28 de noviembre de 2020. En esta misma fecha, una mañana de diciembre, llegué a los estudios de una radio para hablar de El peso de la sangre, viaje personal al sida, un libro que acababa de presentar Editorial Debate. Esa fue la primera de una larga ronda de conversaciones con distintos periodistas, quienes en algún momento de su cuestionario llegaban siempre al mismo punto.
Mi respuesta era la misma: porque era necesario, porque el libro no trata de mí, porque mi historia como seropositivo desde hace casi 20 años solo es parte del esqueleto de esta crónica.
Esa era la única respuesta que tenía.
Esa pregunta yo mismo me la había hecho desde el momento en que supuestamente iba a ser una crónica periodística de los entresijos del VIH-Sida en Chile, pero fue creciendo como una enredadera y sus ramas se enmarañaron con lo personal. Cuando asumí que mi experiencia podría transformar una historia despersonalizada en algo más emocional, en algo más interesante que una serie de hechos, denuncias, cifras y errores. Fue así como me decidí a urdir en una suerte de trenza las distintas hebras de la historia del VIH: su aparición a comienzos de los 80, los primeros casos en Chile, las dudas de la comunidad científica, el compromiso de algunos médicos, las políticas de salud, el activismo de los primeros contagiados, los prejuicios, los muertos que quedaron (y siguen quedando) en el camino y la lucha de quienes debieron transitar por una época difícil, oscura y, muchas veces, con la certeza de que la esperanza estaba amurallada.
No voy a mentir: yo no quería hablar de mí. Mucho menos escribir de mi relación con el virus que me tomó años asumir y que en un principio, cuando me lo diagnosticaron en 2000, decidí negar. Recordar eso me incomodaba. “Yo no soy una víctima. Hay gente que ha pasado cosas peores”, me decía y me lo sigo repitiendo.
Aunque para mi familia y para mis amigos mi situación nunca fue un secreto, pensaba que escribir de lo que había vivido, o de lo que había sobrevivido, era un ejercicio innecesario. Un acto de redención que no tenía sentido. Un viaje a una época que estaba guardada en un archivo dentro de una carpeta sin nombre muy bien escondida en mi memoria.
Ha pasado un año y la pregunta vuelve a aparecer.
¿Por qué contar mi historia?
Y vuelvo a responder lo mismo que he repetido durante los últimos doce meses:
Porque era necesario.
En realidad: yo lo necesitaba.
***
Fui internado de urgencia en el Hospital Clínico de la Universidad Católica el 3 de febrero de 2003. Estaba en una etapa de sida avanzado. Llevaba más de una semana con fiebre superior a los 40 grados. Había dejado de comer. Solo tomaba agua. La lengua estaba cubierta con una película blanca. Desvariaba.
Una semana antes, durante una improvisada celebración de mi cumpleaños, decidí contarle a un grupo de amigos que hacía poco me había enterado de que era seropositivo. Que recién me enteraba. Que estaba bien. Que no tenía miedo.
Las tres aseveraciones eran mentiras.
Esa noche, cuando me quedé solo, tomé una agenda azul y anoté tres veces: “Tengo Sida” y luego escribí con letra temblorosa: “Hoy cumplí treinta años y creo que voy a morir. En realidad, creo que ahora me estoy muriendo”.
Después me encerré en mi departamento. Todo se volvió una nebulosa. No sé cuántos días pasaron. Solo recuerdo que eran fríos. Al hospital me llevaron dos amigos. Uno de ellos llegó de improviso a visitarme y me descubrió medio muerto.
“Si sus amigos no lo hubieran traído esta noche se habría muerto”, recuerdo que me dijo la médica que me recibió. No le respondí. En mi cabeza no había espacio ni para arrepentimiento ni para miedo.
Creo, mirándolo ahora, que sentía que había decidido todo lo que ocurrió mucho tiempo antes. El diagnóstico lo conocía desde hace tres años, pero preferí ignorarlo.
