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Sobre los jardines en Venezuela. Historias y decepciones

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Por BEATRIZ SOGBE

Una de las cosas que llama más la atención en nuestro medio es el poco interés de las poblaciones por la reforestación y siembra de especies ornamentales. La tala es indiscriminada. No existió nunca la cultura de tener escuelas de horticultura o jardineros. De tal manera, que los existentes son prácticos que no tienen criterio. Es posible que la exuberancia vegetal del trópico haya generado un desdén por el cuido de la naturaleza. En estas  líneas haremos una aproximación histórica de los  jardines en Venezuela. La deforestación y descuido de las vertientes y fuentes de agua no es nuevo. Ojalá estas notas permitan que nazca la ansiada escuela de jardinería y que se reviva en los niños aquella semana del árbol que hace muchos años no se practica.

Antecedentes

La relación del aborigen con la naturaleza es muy diferente a la que percibía el criollo o el europeo. La vida de los indígenas en las poblaciones prehispánicas fue basada en la recolección de frutos silvestres o cultivar algunas especies básicas, que le servían de sustento, como base nutritiva. El conuco indígena es una intervención a pequeña escala dentro de la naturaleza. El indio no quería —ni quiere aún hoy en día— tener excedentes en su producción. Las siembras en sus bohíos —generalmente en círculos alrededor de las mismas— no alteran los ecosistemas. Es una siembra de supervivencia que en la selva tropical —donde puede haber miles de especies en una hectárea— no afecta al ambiente.

En la cultura timoto-cuica se resalta la construcción de andenes. Todavía pueden observarse en las regiones cercanas a Mucuchíes y sus alrededores. Esas terrazas —llamadas catafos— eran acompañadas por cisternas de agua, para cultivos de maíz y otras plantas comestibles. Es el lugar  «técnicamente» más adelantado y organizado, por cuanto los excedentes eran almacenados, en establos rústicos. En el resto del país el conuco se localizaba siempre cercano a la vivienda.  Su principio era ubicar las especies más altas como el plátano, en la parte trasera,  y las plantas más bajas, como las yucas, en zonas medias, y en las zonas más bajas, auyama, batata o ñame. Se ha malinterpretado el concepto de conuco, pero en realidad es un cultivo sostenible, donde no hay monocultivo y que no degrada el ambiente. Más adelante, la idea de cafetales y cacaotales refleja un ecosistema de muy bajo impacto mesológico y previene la presencia de las aguas.

La casa colonial

La idea de jardín como sitio de deleite como se entiende en Europa o en China, Japón o los países árabes no existía ni con los aztecas, mayas o incas. Lo único que hacían eran las piedras pintadas o petroglifos dándole importancia a la roca como elemento del paisaje —atribuyéndole orígenes míticos—.  De tal manera que el ni para el indígena, ni para el negro nunca tuvo sentido el jardín como sitio de deleite. Los primeros en cultivar —con fines ornamentales y medicinales— fueron los misioneros, en los conventos. Posteriormente, en las casas. La casa colonial  mantuana tenía varias características: la casa de ciudad que tenía un pequeño patio central, con un aljibe al centro o cisternas que tomaban agua de los techos, con plantas aromáticas y flores. Y un patio trasero, que contenía corrales y arbustos. La casa señorial del interior podía tener tres patios, con diferentes usos.  Pero esos patios —heredados de la España andaluza o mora— reflejan un magnífico conocimiento del clima al cerrarse a la calle y permitir un tiro de aire fresco, en el interior. Un lugar donde entra luz y aire. Y se matiza la luz brillante con las plantas. Estas casas, ya insertadas en nuestro medio tropical, con las plantas autóctonas, representan el modelo típico de la casa venezolana. Ese patio central tenía los parterres simétricos típicos y muchas plantas importadas como rosas, violetas, margaritas, crisantemos, malabares y jazmines. Pero se aceptaba en los patios colocar cítricos, parchas, guayabos, mamón, cambures o lechosa, para el consumo doméstico. Los arbustos ornamentales autóctonos como heliconias, bromelias o musaendas se consideraban «monte».

