La recesión de la economía mundial es un hecho, fruto de razones complejas y diversas, entre otras el calentamiento global, la pandemia del covid-19, la guerra de Putin con sus amenazas y otros conflictos, el deterioro de la libertad, la democracia y la fragilidad del Estado de Derecho, la pérdida de confianza en las instituciones y liderazgos, la creciente desigualdad entre personas y países frente a la exagerada concentración de la riqueza y el poder en pocas personas y corporaciones, el estilo consumista del modelo cultural y otras causas.
Es importante anotar entre las causas la altísima información disponible que muestra como nunca antes la opulencia de pocos frente a la miseria de muchos, también el descaro especulativo de las corporaciones que tienen en sus manos la salud y la alimentación de la mayoría de la gente, que además muestran cínicamente en sus declaraciones de principios empresariales su compromiso con la humanidad y el planeta.
La crisis entonces no es solamente económica, es sistémica pues abarca múltiples dimensiones, pero el propio modelo predominante, materialista y consumista, privilegia solo los temas económicos. Las alarmas se encienden porque la economía no mejora, medida por el crecimiento del producto interno bruto, no porque se mueren de hambre miles de niños o por que desaparecen los bosques y el agua se seca.
Las alarmas se encienden porque el consumo de las personas baja, igualmente y como consecuencia las ventas de las corporaciones disminuyen, las fábricas producen menos, el comercio exterior se contrae, las cadenas de suministros se adelgazan y al final hay menos dinero para los bolsillos de los accionistas y de las entidades financieras.
Claro que existe suficiente conocimiento de que el crecimiento no es desarrollo, al fin y al cabo, todos los seres vivos y las comunidades humanas deben dejar de crecer para poder desarrollarse, pero el paradigma predominante es el crecimiento, y nada es más difícil de cambiar que un paradigma instalado.
Los expertos en desarrollo humano se han devanado los sesos para convencer que los indicadores para medir para el proceso de desarrollo no es el crecimiento del producto interno bruto, ni del consumo, sino una combinación de elementos entre los cuales están la esperanza de vida como medida de la salud, el nivel de educación, el acceso a la alimentación sana y al agua potable, la calidad de la vivienda, la seguridad personal, el acceso a la información, la densidad de capital social como el nivel de participación y de confianza, la calidad del ambiente, el respeto a los derechos humanos, la libertad, la calidad de la democracia y muchos otros.
La calidad de la economía es muy importante, pero no medida por el crecimiento, sino por la capacidad de satisfacer las necesidades humanas en armonía con la naturaleza. Es bueno recordar aquí que las principales corporaciones clasificadas como productoras de «alimentos» son las más contaminantes y las que producen comida chatarra, comprobadamente dañinas para la salud. Y muchos de los laboratorios productores de vacunas y medicinas tienen como razón de ser la codicia, no la salud de la gente.
De nada valen el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, ni los informes del cumplimiento de los Objetivos del Desarrollo Sostenible, ni el Índice de Progreso Social de entidades cívicas ni otros indicadores multidimensionales del desarrollo, si todo lo medimos por el crecimiento de la economía.
La pregunta es ¿será capaz el mundo y sus líderes de darse cuenta de que todo será en vano si seguimos la ruta del crecimiento y la codicia? La recesión puede conducir a una rectificación, ya asomada en el Foro de Davos 2021 como el «Gran Reseteo» o «Gran Reinicio». La humanidad puede asumir el gran desafío que tiene planteado, el tema es la sensatez, que no es justamente un valor muy abundante en el liderazgo. Ya lo dijo Albert Einstein: “Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo”.
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