A partir de un esfuerzo por razonar en torno al lenguaje como un universo creado por y para el ser humano de forma única, el escritor venezolano Víctor Bravo en su libro Ensayos desde la pasión (1994) emprende, al comienzo del libro, un proceso de análisis con el que se adentra y ubica a la palabra en los espacios mismos del ser.
En esa primera parte a la que me refiero, que es presentada con el título de Márgenes, y que contiene los ensayos breves “El hombre y el lenguaje”, “Los estragos del amor”, “Historia natural del cielo”, “La confesión y la literatura”, “La mirada y la literatura”, “La verdad, la mentira y el poder creador del lenguaje”, “El imaginario de la muerte”, “Exilios de la literatura”, “Ironía de la literatura” y “Figuraciones y transfiguraciones de la imagen”, Bravo es consecuente con la ancestral necesidad del ser humano de buscar lo real, y para ello acude a la arquitectura del lenguaje. Esa búsqueda lo lleva a confirmar que estamos sumergidos –apresados, más bien– en un recinto que nos sentencia a inhalar y exhalar a través del oxígeno de los signos, porque de la misma manera que ocurre con el aire que respiramos, las palabras son inherentes a nuestra humana condición.
Y no solo eso, sino que a través de las palabras, el hombre y la mujer respiran y viven, y también crean adargas para defenderse de la muerte. “La filosofía y la poesía moderna le han permitido al hombre mirar, como Teseo a través de su escudo, a los ojos de Medusa de la muerte” (p. 57), afirma Bravo en el ensayo “El imaginario de la muerte”, del libro comentado.
La filosofía, la literatura, la poesía, la cultura, no son otra cosa que formas como la palabra –verbal o escrita– se hace ostensible, a través de la presencia borrascosa o descansada del lenguaje, o mediante el misterio familiar y cotidiano de los signos.
“El hombre vive en el lenguaje –dice Bravo en el ensayo “El hombre y el lenguaje”–, como en un mundo fundado únicamente para él, a mitad de camino entre las bestias y los dioses” (p. 13).
Desde donde instala un universo con el que dibuja incansablemente su vida de quehaceres, profesiones y destinos; con el que marca vocaciones, corrige fracasos, celebra amores, descifra secretos, y, de vez en cuando, en el reverso de ese lenguaje, guarda la otra cara de la moneda de la comunicación: el silencio, de cuyo vientre nacen las palabras.
La convicción de Bravo es que estamos condenados a la prisión insalvable del lenguaje (p. 15), escenario en el que, ineludiblemente, construimos las imaginaciones auténticas o discutibles de nuestra libertad o nuestra celda como seres humanos.
“El hombre anda por el mundo nombrando las cosas, los seres, las pasiones, marcándolos con el hierro candente de las palabras, y al hacerlo, transforma el mundo, el universo todo en una casa habitable” (p. 13), expresa.
Decimos y escuchamos. Escribimos y leemos. Y con cada nueva palabra confirmamos la insignificancia o la trascendencia de nuestras vidas. Ratificamos el amor por los padres, los hijos, los amigos. O nos confrontamos ante la multitud de interrogantes que, como arcanos, colocan al ser humano ante la íntima fractura que llamamos enfermedad, o ante el enigma insondable que conocemos como muerte.
Para ello, el lenguaje se convierte en una revelación, en palabras para salvarnos de la muerte. Debemos estar persuadidos, dice Bravo, de “que es llave maestra para abrir los aposentos; avanzar con él como una lámpara disipadora de oscuridades y de terrores” (p. 13). Incluso, el aposento de la expiración final. Muerte que según el autor, “es vivida como un silencio, como el abandono de todo posible lenguaje” (p. 56).
Pero aun allí, en esa renuncia propuesta, la muerte no tiene sentido si no refleja las gesticulaciones de la vida, no para quien muere, sino para quien sobrevive.
Por ejemplo, la mujer y el hombre enfermos son objetos ponderables, que pesan sobre el suelo y ocupan un lugar en el espacio. Que reflejan la luz que los ilumina e interrumpen la trayectoria de las palabras que los tocan. El hombre y la mujer enfermos, son sujetos que padecen, que transfieren o comunican su sufrir y su sentir; que producen una cultura y se determinan en ella, que hacen y son historia, como seres que se articulan en el mundo social de su padecimiento.
Si luego de esta condición sobreviene la muerte, será el lenguaje la forma de expresarlo. “La muerte como ‘otro lugar’ donde se vivirá de manera distinta ha dado origen al imaginario del viaje al más allá en la filosofía y en la literatura” (p. 53), dice Bravo.
Ese imaginario, de acuerdo a sus reflexiones, ha encontrado aposento en un corpus literario diverso: en la obra de los escritores griegos, Platón, Epicuro, Aristóteles, Séneca; de Thomas Mann, de Foucault, de Jean Cocteau, de Octavio Paz, de Schopenhauer, de Freud, de Enrique Anderson Imbert, de Juan Rulfo. A través de los mitos y religiones. Expresada de distintas formas, y observada con diferente mirada, la muerte –el imaginario de la muerte– encuentra en la palabra la forma que le da vida.
Para Víctor Bravo, la concepción misma del universo está marcada por los signos. Desde allí, desde el espejo del lenguaje “infinidad de mundos nos llaman y se ocultan, se alejan y nos hacen señales, se borran, nos seducen” (p. 14).
El hombre y la mujer encuentran no solo sentidos en el lenguaje, sino también refugio. Allí experimentan un profundo sentimiento de idealización y perfección, convirtiendo al lenguaje en una especie de mirada que no solo se expresa, sino también vigila y ordena el mundo, estableciendo interrelaciones entre lo objetivo y lo subjetivo para hacer posible la certeza y la presuposición de lo real.
“Condenado a la prisión insalvable del lenguaje, el hombre construye incesantemente, y con la textura misma de los signos, las figuraciones, falsas o verdaderas de su libertad” (p. 15).
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Bibliografía
Ensayos desde la pasión. Víctor Bravo. Caracas: Fondo Editorial Fundarte, 1994.
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