En marzo de 2000, me atropellaron en la calle. Fue la madrugada de un sábado. Venía solo y borracho de una fiesta. Desperté en la Posta Central con la pierna derecha vendada: me habían operado para reconstruirme la pierna. Quien me arrolló me dejó tirado en la calle y huyó. La enfermera que me lo contó también me dijo algo que no esperaba. Con voz distante y ruda me dijo: “Usted es VIH positivo”.
Me habían hecho el test de Elisa por precaución: me habían encontrado en una zona de gente con riesgo. Además, balbuceaba que era gay. Pedía que no me tocaran. Vestía ropa extraña para ellos (una chaqueta de cuero, pantalones apretados y mi pelo tenía mechones decolorados). A los médicos, según me dijo la enfermera, les dio miedo y pidieron el examen. “Tenían que protegerse”.
Le dije que quizás estaba equivocada. Que me mostrara el resultado. Que necesitaban mi autorización para el examen. Grité. Me sedaron. La enfermera desapareció. Las que vinieron después no hablaban conmigo. Pensé que había alucinado. Pero cuando estuve más tranquilo, le pregunté al médico que me atendía sobre el examen positivo. Me dijo que él solo tenía que ver con la fractura. Que eso era otro tema, que pronto vendría un infectólogo u otro especialista. En los tres días de hospitalización nadie se acercó.
Cuando me dieron el alta, solo me entregaron las radiografías de mi pierna, una bolsa con mi ropa y el nombre del traumatólogo con quien debía controlarme. Ninguna mención del examen positivo. Al médico que firmó el alta le volví a preguntar sobre el test de Elisa. No respondió. Se limitó a decir que lo que importaba era mi pierna; me derivarían a otro médico. Eso lo seguí escuchando durante el resto de los controles, hasta que dejé de preguntar. Había otras preocupaciones: apenas podía moverme con las muletas. No podía trabajar. No podía pagar el arriendo de mi departamento. Debía irme a vivir por un tiempo a la casa de mi familia. Meses después, cuando la vida retomó por un momento su curso, el fantasma seguía ahí, pero ya no quería enfrentarlo. Decidí olvidar. Neutralicé la duda. Fue sencillo. Y si reaparecía me decía que si hubiera tenido el virus, en el hospital me habrían obligado a controlarme.
¿Por qué no me hice el examen por mi cuenta? Durante años no entendí, hasta que empecé a investigar para el libro.
Fue una estrategia mental: un ejercicio de autoengaño apoyado en teorías personales o fantasías para contrarrestar una posible amenaza, para evadir la responsabilidad, para resguardarme de la ansiedad. Para protegerme. Para evitar el rechazo.
“Ocultarse algo a uno mismo hace que sea más invisible y difícil de descubrir para el resto”. La frase es de Robert Trivers, un biólogo evolutivo norteamericano, quien dice que el autoengaño nos aleja de la realidad y nos lleva hacia una construcción que nuestra mente identifica como real.
Pero el precio de vivir en el engaño es muy alto. Lo tengo claro.
En mi defensa, vuelvo a decir lo que escribí en el libro: tenía miedo.
Y el miedo paraliza.
Y el miedo alimenta al virus.
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El próximo año se cumplen 40 años desde que el VIH apareció oficialmente en el mundo. El 1 de diciembre se celebró el Día Mundial Contra el Sida y según el más reciente informe del Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/Sida (OnuSida), desde el comienzo de la epidemia hasta fines de 2019, más de 32,7 millones de personas han muerto por enfermedades relacionadas con el Sida en el mundo. Y ahora, con el impacto de la pandemia de covid-19 podría causar entre 69.000 y 148.000 muertes adicionales entre 2020 y 2022.
El covid-19 apareció en China a mediados de diciembre del año pasado. Entonces El peso de la sangre estaba entre las novedades de las librerías, mientras que yo seguía hablando en entrevistas de la alargada sombra de un virus que llevaba décadas encapotando al mundo.
