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Secretos de un porno star

Cuando la industria de la pornografía ya producía ganancias solo superadas por el tráfico de drogas de armas, pero todavía no irrumpía en Internet, el joven cronista Emilio Fernández, hoy Abdul Wakil, reportó los entresijos de una película XXX como protagonista
Por Relatto
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Después de años de dedicación, uno puede interpretar a Hamlet o a Ricardo III, incluso a Romeo. Puede lograr, al cabo de un tiempo, una imitación más o menos digna de Marlon Brando en El padrino o de Al Pacino en Caractortada. Puede personificar a Terminator, a Batman, al Pingüino, a Neo, a Rocky. Puede concebir el papel que se le ocurra, armado de tenacidad y con buenos maestros; pero hay algo sobre lo cual nunca obtendrá resultados: jamás podrá actuar una erección. No hay forma de ordenarle al cerebro: “Vamos, amigo, necesito que liberes suficiente óxido nítrico para que se dilaten los vasos de ya sabés dónde y la sangre fluya como champán”. A la inversa, el asunto es también desalentador: una concentración demencial exige contener el semen en el bulbo de la glándula próstata, el último trampolín antes de saltar a 45 kilómetros por hora y zambullirse con 200 millones de espermatozoides junto a un poco de azúcar, sal, potasio, zinc, vitamina C, calcio, colesterol: la medida, digamos, de una cuchara de té.

Al parecer, no hay grandes misterios en torno a esta tubería de fibras musculares y terminaciones nerviosas, esta diminuta antena masculina que, desplegada, mide un promedio de 14 centímetros y capta un fluido de dinero anual que alcanza los 56 mil millones de dólares —sólo lo superan el tráfico de drogas y el de armas—. Pero algo más debe haber. Si no, miren a estos tres hombres en calzoncillos agitando sus terminaciones nerviosas en las bambalinas de un set de cine en Buenos Aires, buscando por todos los medios tentar a ese último rincón auténtico que nos reserva la humanidad, mientras contemplan a una pareja que va desprendiéndose de todo, y esperan su momento de entrar en acción.

porno star

Cicco debutando como actor porno en Buenos Aires

El primero es Héctor, un actor que lleva diez años en el rubro de películas XXX, un maestro mayor de obras que hasta que no se quita los pantalones uno no termina de entender por qué se mantiene tanto tiempo en el mercado. Lo conocí en el estreno de su última película junto a su esposa, Fiamma. “Si la soltás a Fiamma —me advirtió el director Víctor Maytland—, se encama con todos, vos incluído”. En italiano, “fiamma” significa “llama”. Maytland la bautizó así. Dice que no hay palabra que le calce mejor que esa.

En aquella fiesta, vi a Fiamma hablando con medio mundo, jugando con las braguetas de otros actores y despidiéndose con un llamativo latiguillo —“cuando quieras”—, mientras su marido bebía gaseosa en un sillón. Héctor tiene un sello que lo hace único: en las películas, antes de penetrar a quien sea, se escupe como dándose la bendición. Pero esa noche no escupió nada. Al menos, nada valioso.

El segundo en el set es un pobre actor de reparto, con rulos y cara de rosca navideña, un pobre hombre que tuvo participaciones fugaces en publicidades de golosinas y que espera su momento de gloria. No va a ser éste, pueden apostar. Sus ojos irradian chispas azules, y de sus calzoncillos, hasta ahora… déjenme ver… no asoma nada.

El tercero es pelado, tiene tatuado el logo gonzo del periodista Hunter Thompson en el revés de la mano. Una dosis de sildenafil 50 mg —viagra, bah— le ruboriza las mejillas, y se pellizca la entrepierna para plasmar el efecto. Posee una rara habilidad para convertir a personas decentes, reflexivas y célebres, en enemigos rapaces, furiosos y gritones. Piscólogos, periodistas, conductores, la provincia completa de Santiago del Estero y el gremio de los magos, saltarían en una pata si en este momento un rayo lo partiera en dos. Se tiene bien ganada su mala fama. Lo han visto en la campaña presidencial de Eduardo Duhalde preguntando al futuro mandatario si miraba películas condicionadas, y también lo han visto en una fiesta swinger, cumpliendo aparentemente tareas para la revista donde trabaja.