En los patios traseros se colocaban gallinas y, a veces, dependiendo del tamaño de la casa, vacas lecheras o chivos. No se permitía a los niños jugar en ese patio central y se les obligaba a hacerlo en los patios traseros. El goce era totalmente visual. Posteriormente se colocaron pajareras, helechos, orquídeas y otras plantas. Otros casos eran las casas extraurbanas de Hacienda en cuyos frentes se colocaban los patios de secado (café o cacao, los establos y las casas con sus patios, en alzada). Allí se desviaban los arroyos y se colocaban las ruedas de molinos para descerezar el grano.  También herrerías, carpinterías y talleres artesanales que solo laboraban en periodos estacionales. No había suficiente mano de obra calificada.

Para 1776-78, en la zona de Sarria, en Caracas, se estableció un hospital de leprosos. Ubicado ahí por  estar en las afueras y al pie del Ávila, al poco tiempo se advirtió su hermosa y panorámica vista.  Entonces se destinó para el uso de los gobernadores y sus huéspedes, convirtiéndola en un palacete de campo.  Tenía bellos jardines, con sus parterres, Y estos se disponían a lo largo de un eje, con árboles, al fondo, escogidos para el lugar  —según el cronista Manuel Landaeta Rosales—. Suponemos que los jardineros de estos hermosos jardines serían traídos desde España, al igual que las especies exóticas.

Posteriormente, también en Caracas, el gobernador Manuel González de Naharra, en 1784, dispone la construcción de una alameda en la periferia norte de la ciudad, que irían paralelas a las dos quebradas —Catuche y Punceles— cuyas aguas corren en la dirección sureste y es oblicua al trazado de las manzanas del centro de la ciudad.  Este gobernador era amante de los espectáculos públicos y fue la delicia de los citadinos al ofrecer funciones con orquestas y ejercicios militares. Promovió la construcción de un teatro e hizo volar sobre la ciudad un globo aerostático y como era de esperarse  «acudió toda la población». Sin embargo, se inició la alameda, pero nunca se concluyó.

Pocos años después fue edificado el oratorio de San Felipe Neri —en el lugar donde se encuentra la Basílica de Santa Teresa—. Ahí se sembró otra composición lineal de cipreses que fue, posteriormente, incluida en el jardín del oratorio. De ahí proviene el nombre de esquina de cipreses.  Más al sur estaba la famosa casa de la familia Bolívar —hoy cuadra Bolívar—. Ahí la familia guardaba los caballos y coches. Los terrenos llegaban hasta el río Guaire. En su centro tiene una pila de granito del Ávila y dos cedros centenarios. Existía una huerta que tenía abundante agua cristalina y que abastecía el consumo familiar.

El disfrute del paisaje natural venezolano se inicia con los hombres de ciencia europeos como Humboldt y Bonpland. Y los pintores Bellermann, Göering o Appun. A su llegada a Caracas a Humboldt le costó mucho localizar un guía que lo llevara a la silla de Caracas. Los senderos estaban llenos de contrabandistas y maleantes. Las excursiones al Ávila fueron promovidas por los extranjeros que querían disfrutar de ese paisaje. Los caraqueños nunca se habían interesado por el asunto. También será a los inmigrantes que le debemos poder contar esta historia. Empezando por Graziano Gasparini —el de todas las historias— y Leszek Zawisza —el acucioso investigador—. Y las imágenes se las debemos a los artistas viajeros y a los fotógrafos primigenios. Pero continuemos con esta historia de jardines que fueron y ya no son. Porque la historia de los jardines en Venezuela siempre es fugaz. Al morir sus creadores y/o sus protectores inevitablemente muere el jardín.