Cinco años antes, cuando empecé oficialmente la investigación para el libro, la infección era vista como una epidemia bajo control: la eficacia de los tratamientos antirretrovirales que prolongaban la vida de los seropositivos y la inexistencia de campañas de concientización habían logrado ese lacerante estado de ingenuidad. Una burbuja explotó en la cara en diciembre de 2018, cuando se hicieron públicas las cifras del informe de Onusida que recalcaban que Chile era el país de Latinoamérica con la tasa más alta de nuevos casos de VIH. “Volvió el sida”, tituló un suplemento de tendencias de un periódico nacional. “Qué estupidez”, pensé cuando lo leí. “Como si se hubiera ido”.
La mayoría de los nuevos diagnósticos —se dijo entonces y aún se sigue insistiendo— son hombres muy jóvenes. Yo lo intuía.
Durante mis controles médicos, y luego mientras empecé a investigar, había visto y sigo viendo muchachos que con suerte superan los 20 años. Al principio me causaron curiosidad: eran seres extraños en un mundo que siempre había estado dominado por hombres por encima de los veinticinco. Luego se hicieron comunes. Recuerdo a uno de ellos, un adolescente flaco como vara, que estaba acompañado por una mujer de mi edad. Nadie me lo dijo. Adiviné que era su madre.
Ahora que lo pienso, ese muchacho me convenció de que escribir mi historia no estaba errado. Al igual que Evenecer Badingila, un niño al que vi morir en la República Democrática del Congo (donde viajé para investigar los orígenes de la enfermedad). O el adolescente de la primera generación de niños que adquirió el virus de su madre a través del embarazo y se suicidó hace dos años porque se sentía rechazado. O la madre de la transexual a cuyo funeral fui solo para comprar los medicamentos que le habían sobrado de su terapia, en una época en que yo no recibía el tratamiento adecuado del gobierno.
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En total, estuve cinco semanas hospitalizado. Quince días en la Unidad de Cuidados Intensivos conectado a un ventilador mecánico con los pulmones inundados por una Pneumocystis jirovecii, una de las enfermedades oportunistas más comunes que atacan cuando el Sida ya domina el cuerpo. También tuve una retinitis por citomegalovirus (otra infección oportunista que no ataca a personas sanas) que estuvo a punto de acabar con mi visión. Mis defensas no existían: me quedaban dieciséis linfocitos T CD4, las células preferidas por el VIH para atacar y reproducirse. Una persona sana tiene un recuento de entre 800 y 1600 células/mm3. Dieciséis CD4 era una cifra sin regreso, al igual que las 25.000 copias del virus circulando por mis venas.
Cuando empecé a investigar para el libro revisé mi historia clínica. Ahí confirmé algo que siempre repetían mis amigos: hubo una noche en que tuve un 95 por ciento de riesgo vital. Esa noche, tal como me lo contaban, se contactaron con una funeraria. Que me incinerarían. Que volverían a esparcir las cenizas al pueblo del norte en donde crecí.
De mis días en la UCI lo único que recuerdo son las pesadillas. Me veía caminando solo por lugares deshabitados, desorientado y humillado. Estaba envuelto en una manta y buscaba un refugio para dormir al costado de una carretera por la que corrían autos descontrolados. Yo caminaba en sentido opuesto, tratando de evitar que me arrollaran.
En los últimos meses, he escuchado los relatos de gente que superó el covid. Son igual de oscuros. También el discurso de autoridades de salud y médicos que destacan cómo los contagiados luchan por su vida y cómo los equipos de salud se preparan para combatir al nuevo coronavirus. Y cómo otra vez se empezó a repetir la metáfora bélica que suele usarse para hablar de las enfermedades: fuerzas agresoras que invaden el organismo, batallones de células defensivas que contraatacan, bombardeos de medicinas.
Susan Sontag describió́ esta apropiación del lenguaje bélico en la medicina en sus ensayos La enfermedad y sus metáforas (basado en su propia experiencia con el cáncer) y en El Sida y sus metáforas (que publicó en 1988, cuando el VIH iniciaba su etapa más crítica). Ella los denominó “mensajeros de significación” que complican la comprensión de las enfermedades.