Un placer, ése hombre soy yo. ¿Pero cómo llegué a convertirme en pornostar? ¿Cómo llegué a poner un granito de arena en un mercado que se inició con los hermanos Lumire y que genera sólo en los Estados Unidos 750 millones de dólares al año por el alquiler de films XXX, un rubro que recauda más que la NBA, la NFL y el béisbol juntas?

Hablemos a calzón quitado; al fin de cuentas, es por eso que llegué adonde estoy ahora. El mercado de la pornografía no lo administra un puñado de viejos verdes roñosos desde cubículos horripilantes donde encierran a sus actrices y les pagan con sopa instantánea. General Motors, Time Warner, Visa, las cadenas hoteleras del Hilton, Marriot, Hyatt, Holliday Inn y el Sheraton suman 14 millones de dólares a sus cuentas gracias al negocio del XXX. A eso agreguémosle que medio planeta sobrevive con dos dólares al día, que casi 27 millones de personas viven como esclavos, y que el mundo va directo a una eclosión social. En ese orden de cosas, no vamos a alarmarnos por mis pecados juveniles, ¿no es verdad?

Junto a la puerta del estudio, cerca de la caja de empanadas y las gaseosas, hay una pila de contratos. Cada vez que alguien termina su escena, le palmea la cola a la actriz, se despide del director como si acabara de convertir un gol, toma uno de esos papeles y le pone su firma: cinco cláusulas donde uno se compromete a autorizar a que el director haga con su imagen lo que le plazca, donde se somete a usar preservativos y a estar todo lo sano posible. En pocas palabras, le vende su alma al Diablo. Yo se la vendí y hasta ahora no ha venido a cobrarme. Debe estar con mucho trabajo.

Luego de esto, ninguno de nosotros soñará con lanzarse como político —Cicciolina hay una sola—, ni como jurista, ni como maestro de jardín de infantes. Tendremos el doble de problemas con la policía, con las asociaciones religiosas y con nuestras madres. Nuestra autoridad en las reuniones de consorcio se depreciará notablemente. En algún momento, tendremos una discusión sobre esto con nuestras parejas; y otra, imposible de saldar, con nuestros hijos. La clase de decisión equivalente a tirarse por un barranco de lodo que desemboca en un océano de bosta. Desde la plataforma de lanzamiento, se observan decenas de carteles que advierten que el barranco es de lodo y el océano de bosta. No nos importa. Estamos orgullosos de eso. Excepto que el orgasmo se frustre, obligando al director a arrojar al aire leche cultivada o crema de enjuague —la crema es más convincente, el problema es cuando entra en los ojos—, cada uno de nosotros se muere por invitar a sus amigos al estreno y salir a festejar. Toda persona con algo colgando entre las piernas considera que este es el mejor método para estimular el orgullo. Mejor incluso que el de encamarse con alguien y después contárselo a los amigos. Es más directo y efectivo, e incluso uno puede mostrárselo a sus hijos y decirles: “Miren a papá: de joven era un guerrero”.

Pero volvamos al set de filmación.

El tercero de los actores en el set es pelado, tiene tatuado el logo gonzo del periodista Hunter Thompson en el revés de la mano

Un matrimonio empieza a tener sexo oral, mientras Héctor los va guiando como si fuera el director de la Scala de Milán. Luego da unos pasos hacia el centro de la escena, dice “permiso” y, frente a la chica, deja caer la carta de presentación que lo lanzó al estrellato. Un hombre con modales: volverá a pedir permiso antes de abrirle las nalgas, ofrecerle aceite y estocarla. El marido retrocede un poco. Imagino, asombrado.

En ese momento ingresa Massar, un angolés compacto, inmenso y negro. La grabación se detiene. Las chicas se ponen en puntas de pie y tratan de besarlo donde pueden. El director, que conoció a Massar como barman de un pub de avenida Corrientes, le da la bienvenida. “Quiero actuar en película suya”, le dijo esa vez el moreno. Maytland ya lo sumó a dos producciones. Al verlo no quedan dudas: en el porno, los negros tienen todas las de ganar.