La maltratada naturaleza

El maltrato a la naturaleza no es solo propio de Venezuela. Es de dimensiones continentales, específicamente en América latina. Resulta muy significativo un decreto que firmó Simón Bolívar el 19 de diciembre de 1825, en Chuquisaca. Y aunque se relaciona con Bolivia no es descabellado decir que era una situación general de la Gran Colombia. Entre las motivaciones del Decreto se expone: «La falta de agua y por consiguiente de vegetales útiles para la vida. Por lo tanto, se dispone la inspección de las vertientes de los ríos y de sus recursos, y luego una reforestación masiva, precisada de la siguiente manera: que en todos los puntos en que el terreno permita prosperar una especie de planta mayor cualquiera se emprenda una plantación mayor a costa del Estado, hasta el número de un millón de árboles, prefiriendo los lugares donde haya más necesidad de ellos». Muy parecido a las realidades actuales.

Para 1830 —lo señala Carmen Clemente Travieso— se inicia el primer cultivo de flores en el país. Y nacen los primeros jardines en Venezuela en las residencias de las familias Requena, Manrique y Páez. Nuevamente fueron los extranjeros, entre ellos Carlos Hahn, quien en su venta exhibía flores exóticas en macetas. En Caurimare, se empiezan a cultivar nardos. Un simpático anuncio en El diario de avisos el 10/5/1858 decía así: «Jardín de la pelota. A toda persona que solicite en este jardín plantas y yerbas medicinales y, a veces, hasta flores, le son despachadas con gusto gratis. Pero se ha sabido que los criados solicitantes hacen de ordinario su negocio, vendiendo los mismos y apropiándose del valor respectivo».

A la llegada de Guzmán Blanco solo se aceptaban gustos europeos, en especial franceses. Todo lo demás era «monte». Adolf Ernst, empeñado en valorizar la flora local, menciona los jardines privados que ya disfrutan de las especies autóctonas, cita a «los señores Jesús María de las Casas, Teodoro Sturup, Dr. N. Zuloaga, Charles Röhl y Vicente Ibarra».

El saqueo de las orquídeas

Para lo que sí hubo pasión fue por las orquídeas. En Venezuela Carl von Linnèe (1707-1778) envía a su discípulo Meter Loêflig a recolectar orquídeas en 1754. Incluyó noventa y nueve en su catálogo de 1763. Muere en el Caroní, en 1756, de una extraña fiebre, con apenas 27 años. Esto generó un enorme interés por las orquídeas. Vienen luego el alemán Alejandro Barón de Humboldt y el botánico y médico francés Aimé Bonpland. Su valiosa visita promovió que Inglaterra enviara a Roberto Schomburgk (1804-1865), como agrimensor y geógrafo. Su estadía duró nueve años. Su hermano Ricardo, del jardín botánico de Berlín, se agrega a la expedición y descubre numerosas especies en Venezuela.

Esto generó un interés inusitado en Inglaterra. De tal manera que tener un invernadero con este tipo de plantas se convirtió en un signo de estatus social. Fue así  que Venezuela se convertiría en el ejemplo más terrible de depredación de una planta. En Inglaterra el Sr. Frederick Sander, de St. Albans, era llamado “el rey de las orquídeas”. Así empezaron a enviar recolectores de estas plantas a Venezuela.

Los métodos de cultivo eran totalmente desconocidos e Inglaterra se convirtió, por cincuenta años, en un verdadero cementerio de orquídeas, traídas desde Venezuela. De montones de cargamento las crónicas relatan que los revendedores se sentían satisfechos si podían salvar unas 2.000 plantas. Y las venderían en una guinea cada hoja. De todas ellas las que más gustaban eran las cattleyas.

La historia de este descubrimiento en Inglaterra es sorprendente. En 1818 llegó a Inglaterra un cargamento de musgos y líquenes, desde Brasil. Para reforzar las paredes del cargamento y reforzar la humedad, durante la travesía, colocaron unos bulbos carnosos desconocidos en Inglaterra. El señor William Cattley salvó las plantas del basurero extrañado por tan extraña fisonomía. Para su sorpresa, en 1821, se produce una flor extraordinaria, grande y morada. Esto generó la cacería mas extraordinaria sobre esta especie que resumiremos en una carta del Sr. Sander: “… Adiós por hoy y quédese en buena salud. Si usted termina como ha empezado, no quedará en Venezuela una sola buena mata de orquídea que encontrar…”. De este tipo de historias está lleno el Nuevo Mundo.

