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«Quiebre epocal»

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Intentona golpista 4 de febrero 1992

Tras el derrumbe de la Cortina de Hierro emergen en Alemania abiertas y preocupantes manifestaciones de fundamentalismo, acaso por el trasiego de sus compatriotas orientales. Y coinciden en otro polo con el agotamiento del sistema democrático de partidos al término del gobierno del presidente Jaime Lusinchi y la insurgencia del llamado Caracazo en Venezuela, mientras ocurre la Masacre de Tiananmén. Habían transcurrido 30 años desde el triunfo de la Revolución cubana, el primer viaje a la Luna y el inicio de nuestra experiencia civil y democrática con el segundo gobierno de Rómulo Betancourt, tras el derrocamiento del régimen militar perezjimenista.

La corriente de deconstrucción cultural y política que emerge entonces encuentra como laboratorio propicio a América Latina. Y han pasado dos generaciones, otros 30 años más hasta que el COVID-19, seguido del aldabonazo de la guerra rusa contra Ucrania, cierra el tiempo que inauguraran a partir de 1989 la tercera y la cuarta revoluciones industriales, la digital y la de la inteligencia artificial.

Los causahabientes del socialismo real se quedan en la tierra. No viajan a Marte, pero tamizan su credo bajo la guía de cubanos. Entienden al sismo histórico que es evidencia actual y palmaria.

El caso es que demostrándose errada la tesis de Francis Fukuyama (El fin de la historia y el último hombre, 1992,) por predicar otro tiempo sin guerras ni revoluciones y de gentes más ocupadas de su bienestar, ella se hace veraz, pero nominalmente. La historia de las civilizaciones que ancla en el valor del espacio, desde donde el tiempo y en su avance forja tradiciones y modela comportamientos colectivos, llega su final. Y a esa historia la ilustra como paradigma el caso de Israel, pues al readquirir en 1948 el espacio para la formación de su nuevo Estado declara enfático David Ben Gurión, leyendo el acta de Independencia: “Eretz Israel ha sido la cuna del pueblo judío. Aquí se ha forjado su personalidad espiritual, religiosa y nacional. Aquí ha vivido como pueblo libre y soberano; aquí ha creado una cultura con valores nacionales y universales”.

Al espacio, pues, se le sobrepone la virtualidad, mientras que al tiempo se le abroga su sentido para darle paso a la cultura de lo instantáneo. Media, así, un auténtico «quiebre epocal». No presenciamos un cambio de época, tampoco de Era dentro de la historia humana, sino una ruptura epistemológica. El tiempo es el no tiempo.

Algunas élites académicas y políticas creen que la Venezuela sufriente y la Colombia que, eventualmente, podría repetir sus pasos, son la obra de un traspié, de errores cocinados sobre las hornillas del encono y entre sus dirigentes.

Decía bien José Ortega y Gasset, al efecto, sobre la importancia de no golpearnos con los árboles patentes si es que pretendemos imaginar al bosque y conocerlo, para constatar, eventualmente y en línea contraria a Zaratustra, que Dios no ha muerto.

En 1992 publico dos ensayos, uno de 1991 para la Revista Política Internacional, que intitulo “Memorándum sobre la Paz y el Nuevo Orden Mundial” y, el otro, “El Nuevo Orden Internacional y las Tendencias Direccionales del Presente” para el Anuario de ODCA, El reto democrático: América Latina, 1992.

En el primero afirmo que “la tergiversación maniquea que buena parte de la reciente literatura política ha introducido en su interpretación del fin de la bipolaridad internacional, predicando como dogma el final del Estado y de las ideologías y la definitiva mundialización de los valores del mercado, en buena medida es la responsable del impulso creciente de los fanatismos y de esa desintegración que hoy acusan, sin alternativas válidas, las organizaciones públicas contemporáneas”.

En el segundo doy cuenta de datos de la experiencia, sin persuadirme de la prédica del desencanto con la democracia -lo sostiene así Rodolfo Cerdas Cruz (El desencanto democrático: Crisis de partidos y transición democrática en Centroamérica y Panamá, San José de Costa Rica, 1992) adelantándose al Informe del PNUD de 2004, que busca cerrarle el paso a la Carta Democrática Interamericana de 2001. Refiero en lo particular, que “el 4 de febrero de 1992, luego de la noche precedente y al ritmo de las campanadas anunciando un nuevo día consagrado a San Juan de Britto, mártir de la cristiandad, una forma inédita de neofundamentalismo hizo su aparición en segmentos importantes de las Fuerzas Armadas” venezolanas. Era lo que importaba destacar, lo del fundamentalismo deconstructivo en cierne. No se lo hizo, ni aún se lo hace.

Los gestores del golpe, militares, dejaban de lado su identidad dentro de la institución militar, que es el molde histórico de la república desde inicios del siglo XX. El movimiento de los «bolivarianos» –como se autodenomina– borra, sin resistencias de opinión, a la historia conocida: “Resetea” la conciencia nacional.

Refiero, seguidamente, que “una vez contenida la revuelta, las autoridades civiles sorprendieron con la temprana liberación o el sobreseimiento de la mayoría de los alzados. Medió, apenas, una catarsis de mero contenido pedagógico que permitió la reincorporación de aquellos, sin reservas de peso, al desempeño de sus funciones militares ordinarias” a partir de 1992.

El primero de mis textos orienta la intervención del presidente Carlos Andrés Pérez ante la Asamblea de la Unesco, en París. El quid es que al segundo le fijo una introducción, a manera de petición de principio, sobre lo que observo ayer y se mineraliza como tendencia, y apenas se le comprende, con retraso, tras las rupturas de 2019.

“Las generaciones de venezolanos –afirmo– nacidas y amamantadas en la libertad y por ende ajenas a los desvaríos del autoritarismo, hemos ingresado a la corriente de cambios planetarios propulsada por el fin de la Guerra Fría. Súbitamente, no mediando respiro, descubrimos el significado de las llamadas fuerzas impersonales de la Historia; esas que, según W.E. Gladstone (1904) «empujan las cosas hacia ciertas consecuencias sin ayuda de motivos locales, temporales o accidentales».

Trátase –prosigo– de nuestra incorporación a la «primera revolución mundial» descrita en el Informe del Consejo al Club de Roma (1991) y que, habiendo hecho saltar la tapa de una olla de presión despierta fenómenos, devociones nacionalistas y conflictos hasta ahora ocultos por la bipolaridad internacional”, susceptibles, lo dicen los autores del documento, de “poner en peligro a toda la especie humana” si media un enfoque inadecuado. Es lo que todavía ocurre y hace inocuas las acciones para restañar la pérdida de la calidad de la democracia durante lo que corre del siglo XXI.

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