Mi Papá, nuestro Papá se llama Carlos Gustavo. Y no lo digo en pasado porque, aunque acaba de marcharse, su herencia permanecerá en el tiempo como los árboles centenarios.
En este momento me llegan algunos recuerdos borrosos, unos pocos, porque las aventuras con Papá dan como para hacer un libro. No quiero escribir los malos recuerdos ahora… En todo caso, estas buenas remembranzas vienen como una lluvia en medio de la intemperie… En la que uno se siente mojado, pero por dentro, con los huesos traspasados de frío en noche oscura y llena de relámpagos ¡y tan lejos!…. Cuando alguien amado se va, algo se muere en el alma, pero algo renace también…
Papá, caraqueño-caraqueño, contaba que cuando él nació su mamá lo tuvo a escondidas. Fue una abuela que vi una sola vez cuando ya estaba viejita. Alguna compañera furtiva del abuelo. Papá decía que ella lo había parido y que el severo abuelo escuchó un llanto en el fondo del patio, detrás de las bombonas y lo encontró dentro de una caja de zapatos a la que ya se le estaban acercando unos ratones. La mamá no estaba, se había ido o la había corrido el abuelo ¡cómo saberlo! Cómo saberlo si esa fue la versión que le contó el abuelo y que Papá me contó. A Papá -nacido en Santa Rosalía- lo crió una tía, su madrina que era una santa, según sus palabras. Una mujer que se aterrorizaba cuando conversando con las vecinas escuchaba el tronar del carro del abuelo a una cuadra de distancia y entonces se ponía toda nerviosa: ¡Por allá viene mi hermano, yo me voy!
Papá tuvo solo una hermana a quien también corrió el abuelo -según nos enteramos- porque la muchacha se había enamorado de alguien con quien el abuelo se enfrentó en algún momento y hasta golpes se dieron. ¡Ese abuelo! ¡Tenía un carácter! Con razón, a los años, una sobrina le puso el abuelo Monster… Ese abuelo vivió con nosotros.
Los dos hacían una dupla muy unida, cerrada, de misterio y complicidades. Se apoyaban tanto… El abuelo siempre vivió con nosotros. Era como una sombra. Siempre he pensado que le hacía sombra a mi Papá, pero se veía que ellos se entendían y se querían mucho, se apoyaban. Gracias a nuestro abuelo, la casa siempre estuvo llena de cachivaches y de obras de arte. Siendo comerciante, marchand de arte y coleccionista, en la casa siempre hubo cuadros hasta en los baños. Cuadros originales, como originales fueron los artistas que conocimos sentados en la sala de nuestra casa: Tomás Golding, Jacobo Borges, Genaro Moreno, Fidel Santamaría, Jesús Soto, Carlos Cruz-Diez… ¡Todo un privilegio!
Todo el mundo le decía Gustavo, aunque su nombre de pila era Carlos Gustavo. Don Gustavo, como le llamaba mucha gente, se convirtió en héroe mayor el día que nos contó a sus hijos cómo era que había comenzado a trabajar en un banco… Pasó por varios durante más de cuarenta años… Era un cuento que echaba cada cierto tiempo…
El caso es que el abuelo le dijo un día que ya era tiempo de ponerse a trabajar para ayudar en la casa y así lo hizo él. Usaba una moto y se inició como cobrador. Pasaba el día de arriba para abajo sobre esa moto en aquella ciudad hirsuta y llegaba hecho un guiñapo a su casa todo lleno de los humores de Caracas. Eso fue hasta el día en el que un perro gran danés le salió al paso, lo tumbó de la moto y le mordió un tobillo que de vaina pierde el pie. Guardó reposo unos días porque así lo recomendó el médico y en el banco le habían dado permiso. Al tiempo se reincorporó y siguió siendo cobrador, pero ya no lo hacía en la moto, ahora iba en el carro de Lola, un ratico a pie y otro más adelante… Así pasaron los años y fue ascendiendo y ascendiendo hasta que le exigieron usar paltó y corbata. Tan serio y tan formal, tan elegante, tan profesional en sus labores que su prestigio se regó por otros bancos de donde comenzaron a invitarle a trabajar. Siguió estudiando y preparándose, se casó con la muchacha más bonita de La Pastora, formó familia procreando una hembra y tres varones, forjando futuro, como quien dice. Así, así, así fue escalando y escalando por mérito propio hasta que a los años llegó a ser hasta vicepresidente de uno de esos bancos. Así aprendimos sobre lo importante de la constancia, sobre el valor de lo conquistado meritoriamente a punta de talento, responsabilidad, virtud.