Esta película se realiza básicamente con actores amateurs, y es la quinta de la serie Porno debutantes que dirige Maytland —con 30 films de su cosecha, es uno de los cineastas más populares de Sudamérica—; pero él se ocupó de convocar a Héctor para asegurarse un buen ritmo, adornar la coreografía y ponerle sabor al asunto. Llevará cuatro días de grabación, y el productor desembolsará ocho mil pesos para sacarla al ruedo. Por una escena, los hombres se llevan cien pesos; las mujeres hasta 400. La película se exhibirá durante una semana en un cine céntrico del circuito porno y luego harán 600 copias de video.

Una película XXX recibe el mismo tratamiento que una vaca en el matadero: no se tira nada y con las sobras se hacen morcillas. Las escenas que Maytland no incluye, las exporta a Estados Unidos donde hacen compilados latinos. El negocio prospera. Años atrás, estas películas se estrenaban miserablemente en salas de cine con un puñado de vejetes en butacas pegajosas. Ahora las cosas son diferentes.

Durante el estreno en el que conocí a Héctor y Fiamma, llegó la protagonista de la película con su novio y fue presentándole a los demás actores. El joven estrechó debidamente sus manos y les sonrió a todos. Aún recuerdo aquella introducción. “Amor, este es Jorge. En la primera escena me sodomiza con flores. Estos son Carlos y Raúl, que tienen una pistola de goma y me hacen de goma al final”. Había que estar en los zapatos del novio y aguantar toda esa mierda sin que se le moviera un pelo. En cuanto a mí, no estaba preocupado de que me ocurriera algo similar: en ese momento no tenía novia. Y además, desde hace cinco años, no tengo pelo.

Desde un costado del set, percibo que el Viagra acaba de activarse como una sevillana automática y hago una seña al director para entrar en escena. Es la primera vez que tomo una de esas pastillas. Recomiendan empezar con dosis de 25 mgr. Pero yo me tragué una de 50 con un litro de cerveza. No soy experto en Viagra, pero podría rendir un doctorado en películas XXX. He visto las mejores del mítico John Holmes —30 cm de entrepierna, 2.200 films, 14 mil mujeres; empezó como stripper y acabó muerto de HIV en 1988—, y fui espectador de las sesiones a los cachetazos del gran Rocco Sifredi —28 cm, 600 films en diez años, 3.000 mujeres, se masturbaba desde los nueve—. Ellos brillaron con luz propia. Aunque su éxito dependió más de su actitud que de sus dotes.

Puede hacer la prueba usted mismo: contrate a una modelo top, llévela a las islas Fidji donde la sodomicen cuatro hombres, un caballo y tres hamsters, y si el asunto no lo entusiasma, su película resultará un fracaso. En cambio, emplee a un ama de casa. Llame a un hombre que le resulte atractivo y que la penetre con todos los utensilios que encuentre en los cajones de la cocina. Ahora sí estamos hablando de un filme en serio. Químicamente puro.

En épocas en que las películas más taquilleras acumulan trompadas, tetas, heroismo, conflictos raciales, thriller y colas en 120 minutos, el porno se toma un respiro. Es el último de los productos rentables que conserva su esencia original. Un chico conoce a una chica, se gustan y a la cama. Con variantes dentro o fuera de los márgenes de la ley, es la historia más antigua del universo, la razón por la cual el mundo sigue girando. No hay trucos. No se pueden inventar orificios nuevos ni miembros bicéfalos. Es el género humano expuesto en su razón de ser.

Para hacer mi personaje no estoy obligado a memorizar nada. No tiene espesor ni conflicto psicológico. Soy yo, desnudo y cubierto de lunares como un leopardo, a los pies de un sillón.

En épocas en que las películas más taquilleras acumulan trompadas, tetas, heroismo, conflictos raciales, thriller y colas en 120 minutos, el porno se toma un respiro

En verdad, los actores porno, más que actores son titiriteros. Ya me hablaron de erecciones torcidas, tirantes, venosas, gomosas, dudosas, desproporcionadas. Y de la no erección, el nombre del fracaso. Un capullo cerrado sobre sí mismo, acordonado por infinitos pliegues, el germen de una flor azotado por la helada.

Las erecciones dominan el mundo. Convierten a jueces, presidentes, ministros, doctores de Harvard, en monigotes descerebrados, en peleles sin cura y sin poder de autocontrol. Estas cosas nunca han cambiado ni cambiarán.

