Por Lisbeth Cedeño*
“…No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de recitar las oraciones, y no conocemos siquiera el lugar en el bosque: pero de todo esto podemos contar las historias”.
(Scholem, G. Las grandes tendencias de la mística judía)
Solo el relato puede evitar que nos quedemos con las manos vacías.
Relato es narración. Narrar implica activar la memoria. Para convertir en palabras los acontecimientos del pasado, obligatoriamente requerimos de la memoria para no repetir los errores, para no insensibilizarnos frente al grito del que sufre y hacernos indiferentes a la demanda de justicia. Evitar el olvido de los que sufren injustamente es quizá una de las tantas razones de apertura para estas líneas. El modo de asumir los hechos ocurridos puede resultar atroz para la memoria, la aniquila si la pretensión es solo ontologizar el presente.
Pensar en el Holocausto como un espacio, como un tiempo pasado de la historia de la humanidad, un tiempo que no vuelve, que ya pasó puede resultar más devastador que la misma barbarie. Es otra forma más abyecta de barbarie, de horror. Mélich dice que es fundamental la memoria del pasado, que el olvido puede ser más inhumano que el mismo Holocausto. ¿Podría cualquier ser humano haber imaginado siquiera que después del Shoah algún otro acontecimiento pudiera haber sido un parteaguas de la historia humana? El mal es transfronterizo y tiende a visibilizarse en cualquier esfera donde se encuentre lo humano. Está en acechanza permanente. El mal volvió a aparecer, pero ahora con más poderío y mucho más ladino que antes, disfrazado como proyecto político ideológico “socialismo del siglo XXI”, instaurado por medio de una arquitectura semiótica y simbólica que se trivializo con códigos propios, patrones conductuales, rituales iniciatorios, criterios penalizantes, discursos intimidatorios y desmoralizantes, con la intención explicita de mantener la “estirpe democrática” a través del ejercicio del voto, sin posibilidad de elegir.
El proyecto político “socialismo del siglo XXI” creó una falsa percepción de la realidad a través de discursos encantadores que no constituían una ideología con cartas de naturaleza, sino un vasto espectro de ideas sin coherencia interna derivadas del pensamiento bolivariano, cristiano y marxista, ingrediente infaltable en cualquier “guisado totalitario”. La crisis que nos asiste ha generado la disolución de los valores y referentes más transcendentales. Hoy somos seres sin memoria, sin ningún asidero ético-moral -donde no hay castigo, ni culpa-, ¿cómo dar cuenta de más dos décadas de ignominia y retroceso en la esfera cultural, política y educativa venezolana? ¿Cómo dar cuenta del daño antropológico y la anomia social causada por un proyecto político personalista y mesiánico? Atreverse a la educación como respuesta es una osadía necesaria.
La educación se yergue como muro de contención de cualquier forma de violencia, incluso la más edulcorada, que pueda aparecer provista del velo democrático, tan devastadora e inhumana como aquella del genocidio nazi. ¿Qué tan pertinente resultaría hoy una educación para el comienzo después del final? Entendamos que el final no es la conclusión del eterno asedio de lo inhumano, porque justamente el ser humano parece estar condenado a lidiar con la inhumanidad permanentemente. Pues la condición humana es ambigua, se mueve inevitablemente entre compasión y crueldad. Final es solo el término de un espacio-tiempo que como un portal cuántico permanece abierto a la ambivalencia. Si algo no debe abandonar la educación es su dimensión inaugural de ligarse a los acontecimientos que renuevan las herencias culturales, construir esperanza por un mundo mejor.
Educación y memoria anamnética son los referentes que irrumpen en la escena discursiva para enfrentar la pobreza en nuestra manera de recordar pues pareciese que poseemos solo ‘memoria selectiva’. Defender, en consecuencia, una pedagogía de la memoria –sin más aclaraciones– es perverso. El educador debe advertir de qué modo hay que usar la memoria. Ciertamente, ésta puede servir para que un acontecimiento del pasado no vuelva a repetirse, pero también puede ser la justificación de la venganza, del odio, de nuevos crímenes. Educar para hacer visible el sufrimiento de los inocentes no es solo plantear el problema del mal en el mundo, sino que, originariamente, es una interpelación radical a la existencia de las -esferas del poder-, lo que queremos poner en tensión es la -responsabilidad del Estado opresor todopoderoso- ante el sufrimiento de toda una sociedad. La idea de que educar no es la solución para el destierro de la barbarie y la desesperanza se ha instalado en la sociedad venezolana arrastrando con ella la banalización de la historia y de la cultura.
Nos asiste la precariedad, la decadencia, el desencanto y la desesperanza. A diferencia de los judíos que mantuvieron intacta su condición volitiva a pesar de toda la vorágine de atrocidad donde estuvieron envueltos, para el venezolano es doble la afrenta, no tan solo dolor y la tortura, sino la destrucción progresiva, sistemática y concreta de nuestra voluntad para hacer-nos cargo de nuestra propia libertad. La posibilidad de una educación desde la memoria simbólica es valerse del pasado para comprender el presente, para desear un futuro en que lo que nos sucede no vuelva a repetirse. Una “pedagogía de la memoria”, a decir de Mélich, no puede negarse a la comparación, porque sin comparación no existe acción educativa alguna.
En primer lugar, «comparar» es, en un contexto antropológico, «ejercitar la memoria», «trabajar la memoria», esto es, utilizar los acontecimientos del pasado -de la propia cultura o de otras- para comprender y actuar sobre el presente de un modo u otro, nos instalamos en la tensión de la secuencia temporal pasado-presente-futuro. Recordar que somos herederos es un imperativo. Pero decidamos qué queremos heredar: ¿el horror y la barbarie de este holocausto revisitado llamado socialismo del siglo XXI o la esperanza presente que puede transformarse desde la vida ética, para que no se siga reproduciendo en nuestra sociedad la «lógica del mal?
La educación es y será la esfera más propicia para el refugio y consolación de la existencia humana, para lo no aceptación de lo inhumano, es la instancia que nos mantiene en descontento, en oposición, en resistencia por la no atención, por la no receptividad, por la no disponibilidad para atender éticamente las heridas de un mundo frágil y vulnerable como el humano mismo.
*Profesora UPEL-IPM
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