Se encendieron las alarmas en el Colegio Nacional de Periodistas. Con razón: la comisión permanente del poder popular y comunicación de la espuria asamblea nacional oficialista estudia reformar el código de ética y la ley de ejercicio del periodismo, sin ni siquiera consultar al gremio de comunicadores sociales. La reforma busca limitar aún más la ya menguada libertad de prensa en una nación donde hace tiempo la prensa libre dejó de existir, y un bellaco sin escrúpulos es capaz de apropiarse indebidamente, con el complaciente beneplácito de magistrados venales, de las instalaciones de un periódico, alegando bolserías inherentes a su perdida honorabilidad en el fallido cuartelazo del 4 de febrero de 1992. Esta vuelta de tuerca a la mordaza socialista del siglo XXI se produce cuando el espectro noticioso sigue copado con los partes de la guerra desatada en el este de Europa, debida a la nostalgia imperial de Vladimir Putin; los efectos, cada vez más preocupantes del cambio climático; y, para más inri, la pertinaz amenaza de las diversas mutaciones greco alfabetizadas del virus SARS-CoV-2 y de la pandemia en desarrollo de la viruela símica causada por el Monkeypox virus.
Ante ese desolador panorama informativo, solo puede uno reaccionar a la manera de la cuasi centenaria reina Isabel II, quien en cierta ocasión manifestó su consternación porque la prensa británica solo divulgaba «malas noticias». El escritor, filósofo y periodista venerado en el altar de Jorge Luis Borges, Gilbert Keith Chesterton, nos legó esta flemática definición —cito por aproximación—: «El periodismo consiste esencialmente en dar razón de la muerte de ‘Lord Jones’ a gente sin la menor idea de la existencia de Lord Jones». La regia queja y una pizca de la conceptualización del creador del entrañable Padre Brown concitaron al editor de un tabloide sensacionalista londinense, cuyos reporteros escudriñaban a diario la basura de la Casa Windsor buscando deslices, pecados y extravagancias aristocráticos a fin de aumentar su circulación, alimentado con chismes a la plebe, a publicar una columna diaria de «buenas noticias»; de este modo, el avatar inglés de Citizen Kane alegraría el despertar de Su Majestad. A esta, a pesar de habitar en una alter-realidad palaciega, expuesta con obsceno lujo de detalles en las revistas del corazón, no le faltaba razón: el amarillismo privilegia tragedias y catástrofes —bad new is good new—, presuponiendo en los lectores una innata morbosidad. No comparto tal prejuicio. Les conjeturo presas del desasosiego derivado tanto de la saturación informativa pasteurizada y homogenizada en factorías noticiosas de las hegemonías mediáticas, cuanto de la manipulación, posverdad e infodemia entronizadas en las redes sociales.
Seguramente sobrará quien me catalogue de frívolo y hasta de cínico dada mi tendencia a trufar impertinencias con hallazgos no necesariamente de interés para quienes me honran con su lectura. El descubrimiento de hoy espero apunte en la dirección correcta. Se trata de una escritora danesa y a ella debemos esta sentencia: «Nunca ocurre nada los domingos. Nunca encuentras un nuevo amor en domingo. Es el día de los infelices». Se llamaba Tove Ditlevsen (1917-1976) y fue bien conocida y muy leída entre sus compatriotas, gracias acaso a sus poemas hechos canciones, pero desconocida o ignorada entre nosotros. Jamás escuché mencionar su nombre a ninguno de mis contertulios. Tampoco recuerdo haber leído reseñas de sus obras en las columnas dedicadas a la crítica literaria. Al parecer fue la suya «una vida de sombras iluminada por la palabra». De su pluma, ya dijimos, es la frase arriba citada, pescada en plan de internauta en un florilegio de citas atinentes a ese día de acuerdo con el cual, Gabriel García Márquez dixit, de no haber descansado, Dios habría tenido tiempo de terminar el mundo —o de acabar con él, pienso—. A la caza de testimonios sobre ella, fui a dar con un artículo de Elvira Lindo publicado hace 2 años, a propósito de la aparición en español de Trilogía de Copenhague, suerte de memorias de esta autora suicida a descubrir. «La infancia es larga y estrecha como un ataúd, y no se puede escapar de ella sin ayuda», es el portentoso párrafo inicial del primer volumen del tríptico (Infancia), y también el seleccionado por la guionista y escritora española como pábulo de sus comentarios (Tove Ditlevsen, una flor de barrio, El País, 16/07/11). Y hasta aquí la digresión: queda todavía tela para cortar.