Para Sontag, “el cuerpo no es un campo de batalla” y “el efecto de la imaginería militar en la manera de pensar las enfermedades y la salud está lejos de ser inocuo ya que contribuye activamente a estigmatizar a los enfermos”.
Un virus que ataca, que doblega, que mata a sus víctimas.
Aunque repito lo que escribí en mi libro: me resisto a la palabra “víctima”.
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La Asamblea Mundial de la Salud anunció el 22 de mayo de 1981 que en el año 2000 se cumpliría con su objetivo de “salud para todos”. Dos semanas más tarde, el 5 de junio de 1981, una breve noticia demostraría que la promesa no era tan cierta. Que la esperanza de un futuro sin enfermedades infecciosas que venían prometiendo los epidemiólogos desde la segunda mitad del siglo XX tambaleaba peligrosamente. Que esa promesa, basada en el descubrimiento de las sulfamidas, el triunfo de las vacunas y el desarrollo de los antibióticos, no era resplandeciente.
La noticia apareció́ en el Informe Semanal de Morbilidad y Mortalidad, un boletín epidemiológico semanal de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos. Era un texto médico de 46 líneas que describía una inusual situación en California: “En el periodo que va desde octubre de 1980 hasta mayo de 1981, cinco hombres jóvenes, todos homosexuales activos, han sido tratados de neumonía Pneumocystis carinii confirmada por biopsia en tres hospitales diferentes de Los Ángeles, California. Dos de los pacientes han muerto”.
Al principio parecía una rareza. Ese desinterés marcaría los primeros años y facilitaría el avance de un virus que pronto se transformó en una epidemia incontrolable. Un virus que infectaría a más de 60 millones de personas (y contando) en todo el mundo, matando a más de la mitad de quienes lo llevan en su sangre.
Los cinco casos descritos en el boletín del CDC aparecieron durante el otoño estadounidense de 1980. En noviembre, Joel Weisman, un médico gay de Los Ángeles que trabajaba con grupos homosexuales, notó que tres de sus pacientes presentaban síntomas inexplicables: episodios de fiebre, pérdida de peso repentina, hinchazón linfática. Todos tenían infección por citomegalovirus. Uno de sus pacientes —un hombre de treinta años— había perdido catorce kilos en tres meses y fue internado en el servicio de inmunología clínica de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Fue recibido por Michael Gottlieb, profesor de la facultad de Medicina de la UCLA, quien al analizarlo relacionó su sintomatología con otro caso: un hombre de treinta y tres años, extremadamente delgado y con serias dificultades respiratorias. Ambos tenían devastadas las células T, encargadas de avisar a las defensas humanas cuando se produce una infección.
Gottlieb se contactó con Wayne Shandera, médico del Servicio de Salud Pública del condado de Los Ángeles, quien encontró un caso similar en el listado de defunciones ocurridas en los últimos meses en los hospitales de su área. Los médicos redactaron un informe para alertar sobre el desconocido cuadro epidémico que luego apareció en un Informe Semanal del CDC, organismo encargado de proteger a Estados Unidos contra amenazas a la salud y a la seguridad provenientes del exterior o interior del país.
Al tiempo que los médicos de California reportaban estos casos, en la Costa Este de Estados Unidos, específicamente en Nueva York, varios especialistas ya habían notado cuadros similares en algunos de sus pacientes. Un mes después, el 3 de julio de 1981, The New York Times publicó un artículo titulado “Cáncer raro visto en 41 homosexuales” (el término “gay” aún no había sido aceptado por el manual de estilo del periódico). Fue la primera referencia periodística sobre la nueva patología. En el texto aparecía entrevistado James Curran, jefe del Departamento de Investigación de Enfermedades Venéreas del CDC, quien aseguraba que hasta el momento no se había “señalado ningún caso fuera de la comunidad homosexual ni entre las mujeres”. Fue el inicio del estigma: el peligro estaba limitado a los hombres de costumbres dudosas.
