El pianista y compositor ruso Alexander Scriabin dijo una vez: “Soy un momento de eternidad iluminada, soy afirmación, soy éxtasis”. Coetáneo suyo, al pintor valenciano Joaquín Sorolla la luz le dibujaba impresiones fugaces de lo que después sería pintura sobre lienzo inmaculado. Míticas son también las sombras proyectadas en las profundidades de la caverna de Platón, que no cesa en su empeño de encontrar la luz que guíe al conocimiento humano.
A partir de la explosión primigenia del big bang, la abstracción que suponía la idea de rozar el infinito se materializó en un universo donde el devenir constante de estaciones, equinoccios, solsticios, día, noche se sucede en un eterno retorno cíclico cuya promesa subyace en la posibilidad de contemplación presente.
En esta sucesión rítmica de acontecimientos el ser humano comenzó a buscar su nicho en la Tierra, como el planeta su sitio en la inmensidad inconcebible del universo. Y empezó a jugar en una carrera contra el tiempo, a favor de la luz. Así es, la luz articula con sorprendente habilidad nuestro día a día, siendo uno de los principales estímulos que coordina, regula y sincroniza nuestra actividad orgánica en el tiempo.
Ritmos circadianos
El biólogo evolutivo británico William Hamilton sostenía que el mantenimiento de una especie depende de su versatilidad y que solo quien cambia permanece fiel a sí mismo y, podríamos añadir, al medio ambiente que le rodea. La evolución ha hecho coincidir el funcionamiento interno de los seres vivos con la condición cambiante del mundo exterior en unas fluctuaciones cíclicas en el tiempo conocidas como ritmos circadianos.
Los ritmos circadianos son ciclos de regulación endógena, de una duración aproximada de 24 h –la palabra circadiano proviene del latín circa diem, que significa aproximadamente un día–. Surgen como una adaptación evolutiva que nos permite anticiparnos, prever cambios en el entorno para ser capaces de responder de manera más eficaz.
Estos ritmos pautan o dictan procesos como el momento de hibernación, cortejo y reproducción, las variaciones de peso o los cambios hormonales en animales y plantas. Además, en humanos controlan importantes procesos con implicaciones moleculares (expresión de genes), metabólicas, fisiológicas (regulación de la temperatura corporal, frecuencia cardíaca, sueño y producción de melatonina, insulina, glucagón) y conductuales (humor, funciones y actividad cognitiva).
¿Cómo recibimos la información lumínica?
Las mentes y almas más espirituales dirían que “somos seres de luz”. Para nosotros, los mamíferos, la alternancia entre luz y oscuridad, controlada por el binomio día/noche, representa como hemos dicho la señal de ajuste más importante de nuestros ritmos circadianos.
El núcleo supraquiasmático, una minúscula estructura ubicada en el hipotálamo anterior, una de nuestras áreas cerebrales, funciona como reloj maestro o central, monitorizando la intensidad de luz que recibimos.
Este estímulo se percibe también a nivel ocular, en la retina, y, vía tracto retinohipotalámico (una autopista ojo-cerebro), la información desemboca en el citado núcleo, encargado del control de las funciones de nuestros órganos periféricos gracias a la regulación de la liberación de hormonas como la melatonina.
Mediante esta cascada de sucesos, el director de orquesta, el núcleo supraquiasmático, batuta en mano coordina a sus súbditos instrumentistas, los órganos periféricos.
Evolución del sistema circadiano
La regularidad en el orden temporal interno del ser humano requiere de un proceso de maduración desde su nacimiento hasta la etapa adulta.
El feto, fuertemente conectado a la madre, recibe constantemente señales cíclicas producidas por esta, que le informan del momento diurno/nocturno según, por ejemplo, las concentraciones circulantes de melatonina sanguínea en ella. Los ritmos circadianos fetales, como el de melatonina y el de cortisol, son en su mayoría todavía regulados por la madre.
El nacimiento supone el momento crítico. Se establecen nuevas conexiones nerviosas dentro del núcleo supraquiasmático y hacia otras regiones del cerebro del recién nacido ya independiente, que deberá adaptarse progresivamente a las nuevas señales ambientales a las que está expuesto.
A los tres meses de vida, su ritmo de sueño-vigilia comienza a consolidarse. A los dos años, alcanza el máximo de conexiones nerviosas del reloj central. Durante los primeros años de vida, los ritmos circadianos conseguirán la periodicidad diaria que caracteriza la etapa adulta.
Luz-oscuridad-enfermedad
En el momento en el que nuestro antepasado Homo sapiens decidió encorvar su espalda y postrarse frente a un ordenador desde su postura erguida, pusimos un pie en el mundo global, tecnológico y de sobreestimulación que nos gobierna. En nuestro estilo de vida actual, a menudo, tomamos la dirección contraria a la que dictan nuestros ritmos circadianos (ruptura del ciclo de sueño-vigilia, comer a deshoras, estar expuestos a luz artificial por la noche), lo que se denomina cronodisrupción.
Estos patrones de comportamiento, se cree, podrían estar estrechamente relacionados con el riesgo de desarrollar enfermedades como el cáncer. De hecho, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC) han clasificado el trabajo a turnos (donde la ruptura del ciclo luz/oscuridad, sueño/vigilia es continua en el tiempo) como un posible carcinógeno humano.
El tic-tac desajustado del reloj circadiano tendría previsiblemente efectos más severos en órganos como el hígado o el intestino, dado que presentan ritmos de 24 horas en muchas de sus funciones. Se conoce que animales con genes mutados del reloj circadiano como Bmal1, Per1 y Per2 desarrollan procesos tumorales con mayor frecuencia, ya que estos parecen actuar como supresores de tumores.
Luz al final del túnel
Estudiar el papel de la cronodisrupción y de la alteración de nuestra sincronización con los ciclos de luz y oscuridad podría suponer un avance en el conocimiento de enfermedades como el cáncer.
Somos un ecosistema íntimamente ligado al medio, y la luz, en una exquisita promesa biológica, actúa de engranaje y circunscribe la actividad de nuestros relojes central y periféricos al son rítmico de un mismo compás.
La luz, como al músico, al pintor y al filósofo, nos dirige, nos coordina, nos moldea indiscutiblemente en esta vida, en el sentido inexorable de las agujas del reloj.
Este artículo resultó ganador de la II edición del certamen de divulgación joven organizado por la Fundación Lilly y The Conversation España.
Claudia García Cobarro, doctoranda e investigadora en el grupo Fisiología, Nutrición y Cronobiología, Universidad de Murcia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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