El parque público en Venezuela en el siglo XIX

La primera iniciativa para realizar un parque público en Venezuela surge de los privados. Serían Hernán de Tovar, Guillermo Willet y Esteban Ponte, el 4/10/1852, que se dirigen al Concejo Municipal para obtener la concesión de un lugar frente al Cuartel San Carlos. Piden dotación de agua y enseres para su mantenimiento. Y presentan un proyecto del Ingeniero polaco Alberto Lutowski. El mismo se compone de una alameda con tres filas de árboles y «un parque inglés». Fue acogido con beneplácito y el propio presidente, Carlos Soublette, colocó la primera piedra. Fue iniciado, pero nunca concluido. Para 1859 era la Guerra Federal y el país estaba políticamente muy complicado.

Vendrían después los parques promovidos por Guzmán Blanco. De todos destaca El Calvario —con ese toque francés que tanto le gustaba—.

Siglo XX

Para la época perejimenista destaca el paseo de los próceres, de Malaussena. Con ese aire rígido propio de las dictaduras. También Carlos Raúl Villanueva se preocupó por los jardines y diseña el Jardín Botánico de Caracas. Un horticultor suizo,  August Braun —que se quedó con nosotros—,  fue su cuidador. Y cultivó especies de palmas del mundo, con la ayuda del Capitán Harry Gibsson. Villanueva, con gran acierto, colocó un mural de Wifredo Lam en el edificio central. Nadie como Lam para unir el paisaje tropical con las deidades afroamericanas.

La revolución de nuestros jardines y parques vendría con Roberto Burle Marx, quien nos deja una joya: el Parque del Este. El hombre que aprendió a valorar el trópico en el jardín botánico de Berlín. Burle fue una mezcla de arquitecto, paisajista, artista y botánico. Conocía todas las especies, sabía cómo se comportaban, en que medio trabajaban. Todos sus secretos. Con el empuje de Carlos Guinand, al lado de botánicos como Francisco Tamayo, Tobias Lasser y Leandro Aristigueta, se dan a la tarea de concebir el parque más emblemático de Venezuela.  Burle trajo a Caracas árboles de la selva guayanesa y brasilera. Rescata y valora la flora tropical, la coloca en los lugares apropiados, valora las vistas, estudia la topografía. Trae y mueve rocas. Los obreros se extrañaban de ver a un señor moviendo piedras, de un lado a otro, con grúas. Y ese montón de matas que consideraban maleza trayéndolas en camiones.

Lo que antes era «monte» se convierte en exuberancia. Lo que no mirábamos por cotidiano empieza a convertirse en extraordinario. Las bromelias que eran despreciadas comienzan a ser protagonistas, pero también las palmas, las especies acuáticas, las xerofitas, las heliconias. Nada es olvidado. Y el Ávila se convierte en protagonista de fondo de ese paisaje.

Los caraqueños tenemos en el Ávila el jardín vertical más grande que podamos imaginar. Esa hermosa montaña que nos saluda, de diferentes colores, en distintos momentos del año. A partir de ese momento, la  gente comienza a subir al cerro, a descubrir sus quebradas y senderos.  Toda la maravilla de la luz del trópico, de las flores y frutas o del color y sonido de las garzas, guacharacas y guacamayas.

Burle Marx nos enseñó a valorar lo nuestro. Nuestros colores, vistas y aromas. Las historias cambiaron a partir del momento en que el brasilero entiende y valora la flora tropical latinoamericana. Su acción indica que el paisajismo es una dimensión utópica que confirma el hecho de que un jardín representa una metáfora visual de la felicidad. Pueden ser jardines geométricos franceses o italianos, más adaptados al paisaje como los ingleses o con la libertad y colorido de las zonas equinocciales. Pero nada es más parecido al edén que un jardín.

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