Desde el principio, el virus era una gran incertidumbre sin pistas. Los científicos no comprendían su rápida progresión, cuáles eran las vías del contagio y su inquietante poder de exterminio. A medida que gradualmente se hizo evidente que no era ni neumonía ni cáncer, sino una enfermedad de transmisión sexual que dañaba profundamente el sistema inmunitario, los expertos argumentaron sus muchas teorías sobre la causa de una epidemia que crecía y que durante un tiempo fue llamada GRID (siglas en inglés de Gay-Related Immune Deficiency Disease, o inmunodeficiencia asociada a los gais). Se necesitaron tres años para identificar de manera concluyente el VIH, el virus que causa el sida. En 1996, recién apareció la terapia ARV: un cóctel de medicamentos que demostró resultados de recuperación impresionantes en pacientes en etapas avanzadas —o moribundos— por la infección.
Es cierto: hoy, el VIH se puede controlar. Sabemos mucho sobre su forma de ataque, sin embargo, nadie todavía puede precisar su origen. El punto desde donde inició su viaje.
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El primer caso de Sida en Chile fue diagnosticado a mediados de 1984. Se llamaba Edmundo, era profesor, tenía 39 años y murió el 22 de agosto de ese año, exactamente a las cuatro de la madrugada, en una habitación aislada del quinto piso del Hospital Clínico de la Universidad Católica: el mismo lugar donde yo estuve internado diecinueve años después. Y lo atendió una de las enfermeras que también me atendió a mí y que luego me ayudó a reconstruir la historia de los primeros años del VIH-Sida en Chile.
Cuando sucedió lo de Edmundo, yo tenía once años y vivía en Punitaqui, un pueblo que está en la antesala del norte del país, en las regiones en las que domina el desierto. Aunque entonces a Punitaqui casi no llegaban los diarios y solo había un canal de televisión, el temor por el nuevo virus caló sutil, pero profundamente.
Y lo mismo ocurrió en todo Chile. Los pocos reportajes que vinieron después de la muerte de ese primer caso y de los que le siguieron, repitieron un patrón estereotipado: relatos tristes, marginales, cínicamente comprensivos, pero muy enjuiciadores. Esas narrativas instalaron la desconfianza y la sospecha de que, inevitablemente, se centraron entre quienes vivían fuera de la norma. Luego vino la muerte de Rock Hudson y el temor aumentó. Aunque se trataba de una estrella de cine, de un hombre que nunca había levantado sospechas sobre sus preferencias sexuales entre el público general, su homosexualidad se convirtió́ en el foco de atención.
Pertenezco a una generación que, durante su infancia y pubertad, fue testigo de cómo el virus se expandió como una sombra siniestra. Estábamos en los oscuros años ochenta, en medio de un país hostil y dividido por la dictadura, donde la información era manipulada y escasa. Donde la gente desaparecía, pero no se hablaba de eso.
Los muchachos de mi generación escuchamos en las noticias o en las conversaciones de los adultos sobre una enfermedad extraña de la que hablaban con una mezcla de pavor, moralismo, mojigatería y distancia. Así me enteré de que era un virus que había comenzado lejos de las fronteras de un país como el nuestro: un lugar escondido en el mapa. Una suerte de isla protegida por la cordillera y el mar, en cuyos dominios, repetían, las buenas costumbres aún no se diluían. Porque esa era la otra creencia: el virus era propiedad de homosexuales, drogadictos y prostitutas. Viciosos y parias. Gente que se lo buscaba. Esa idea que estigmatizó a los primeros contagiados y aún sigue haciéndolo con las personas que viven con el virus, puede entenderse durante los primeros años de la aparición de un virus del que inicialmente se sabía poco y que, evidentemente, era aterrador. El Sida reactivó los mitos sobre la plaga, que se solidificaron en torno a un discurso que lo consideraba un “castigo justo” por un comportamiento supuestamente inmoral. Pero más terrorífico resulta que el recelo, la ignorancia y el temor aún se mantuvieran incluso cuando el VIH dejó de ser patrimonio de los homosexuales y afectó a hombres y mujeres heterosexuales y niños. Personas que, contra esa lógica de mártires que al mismo tiempo eran culpables de su desgracia, no se lo habían buscado.