Comencé a urdir la presente descarga, el oblicuo y atravesado miércoles, y no el inútil y entre paréntesis jueves, cual acostumbro, apremiado por dos noticias auspiciosas. La primera concerniente a la Universidad Central de Venezuela —¡U, U, UCV!—, mi alma mater, y la de millares de profesionales preocupados por las pretensiones nicochavistas de acabar con su autonomía; esa preocupación se evidenció en la elección de representantes de los egresados en el cogobierno de «la casa que vence las sombras». En esta contienda, el chavismo fue vapuleado y, durante un suspiro de tiempo, creyó haber evitado el blanqueo. Por tres votos se sintió ganador en Humanidades y Educación. El consuelo duró poco. Cuando nos disponíamos a adjetivar de «inhumanos y mal educados» a los sufragantes de esa facultad, se supo de su derrota en el reconteo. De nada le sirvieron al psuv (no merece mayúsculas) sus puntos de control. No, la universidad no es un sindicato oficialista; sin embargo, los más beneficiados con el cerco presupuestario a las instituciones democráticas y autónomas de educación superior, y las amenazas a la libertad de cátedra son, barrunto, quienes en su formación antepusieron la obediencia a la inteligencia y la mera disciplina al debate constructivo: los militares. A menos cantidad de profesionales, más plazas al alcance de oficiales ociosos.
En 2004, el historiador Elías Pino Iturrieta, entrevistado por Boris Muñoz, explicó el militarismo con una fúnebre metáfora: cementerio de la República. Y le censuró a Nicolás Maduro, entonces flamante presidente de la Asamblea Nacional, esta perla: «El ejército fue anterior a la nación». Al hacer de los cuarteles esencia de la nacionalidad, puso de bulto su desprecio por el parlamento mismo. Sí: «antes de la patria está el ejército», aseveró Nico; pero, ¿cuál ejército? ¿Pensaba acaso en alguna «heroica» tropa de guerreros sublimados por el pincel de Pedro Centeno Vallenilla? Porque, verdad verdadera, el ejército del cual emergieron Chávez, Padrino y el cartel de los soles es el de Juan Vicente Gómez, el mismo donde hizo carrera y se graduó con honores Marcos Evangelista Pérez Jiménez. Bajo la oprobiosa dictadura de este se vivía con miedo. Bajo la del militarismo del siglo XXI, al temor se sumó el hambre. La fuerza armada nacional bolivariana (aquí calzan a la perfección las minúsculas) es el principal partido de gobierno. Y si Maduro es ficha cubana como sostienen analistas de fuste, también es el muñeco de un ventrílocuo rusófilo: Vladimir Padrino López. El multiestrellado general, tocayo de Lenin y de Putin, ratificó a Nicolás el 5 de julio, no al contrario, y es el ideólogo de una perestroika sin gladsnot: reestructuración del modo improductivo de dominación chavista —«Venezuela se está arreglando»—, su adecuación a las leyes del mercado y opacidad absoluta, ensayando fortalecer una plutocracia castrense, al estilo de la oligarquía aliada del lunático del Kremlin. Habrá sobras y migajas para civiles lamebotas. Por algo apoyamos la agresión del oso estepario a Ucrania. ¿No es así?
El otro evento se está cocinando en un horno andino. En el estado Táchira, la Plataforma Unitaria traza la ruta a transitar hacia la realización de elecciones primarias abiertas e inclusivas, encauzadas a luchar por el cambio del modelo político imperante en Venezuela, y a la construcción de un sistema educativo eficiente e incluyente, a objeto de satisfacer las necesidades de las nuevas generaciones. La iniciativa se plantea con la vista puesta en 2024, pero lo laudable de la misma es su «aquí y ahora», pues con una tesonera labor de agitación y propaganda podría orquestarse, inspirados en la historia del país —la seria y documentada, no en la comiquería bolivariana —, una «Campaña Admirable» y emprender una larga marcha hacia la capital, realizando jornadas organizativas del cotejo opositor, bajo la coordinación y supervisión de un árbitro solvente, independiente y confiable, distinto a los del consejo nacional electoral, auténtica timba en manos de una mafia de tramposos talladores. Sería un procedimiento idóneo si se encarrila a parir las famosas «condiciones subjetivas» indispensables para abortar las pretensiones continuistas de Maduro o de Padrino. Las objetivas están dadas desde ha mucho tiempo. La oposición no ha logrado hacerlas coincidir. Pero esto es harina de otros costales. Hay otra campaña no tan admirable y, ojalá, no más eficiente: la del usurpador. Su símbolo, el supermonigote, y el mantra, «Venezuela se arregló», son difundidos y amplificados propagandísticamente a través de medios públicos y privados. De su parte, los tarifados encuestadores a dedicación exclusiva del cogollo padrino-madurista, ya están haciendo lo suyo: confundir a la opinión pública con sus consuetudinarios sesgos estadísticos. De seguro, hoy 24 de julio, durante los calichosos actos protocolares pautados con la intención de reforzar la dieta patriótica y, contradiciendo a Tove Ditlevsen, al menos en Venezuela, algo ocurrirá este domingo: habrá un derroche de cursilería amarilla, azul y, especialmente roja. ¡Qué no cunda el pánico!
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