La noche anterior a la declaración estaba en blanco. Nulo. El fiscal rapsoda no tenía cómo encajar perfectamente las pocas piezas del suceso en una conclusión que no dejara cabos sueltos ni auspiciara dudas en la opinión pública. Todas estaban dispersas e inconexas. Debía ofrecer una rueda de prensa en las redes sociales a primera hora para notificar la conclusión de la investigación después de dos años en mora. Mientras fregaba los trastes de la cena perfecta que había tenido en su apartamento exquisitamente amoblado y equipado milimétricamente en armonía, repasaba y rectificaba todos los elementos a la mano, y nada que engranaban para evitar el desastre comunicacional. Lo que hubiera despachado muy bien en 20 minutos frente a las sobras de la espléndida cena, lo alargó más de dos horas y media, mientras repasaba el caso y tomaba notas mentalmente. La primera parte de la vajilla, las piezas más grandes coincidieron en la enjabonada con el pensamiento del móvil para la declaración: ya había a la mano unas informaciones confirmadas sobre la corrupción de la mujer y sus deslealtades conyugales. Allí podría establecerse un móvil coherente y una autoría intelectual exacta que abrocharía el expediente en ramificaciones inconvenientes e impediría que las especulaciones subieran hasta los estratos altos del régimen. La víctima tenía viejas vinculaciones con la revolución bolivariana en cargos relevantes, y arrastraba una etiqueta por encima de su pasado revolucionario y guerrillero. Fue el autor material con un comando de 7 guerrilleros del Grupo de Comandos Revolucionarios (GCR) en una precisa operación militar bautizada como Argimiro Gabaldón, para el secuestro del industrial norteamericano William Frank Niehous el 27 de febrero de 1976. Un episodio que se inició como una operación política y de propaganda y se extendió en 3 años, 4 meses y 2 días cuando se cambiaron los objetivos para exigir rescate. Y allí están los nombres de mucha nomenclatura revolucionaria con vara alta roja rojita. Nombres como Alí Rodríguez Araque alias Fausto; Fernando Soto Rojas alias el Hombre que Olía a Monte; Jorge Rodríguez alias Ramiro, secretario general de la Liga Socialista (LS) y el partido que hacía de fachada legal al grupo irregular del plagio. Incluso toda esa información relacionada con los sitios de retención del norteamericano por donde pasaron a lo largo del cautiverio del gringo, periodistas, activistas de derechos humanos, políticos y dirigentes de partidos de la izquierda criolla, formaba parte de la prenda que mantenía celosamente la víctima desde hacía mucho tiempo. Eran los mismos nombres y detalles inculpatorios que se fueron con William Frank Niehous en el avión de la Owens Illinois el 30 de junio de 1979, en el diario que escrupulosamente llevaba en los campamentos de la retención, cuando el presidente Luis Herrera Campins le autorizó la salida del país sin declarar ante el tribunal militar que llevaba la causa. El vate sabía que el coletazo de la duda lo podía anexar a él en ese combo de alias Carlitos Zárraga.
¿Y los detalles del rescate, su pago y la distribución del dinero? Allí también los vaporones de la incertidumbre podían incluir como beneficiarios financieros y políticos al actual presidente de la Asamblea Nacional y a la vicepresidenta de la república. Incluso a un joven Nicolás Maduro que en ese entonces ya había sido reclutado para la revolución en los predios de El Valle, Los Chaguaramos y Valle Abajo. Todo eso pasaba por la imaginación del antiguo defensor de los derechos humanos y trovador mientras le entraba de frente, casi con rabia por la incapacidad del momento para armonizar el relato, a los cubiertos de la cena ante la espuma que había levantado el desengrasante con limón.
