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Francisco Bravo, inagotable

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Por OMAR ASTORGA

Nunca olvidaré mis primeras clases en la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela. Corrían los años setenta. Ya éramos lectores de Nietzsche, Rimbaud y Marx, viviendo la política de cerca, llenos también de cierta religiosidad, autodidactas en una ciudad que se sentía cosmopolita.

Apenas entro al salón de clase encuentro a alguien como venido de otro mundo, lleno de sabiduría, sistemático estudioso de Lutero y Teilhard de Chardin, encargado de enseñarnos Platón. Así fue ese día y todos los días que pude escuchar y leer a Francisco Bravo. Hacía un uso riguroso de fichas convertidas en naipes de erudición; escribía en el pizarrón el lenguaje original de los Diálogos y nos sumergía en el mundo de las ideas, en sentido estricto, con sus rigurosas exposiciones que iban del Menón a la República.

La Escuela de Filosofía era un privilegiado camino para llegar a los clásicos. En el salón contiguo, al día siguiente, André Katrysse dictaba lengua y cultura griega y luego esperábamos que llegara Ángel Cappelletti, profesor de Aristóteles, siempre denso y preocupado por contrastar las ediciones en español con la versión original del estagirita.

Empecé a salir de la formación autodidacta y sobre todo a entrar en un mundo nuevo guiado por maestros dedicados al pensamiento filosófico antiguo. Ya Juan David García Bacca había iniciado ese camino. Y lo había continuado Juan Nuño con sus textos sobre Platón, especialmente a través de su valiosa contribución al estudio del Parménides. Francisco Bravo haría lo propio y quizás en aquellos años no nos imaginábamos que Platón se iba a convertir en uno de los ejes principales de su trayectoria filosófica. Escribió una valiosa introducción al pensamiento de Platón que luego dio paso a un momento cumbre de sus investigaciones con su Teoría platónica de la definición. Corrían los años 80 y Bravo continuaba enseñando y publicando en torno a la filosofía griega, desde los presocráticos hasta Aristóteles. Llegados a final de siglo, después de haber avanzado tanto, era indetenible en su dominio del pensamiento filosófico griego.

Teníamos pues a nuestro lado, en los salones y en los pasillos de la Escuela, a un descollante maestro, orgullo de la universidad, profesor invitado por centros académicos de diversas latitudes. No nos sorprendimos cuando fue nombrado miembro de la Sociedad Platónica Internacional.

Pensador analítico, cultivado en los mejores ambientes académicos de Europa, especialmente de Francia e Inglaterra, supo hacer del pensamiento clásico una base esencial para la comprensión del pensamiento filosófico contemporáneo. Sus estudios sobre Aristóteles y Moore en Ética y razón, su valiosa exploración sobre las ambigüedades del placer en la obra de Platón, son apenas una muestra de su dedicación infatigable a la filosofía que siempre pudimos disfrutar, junto a aquellos que pudieron leerlo en otros idiomas a los cuales fue traducida parte de su obra. En varios momentos tuve la oportunidad de conversar con él y escucharle decir, por ejemplo, que el tiempo que le dedicaba a la traducción diaria de textos griegos se juntaba con su disciplinada actividad física. Me contaba que esa disciplina la hizo valer, por ejemplo, durante una larga estancia que tuvo en la Universidad de Oxford.

Nunca olvidaré su vocación por el mundo editorial demostrada en Monte Ávila, o en su rigurosa y reconocida traducción del clásico libro de Martialt Gueroult dedicado a Descartes según el orden de las razones, o del libro de J.L. Ackrill sobre La filosofía de Aristóteles, o su iniciativa de publicar un texto colectivo de Ensayos para una Historia de la Filosofía. Tuve la oportunidad de acompañarlo en la preparación del primer tomo de ese libro que parte de los presocráticos y llega a Leibniz. Valga recordar que las revistas Episteme, Apuntes Filosóficos, LOGOI, Archai, Hypnos, entre otras, tuvieron el privilegio de contar con sus valiosas contribuciones.

Bravo fue sistemático no solo como docente, escritor y editor. También fue un incansable coordinador de actividades destinadas a la difusión de la filosofía. Bastaría recordar su conducción del Centro de Estudios Clásicos de la Universidad Central de Venezuela, su liderazgo como coordinador del Doctorado de Filosofía y presidente de la Sociedad Venezolana de Filosofía, su capacidad organizativa demostrada en el III Congreso Nacional de Filosofía donde, gracias a él, tuvimos el honor de contar con la presencia en Venezuela de Javier Muguerza y Pierre Aubenque, o su iniciativa de celebrar en la Universidad de Los Andes, con el auspicio de la Embajada de Francia, los 400 años del nacimiento de Descartes. Recuerdo con mucha gratitud el momento en que me llamó a participar en esa especial ocasión donde tuvimos la oportunidad de compartir una mesa de trabajo con Dinu Garber, distinguido profesor cartesiano de la Universidad Simón Bolívar.

Sería largo exponer en detalle la envergadura de las contribuciones de nuestro maestro de Platón. Pensar la Escuela de Filosofía en la segunda mitad del siglo XX supone tener en mente a un nutrido grupo de intelectuales, venezolanos y venidos de diversas latitudes, que se juntaron y lograron una época de oro para la filosofía en Venezuela, en América Latina y el mundo. Francisco Bravo fue un destacado protagonista de esa historia.

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