hasta un punto. En muchas de las informaciones que se publican –casos de redes de prostitución de niños y mujeres; niños que trabajan en basureros en distintas partes de nuestro territorio; niños que son obligados a cumplir largos horarios en redes de mendicidad; trabajadores que cumplen extenuantes jornadas a cambio de un precario plato de comida; hombres y mujeres jóvenes que ahora mismo se están prostituyendo a cambio de un poco de dinero que puedan llevar a sus casas–, está presente, como sustrato de fondo, la esclavitud.
En el caso venezolano, la realidad es inequívoca: el auge de la esclavitud está directamente relacionado con el vertiginoso empobrecimiento del país. Esto, lamentablemente, nos lleva a otra hipótesis: estos indicadores podrían sumar más venezolanos a padecer estas relaciones de extrema explotación. La afirmación según la cual la dictadura de Maduro es una fábrica de pobreza resulta ahora insuficiente. Hay que decir: es una veloz e insaciable operación que multiplica y profundiza, minuto a minuto, la pobreza y la esclavitud.
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