Ya había secado las piezas grandes el bardo de la vindicta pública y las estaba disponiendo perfectamente en el anaquel correspondiente. Todavía quedaban muchos hilos sin conectar y algo de platos por fregar. La experiencia guerrillera ensambla una paranoia con el tema de la seguridad, las entradas y salidas a la cárcel, las persecuciones por los organismos policiales, los atracos, los secuestros, los asesinatos políticos y la participación en emboscadas a las unidades militares, diseñan en experiencia un dispositivo personal de seguridad que bloquea cualquier riesgo. Alguna enseñanza deja ese tiempo en el mundo criminal. ¿Y la prueba de oro del expediente? ¡El cuerpo! Hay que construir una narrativa con lo del cadáver. Con los autores materiales del homicidio y con el sitio de la ejecución y el destino de este. Hay muchos huecos en el borrador de la exposición. Demasiados. Ya había llegado el momento del secado completo frente a la pila de la vajilla y el poeta no dejaba de exprimirse en la imaginación mientras trataba mentalmente de encajar perfectamente cada una de las piezas de la investigación que había desplegado en la mesa de la cocina junto con los platos y cubiertos, impecables y limpiecitos como un sol. El último momento de amontonar escrupulosamente los platos para la sopa, para el plato principal, para el postre, las copas para el vino y para la delicada infusión digestiva final, fue un destello imaginativo que le arrimó una expresión oportuna de la reina del thriller policial en las novelas de bolsillo: Agatha Christie. “Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Fregar los platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida de categoría”. De allí a revisar la amplia bibliografía de la escritora en materia de crímenes complejos con autorías intelectuales y materiales, cadáveres expuestos y otros elementos parecidos al caso de alias Carlitos Zárraga, solo medió en tanto finalizaba la disposición de la vajilla cuidadosamente en el gabinete.
La escritora y dramaturga británica tiene una amplia obra que comprende 66 novelas policiales, 6 novelas rosas y 14 cuentos; muchos de ellos llevados al cine y a la televisión. La mayor parte de su obra incluye a un detective belga de afilados bigotes de punta, refinamiento en el vestir y cabeza en forma de huevo llamado Hércules Poirot y una respetable dama entrada en años, miss Marple, muy conocedora de la naturaleza humana, observadora, atenta y curiosa, y amante de los enigmas y misterios; como este de la desaparición y asesinato de Carlos Lanz Rodríguez. Entre esa amplia bibliografía está una ficción detectivesca titulada ¡oh coincidencia! Cinco cerditos. Una mujer es condenada por asesinar a su esposo, cuando este estaba a punto de abandonarla por una mujer más joven. Cuando muere en la cárcel deja una carta a su hija Carla reafirmando su inocencia. Esta sabe que necesita del mejor detective del mundo para una investigación bien compleja: había que volver al pasado para encontrar al verdadero asesino y reivindicar su madre inocente. Hércules Poirot acepta la tarea y toma como referencia de inicio una antigua y tierna canción de cuna inglesa llamada “This Little Piggy” (Este pequeño cerdito). Siendo 5 las personas que podían haber cometido el asesinato los sospechosos fueron interrogados por Poirot y luego debían escribir su versión de los hechos. Al comparar los cinco relatos y las coartadas se logra descubrir al asesino. Poirot consigue apiñar como la vajilla fregada y poner en orden todo lo sucedido el día del asesinato a partir de las cinco declaraciones. Su conclusión era totalmente diferente a la que se anunció –como esta que anunció el fiscal– y se tomó como base para condenar. Era al mismo tiempo coherente con los hechos y con el perfil psicológico de los sospechosos. Nada de cierres espectaculares y sorpresivos tirándole las responsabilidades del crimen a un mayordomo o a una ama de llaves.
A la hora y fecha, con tantos huecos que quedaron en la exposición que hizo el fiscal, pareciera que falta incorporar en esas conclusiones cuatro versiones más armónicas para comparar y borrar el amplio abanico de dudas e incoherencias criminalísticas surgidas después de haberse enjabonado la vajilla de la cena.
Los cochinos finales de la conclusión investigativa del caso de Carlos Lanz Rodríguez solo encajan con el título de la novela de la británica en que son… cochinos. No hay crimen perfecto.
De repente hay que fregar nuevamente la porcelana de los platos y el vidrio de las copas. El régimen es experto en eso de fregar.
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