Por mi parte, necesito que delante de cámara mi erección sea equilibrada, elástica, y que funcione como lo que es: una extensión de mi propio cuerpo, contenida y obediente, pues la mayoría de las veces actúa por su cuenta. Cuando descubro que ella pensó por mí, normalmente me encuentro en un cuarto con persianas bajas a dos horas de casa, con alguien de quien quiero escapar, o despierto con la sensación de que mi caja de ahorro ha sido saboteada por mi otro yo con fines poco santos. Mejor dejar atrás esas pesadillas.

Entro en escena y las cosas marchan bien durante los primeros minutos. Mi erección es tan contundente que pienso que acabo de captar la señal de una radio de Medio Oriente. Héctor hace chistes —“Esta foto es para el álbum familiar” o “Tu esposo no se va a enojar por esto, ¿no?”—, mientras el marido de la chica se esconde detrás de un sillón buscando mantener la erección. Viéndolo desde mi lugar, parece como si buscara asesinar a un oso de peluche ensartándolo con alfileres.

Yo no necesito eso, así que hago chistes con Héctor. Es un rito ameno. Libre de pecados. O así parece. Traci Lords, la mítica estrella porno, inició juicio a sus directores por hacerla actuar cuando era menor de edad, y consiguió una fortuna. Linda Lovelace, la actriz de Garganta profunda, acusó a los productores por someterla a grabar escenas a punta de pistola, pero nadie le creyó.

«Luego de esto, ninguno de nosotros soñará con lanzarse como político —Cicciolina hay una sola—, ni como jurista, ni como maestro de jardín de infantes»

Héctor se echa más aceite y pide preservativos. Hay muchas luces encima del set, así que prácticamente no vemos lo que ocurre detrás. En verdad, nadie piensa en lo que ocurre detrás. Si nos interesara, veríamos al actor de publicidad de golosinas aún en el banco, víctima del miedo escénico. Vino hasta aquí para ganarse unos billetes. Se quitó la ropa, y le aseguró al director que entraría después de mí, pero en un momento volvió a ponerse los pantalones y ahora no piensa quitárselos, al menos, hasta que necesite ir al baño.

Como observo que el marido tiene para rato detrás del sillón, me coloco delante de su señora. Antes, había paseado un rato por el resto del cuerpo. En este rubro, un buen actor es aquel que mejor abastece orificios. Es necesario estar en el lugar correcto en el momento adecuado. Por otra parte, hay que ser medidos. Esta mujer es madre de dos chicos. Debe haberlos dejado en casa de la abuela, y ahora está con lencería de cuero, despatarrada y contorsionada. Horas más tarde los recogerá, preparará la cena para cuatro, y las cosas volverán a la normalidad. Pero el tiempo se ha detenido en el set de filmación. Ella abrió un paréntesis de pánico y locura en su vida. Todo lo que uno quite o introduzca permanecerá impreso en una cinta para la eternidad. Por mi lado, no tengo ningún prejuicio moral ni religioso al respecto. La Fuerza Aérea, la policía, los cirujanos plásticos, todos tienen un santo patrono que cuida de ellos. Los actores porno no tenemos a nadie. Es mejor así.

A esa altura, descubro que en mi cuerpo se ha producido una reacción en cadena, como si acabara de abrir la canilla de agua caliente. Cualquiera sea el fenómeno, es irremediable. El tracto urinario se cierra y el fluído se concentra en mi glándula próstata, el signo de que algo inminente está por ocurrir. Le grito al cámarografo: “¿Querés acercarte para tomar un primer plano de esto?”. “¿De qué cosa?”, pregunta. “¡De esto!”, grito y bajo la mirada. En mi cabeza se suceden flashes de la infancia, una noche de amor en la playa con mi primera novia, un fogonazo de sexo en el baño con una compañera de trabajo. Bajo mi cintura, trenzas blancas que barren el aire, un cordón luminoso que traza un arco horizontal y la chica atrapa con la boca.

Cuando la cosa acaba, el cámara me da una palmada en el trasero. El iluminador hace un gesto de entusiasmo. Maytland hace señas con los pulgares hacia arriba y arroja una servilleta para que me limpie. La sensación final y definitiva de que, desde ahora en adelante, soy miembro estable del club.

 

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