Sí, se casó con su negra Cumbacumbá, como le decía amorosamente. Aunque Mamá era una mujerona blanca, bella, tenía su nariz como la mía, como algunos de nosotros. Nariz de negra, nariz ancha para oler profundamente los olores que salían de sus ollas mágicas. Nariz de cuca de culebra, como decía a veces con picardía. Cuando los dos bailaban aquello era una gozadera. A Mamá y a Papá les encantaba bailar juntos y también nos enseñaron a mi hermana y a los tres hermanos. Mi Papá disfrutaba haciendo payasadas y bailando como Cantinflas. Siempre les gustó tener música en la casa y cada semana alguien venía con un disco nuevo para ponerlo en el picó y enseñarnos a bailar como ellos. La casa llegó a tener su discoteca propia de discos de pasta en 33 y hasta en 45 rpm; así como una biblioteca que fue creciendo con el tiempo. Se daban gusto coleccionando por fascículos la enciclopedia Salvat o algunas de esas otras que vendían en los kioscos; compraban libros y nos ayudaban con las tareas de la escuela, sobre todo Mamá. A Papá le encantaba sentarse a leer la prensa los domingos. Leía las noticias en voz alta como si las estaba transmitiendo por una radio invisible. Hay que estudiar, decían. Hay que estudiar, sí, decía mi Papá con ahínco apasionado. Tienen que estudiar para que se hagan doctores. Estudien lo que ustedes quieran para ser mejores y hasta hacerse doctores ¡Doctores en botar mierda, si ustedes quieren, pero hacerse doctores!
Éramos solo dos hermanos cuando vivimos en La Victoria y, cuando mi Papá llegaba en las noches de su trabajo en el banco, Mamá salía para abrirle el portón del estacionamiento, mientras que mi hermano y yo saltábamos y cantábamos a coro: ¡¡Mi-mí Pa-pá, Mi-mí Pa-pá, Mi-mí Pa-pá!! Aquello era un jolgorio con esas palabras mágicas y la casa se volvía un festín. Mamá servía la rica cena que siempre preparaba y nos sentábamos a comer más contentos que unos papelillos.
Cuando Papá nos llevaba al estadio donde narraba los juegos de beisbol, aquello era un bochinche, un jolgorio. Nos pedía silencio cuando nos metía en la pequeña caseta de transmisión donde desarrollaba su faceta de locutor deportivo y comentaba las jugadas y entrevistaba a los jugadores y hacía sus cuñas que llevaba escritas en una libreta hecha por él mismo, con textos redactados y escritos en la vieja máquina de escribir que le había regalado el abuelo. Una máquina portátil y mecánica que llevaba para todas partes y todavía conservo. Nos brindaba frescos y raspados, algodón dulce y cotufas. Aquello era tan alegre como cuando le veíamos poner su uniforme para irse a cubrir la primera base en los juegos de sofbol en los que participaba con alegría de muchacho. Hay que hacer deporte y mover el cuerpo, porque el que no lo mueve se le oxida. De él heredé el oficio de radionauta y hasta llegamos a producir programas juntos.
Con Papá ¡y también con Mamá, por supuesto! aprendimos sobre la maravilla de combinar libertad y compañía. Como viajaba mucho, fundando nuevas oficinas del banco por aquí y por allá en nuestra amada provincia, pasaba largas temporadas fuera de casa. Había ocasiones en las que los viernes ya estaba de vuelta, estábamos completos y no nos faltaba nada. Entonces, cuando llegaban nuestras vacaciones escolares nos llevaba a pasear a la ciudad donde estuviera. Así fuimos conociendo todo el país, recorriéndolo de punta a punta en alguno de sus carros que cuidaba con tanto esmero. Íbamos cantando y echando vaina en ese carro para arriba y para abajo. Lugar al que llegábamos, lugar donde nos recibían con cariño porque ya se habían hecho amigos de Papá ¡Don Gustavo, bienvenido! ¡Y bienvenida toda su familia! Lecciones de ternura y de la maravilla de hacer amigos, enseñanzas sobre la importancia de portarse bien y volver siempre para regar las flores sembradas en el camino.
A veces íbamos por alguna carretera que se terminaba súbitamente y él, de lo más calmado, decía: ¡Vamos a meternos por aquí! ¿¡Pero para dónde nos llevará ese camino!? preguntaba Mamá o alguno de nosotros y él respondía: No sé. No lo sé, pero a algún sitio llegaremos ¡Y por ahí nos metíamos hasta llegar a algún pueblo o a algún caserío que no salía ni en el mapa! Así nos hicimos curiosos y amantes de un país intrigante, enorme y bello. Así aprendimos a ser curiosos y aventureros, a amar a esta tierra nuestra y a su gente maravillosa.
