La dimisión de Mario Draghi, primer ministro de Italia, en julio de 2022 pone sobre el tapete que las medidas aprobadas por los gobiernos pueden ser las necesarias e inevitables para salvar las situaciones de crisis, pero las soluciones políticas no siempre coinciden con ellas. Efectivamente, el señor Draghi, protagonista durante los años de la recesión como presidente del Banco Central Europeo, donde realizó importantes y arriesgadas decisiones para salvar el euro y sacar a flote las economías del viejo continente, ha dimitido del cargo de primer ministro después de 18 meses. Su reconocido triunfo en el ámbito europeo ha sido además el soporte de su actividad política nacional, en la que supo dirigir una coalición de fuerzas políticas habitualmente adversarias.
La presidencia de un gobierno de salvación nacional no ha resistido al tiempo político que se avecina, después de que sus decisiones durante la pandemia lograron que Italia solventara la situación, a pesar de que en la casilla de salida salió muy adelantada respecto a los demás países europeos, por su alto y precursor número de contagios.
El asunto nos lleva a la reflexión del alejamiento de los intereses ciudadanos, o si se quiere nacionales,de los partidos políticos o coaliciones electorales, en las que Italia está en posesión de varios doctorados, especialmente tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. No deja de ser asombroso que en una situación como la actual, la coalición de gobierno se rompa dada la crisis económica que se avecina, o que ya está aquí, anunciada por la inflación, como secuela de la guerra de Ucrania, en la que Draghi ha sido especialmente sostén del actual gobierno de Zelensky.
La distancia de los intereses partidarios y los ciudadanos parece de nuevo un elemento evidente, que socava la confianza en los gobiernos. Aunque sea cierto que el grado de acierto de los gobiernos tecnocráticos puede no coincidir con la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas, el desarrollo de las sociedades ha demostrado que hay medidas ineludibles que los gobernantes han de tomar. La pandemia, que no termina de abandonarnos, a pesar de las actuaciones gubernamentales, es una buena prueba de ello. Desde luego, encapsular o aislar a los ciudadanos no es una medida popular, pero no es menos cierto que estos también comprenden las decisiones de protección sanitaria o de seguridad cuando las razones aducidas son de peso. Todos los gobiernos lo han hecho, basándose en los informes académicos y científicos, pero indudablemente hay estratos de la población que no han compartido ni comparten una parte de ellas.
Planea sobre esta situación la dificultad que, en algunos países, no pocos, existe a la hora de nombrar responsables políticos de las diversas materias gubernamentales y de las políticas públicas. Los políticos se preocupan más de informar de sus decisiones a quienes las disfrutarán (o sufrirán) que de pactarlas con quienes deben aprobarlas primero. (Víctor Lapuente, 22) Desde luego, hay un elemento esencial basado en la identidad con el proyecto o partido político gobernante, pero sentado que este existe, hay al menos otras dos circunstancias que conviene analizar.
La primera tiene que ver con el oficio político en el siglo XXI, caracterizado por una sobreexposición pública del protagonista al que los momentos de satisfacción aplastan las críticas, así como las noticias parcialmente ciertas o falsas, que en las redes sociales cabalgan frecuentemente desbocadas.
La segunda está relacionada con los aspectos retributivos que en algunos países han sido incluso objeto de regulación legal, además de controversia política. Con cierta frecuencia, declaraciones políticas realizadas durante las campañas electorales prometen sueldos más bajos para los responsables políticos y especialmenteanuncian que ningún responsable de organismo público ingresará más que el presidente de la República o primer ministro.
La reflexión tiene que ver con la sistemática promesa o acción ejecutiva cuando asistimos a periodos de crisis económica, donde los responsables se reducen los salarios en un intento de mostrar solidaridad con la situación económica y social de los ciudadanos.
Habitualmente, con la excepción de Singapur, los sueldos públicos suelen ser más bajos que los establecidos en el ámbito privado para desempeños de alta dirección. Por tanto, la promesa suele ser incumplida o de imposible cumplimiento porque hay centenares de altos cargos especialmente los más relacionados con las áreas económicas, cuyas retribuciones doblan o triplican las del presidente. Si la comparación la realizamos con el sector privado no es extraño que la multiplicación nos produzca escalofrío.
Cuando la situación mejora, cierto rubor, inexistente en el ámbito privado, impide mejorar sustancialmente la situación. Como García Pelayo escribió, los tecnócratas no carecen de ideología, pero en todo caso se mueven en el mercado profesional, uno de cuyos componentes esenciales es la retribución. En otras palabras, los gobiernos no pueden permitirse el lujo de no tener a los mejores en los puestos clave del funcionamiento del Estado, sean estos reclutados entre los administradores públicos o los expertos profesionales privados. Si la diferencia salarial es muy alta entre el sector privado y el público, cada vez será más difícil reclutar a los mejores, porque en muchos casos no será suficiente la vocación de servicio público.
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