“Culpar a otros, sean extranjeros, pobres, a menudo sirve para establecer una distancia de seguridad imaginaria entre la mayoría y los grupos de individuos identificados como amenazas”. Tomé esta frase de una entrevista a Richard McKay, investigador del departamento de Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Cambridge, uno de los coautores de un artículo publicado en la revista Science en 2016 sobre la aparición del virus en Norteamérica.
Entiendo la idea, pero me molesta que ese irreal escudo de protección se mantuviera por tantas décadas y moldeara las mentes de una generación que debió asumir su sexualidad, especialmente aquella que era diferente, en un mundo para el que el Sida era la expiación de un pecado. Una culpa.
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Desde la descripción del virus, cuando se lo identificó, innumerables y entusiastas anuncios han adelantado la aparición de algún tratamiento que marque su final. En abril de 1984, Margaret Heckler, secretaria de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, anunció en una conferencia de prensa: “Esperamos tener una vacuna lista para hacer pruebas en aproximadamente dos años”. Pecó de optimismo. A diferencia de lo que ocurre hoy con el covid-19 y la carrera desatada por conseguir una vacuna, durante años la rigurosidad científica decía que las vacunas tardan entre diez y veinte años en desarrollarse.
Leo el informe del Día Mundial del Sida de la ONU 2020, presentado este jueves 25 de noviembre, y vuelvo a comprender que el virus está lejos de erradicarse. El texto dice que se ha fracasado en cada uno de los diez objetivos de lucha contra el VIH que los países se fijaron hace cinco años. En 2019, hubo casi 700.000 muertes por Sida y unos 1,7 millones de nuevas infecciones, más del triple de las establecidas por las metas 2020 de lucha contra el VIH-Sida.
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Vuelvo a la pregunta inicial. En realidad, la reformulo, ¿Por qué me tomó tanto tiempo decidirme a escribir sobre el Sida?
Mi respuesta es una contrapregunta: ¿Cómo hacerlo sin caer en la épica del sufrimiento o sin tropezar con el activismo gratuito?
Entiendo que durante los primeros años, cuando la epidemia era un pasadizo oscuro que chocaba con la muerte, escribir se transformó en un acto de urgencia y compromiso. En una suerte de despachos desde el abismo, en textos escritos con rabia, miedo y rapidez por autores que tenían el virus. Recuerdo a Harold Brodkey, quien redactó casi agonizante Esta salvaje oscuridad: la historia de mi muerte, que apareció en 1996, meses después de su muerte.
Pienso en Hervé Guibert y su llamada trilogía del Sida, que partió en 1990 con Al amigo que no me salvó la vida, siguió con El protocolo compasivo, publicada en 1992, pocos meses después de su muerte en diciembre del año anterior.
Recuerdo a Paul Monette, quien en 1988 publicó Tiempo prestado, donde relata la progresión de los síntomas del Sida en su amante, Roger Horwitz. Monette escribió: “No sé si viviré para terminar esto. Hay una veta de importancia personal en tal afirmación, pero ¿quién cuenta? Tal vez sea solo que he visto a demasiados enfermarse en un mes y morir antes de Navidad, de modo que una especie de realismo fatal me consuela más que la magia. Todo lo que sé es esto: el virus se activa en mí”.
Pienso en Pascal de Duve y en El carguero ‘Vida’, el diario del viaje que escribió mientras, en 1992 —ya en etapa terminal—, se embarcó en un buque de carga para hacer un recorrido de ida y vuelta entre Francia y las Antillas. “VIH, eres un poco tú quien escribe aquí”, redactó De Duve, quien murió al año siguiente de este viaje.
Diez años después, mi suerte fue otra. Pude dudar, cuestionar y tomarme tiempo para escribir. Pude responder mis propias preguntas. El virus que estuvo a punto de derribarme lleva 17 años adormecido, mermado, acorralado.
Es minúsculo, lo sé, pero yo siento su peso.
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