Un día, fue con uno de sus hijos pequeños a un taller mecánico de un viejo amigo de la familia. Un experto en arreglar carros ingleses como los dos Jaguares que había en la casa. Al hijo lo dejaron cuidando el taller mientras iban a probar un carro y al muchacho del carrizo no se le ocurrió mejor idea que ponerse a jorungar la cantidad de llaves que estaban en la gaveta del escritorio lleno de grasa, papeles viejos y llaves. Encontró un llaverito que era una pequeña navaja, diminuta. Le gustó tanto la navajita que la separó de las llaves y se la embolsilló ¡Carajito! Regresaron los adultos, el muchacho revolvió rápidamente todas las llaves en el deseo imposible por ordenar todo aquello. Se despidieron, ya caía la tarde. Llegaron, cenaron y se fueron a acostar. El muchacho no se podía dormir. Pasaron los días y el mantenía la diminuta navaja en el bolsillo como si llevaba un gran tesoro. A los pocos días, el mecánico llamó a Papá y le enteró de lo sucedido. Se acercó al hijo, le preguntó y -con mucha vergüenza- el muchacho le confesó que él se había traído la navajita. Aquí está. Papá se le quedó mirando un buen rato antes de decirle que mañana regresarían al taller para devolverle la prenda al amigo mecánico y ofrecerle disculpas. El muchacho tragó grueso, tosió, quiso argumentar a favor, pero Papá se mantuvo firme y así regresaron al día siguiente para devolverle la prenda al mecánico y ofrecerle disculpas. Fue una lección de respeto por lo ajeno, de honestidad.
Un día domingo, me acuerdo que estaba lavando los carros ¡Qué fastidio! Aquello era una ladilla cada fin de semana. A veces los lavábamos entre todos, después nos pusimos de acuerdo para repartirnos aquella faena. Un fin de semana mi hermano mayor, otro fin de semana yo. A veces ayudaban los pequeños que fueron llegando ¡qué lavativa!, ¡qué broma tan seria! Lo cierto es que aquel domingo terminé de pulir el Jaguar, vi la llave en mi mano y prendí el carro. Sonaba serenito, parejito… Apenas llegaba a los pedales y, a duras penas, podía ver por el parabrisas. Como no había nadie y la cuadra solía estar vacía, arranqué mi nave, le di la vuelta a la redoma de esa calle ciega donde vivíamos y me fui por la recta de lo más campante. ¡Más contento que el carrizo! Cuando ya venía de regreso, veo, allá a lo lejos, a un señor corriendito hacia mí. Era Papá que me venía haciendo señas para que frenara. Frené más asustado que un conejo y para mi sorpresa, mi Papá se montó por el lado del copiloto y me dijo confiado: ¡Sigue, pues!
Siendo ya muchachos nos dábamos gusto los fines de semana haciendo peleas de Cachascascán en la casa. Nos enfrentábamos contra mi Papá. Mamá servía de réferi y sólo intervenía cuando ella sentía que la cosa se podía poner peligrosa. Pero peligrosa nada. Aunque nos hiciéramos llaves como las que hacían los luchadores de la lucha libre que aparecían en la televisión, aquello lo que era, era un cosquilleo a ver quién se rendía más rápido de la risa.
Se esmeraban en que no faltara nada en casa. Nos acompañaban siempre, dándonos amor con firmeza. Nos acompañaban en nuestras decisiones, nos aconsejaban continuamente. Iban con nosotros hasta a bautizos de muñeca. Celebraban cada logro con orgullo y alegría. Si había una graduación de alguno de nosotros, allí estaban ellos. Si alguno cumplía años, Mamá se esmeraba más que de costumbre en su oficio de pastelera y Maestra de Cocina y juntos eran los mejores anfitriones. Si alguno se iba o llegaba de viaje, allí estaban en el aeropuerto. Si había un concierto de la coral, allí estaban aplaudiendo en primera fila. Si era una presentación de teatro, ellos eran los primeros espectadores en llegar y, si alguno se caía, ahí estaban ellos dispuestos a darnos sus manos firmes, gentiles y tiernas.
Una vez me salvó de morir ahogado como un pendejo. Fuimos con una tía, su esposo y sus hijas a una playa, en Mamo. El mar está picado. No se vayan a meter muy hondo porque es peligroso, nos advirtieron todos los adultos. Estábamos jugando en lo bajito y, sin darme cuenta, la corriente me llevó lejos, a varios metros de la orilla, a muchos metros. Cuando acordé estaba chapuceando y tragando más agua que una esponja. Por allá en la playa, a lo lejos, vi que alguien se sacaba sus ropas en la carrera y se echaba a nadar hacia mí. Era mi Papá. Llegó hasta donde ya yo estaba a punto de desmayar, me hizo una llave de salvamento y me llevó hasta la orilla. Fue un 6 de enero, Día de Reyes. A ellos les agradezco siempre ¡y a mi Papá, por supuesto!
Papá amaba la mar y allí era pez en el agua. Ese hombre se metía en la mar hasta lo más hondo ¡siempre con su sombrero puesto! Se iba para lo hondo, pero tan hondo que al ratico usted lo que veía allá, lejos, era el puntico amarillo de su sombrero cerca de la línea del horizonte.
Alcanzar el horizonte es una de las más preciadas herencias que nos han dejado, que Mamá y Papá nos dejaron a los cuatro hermanos y a las nietas y nietos que se han ido sumando en el tiempo. Gracias, amables de nuestras almas y nuestros corazones. Pensar que ahora estarán juntos hace más llevadera esta sensación de orfandad… Pero, están aquí en nosotros, sí. Y sin dudas. De su semilla, nosotros, personas de bien. Les seguiremos honrando. ¡La bendición! Dios los tenga en su dichosa y santa gloria. Amén.
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