Nunca tendré autoridad moral para reprochar al que se va del país argumentando la grave e inocultable pesadilla de más de veintitrés años que padecemos en el país, así como tampoco al que se queda –pudiendo o no irse- con la convicción de poder hacer algo desde este suelo.
Llamar cobarde al que se va, o pendejo al que se queda, no es solo simple cicatería o sencillez de criterio, es una barbaridad deleznable, una injusta apreciación del contenido y la significación de tamaña decisión; es, además, una evidente señal de enanismo intelectual, propio del que ve todo en un cuadrito y no precisamente de los tantos que componen la obra del maestro Carlos Cruz-Diez que se exhibe en un pasillo del aeropuerto de Maiquetía.
Se trata de defender el derecho de los que quieren irse, y desde luego –como se ha dicho- de los que deciden quedarse. Porque eso es la libertad, albedrío, en eso consiste el ejercicio de las libertades públicas, personales o individuales, a pesar del desgobierno que se empeña en coartarlo a cada rato, sin miramientos y teniendo en mala hora entre sus garras, todo el andamiaje del poder del Estado.
Por eso me preocupa que no seamos capaces de darnos cuenta de que el país va por un despeñadero, cuesta abajo en su rodada, como llora el tango. Incapaces de ponernos de acuerdo en un tema tan fundamental como es –ya no una percepción- sino un hecho triste, una terrible realidad, un desolado infierno que nos dejó aquel milico golpista, hoy en manos del gobernante que dice ser su hijo, y de su equipo ineficiente que no han podido dar hasta ahora ni una señal de rectificación.
Por el contrario, continúan las amenazas a los medios y a todo aquel que piense distinto, el populismo que ofrece y ofrece dádivas y canonjías, y el señor que manda se ufana de ser un buen conductor de autobuses. No denuesto el oficio de chofer, no. Nos hemos referido al uso grosero y recurrente de esa práctica populista para consolidar esa otra metáfora de la pobreza que es el chavismo.
Polarizados estamos porque a eso nos ha llevado el lenguaje incendiario del chavismo, y desde luego, hemos caído en esa trampa, en esa odiosa estrategia. A los que hoy profesan esa tesis delirante como forma de gobierno, les ha funcionado poner a pelear a la oposición democrática venezolana; dividirla es su propósito y sobre todo en época electoral, cuando saben que desde hace rato ya no son mayoría, que el país necesita y clama un cambio, que Venezuela merece ser gobernada por otra gente comprometida con su futuro, empeñada en corregir errores y subsanar las omisiones en que ha incurrido esa cosa aposentada hoy en Miraflores.
Estamos polarizados, y así lo consigno en esta ligera radiografía del país, este triste retrato hablado de lo que somos y que muchos no queremos que sea. Y además nos duela en el alma y la piel.
Esa misma situación dilemática nos ha llevado a no entender que para ser libres, expresar o decidir con albedrío nuestra vida personal, familiar o social, debemos respetar al otro, no solo en la participación en los asuntos públicos, sino también y necesariamente, aceptarnos en nuestra privacidad y defenderla.
Debemos echar a un lado, desestimar cualquier intento de presión, no aceptarla de nadie que pretenda imponernos algo que no queramos, o aquello con lo que no estemos de acuerdo.
“Ningún hombre puede ser dueño de otro”, decía Epicteto. Por cierto, es probable que mis hijos se vayan, mis ojos lluevan y deba prepararme para el regreso.
Ya me tocará, quizá, mirar de nuevo la profusión de vallas y propaganda chavista en Maiquetía, la misma que desgracia cualquier llegada y hace más infeliz toda partida.
Castigos innecesarios: atacar al que se va, criticar al que se queda.
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