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Los reyes del dedo

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I

Un síntoma revelador de lo que nos ocurre como sociedad secuestrada lo encontramos en el hecho de que el debate mayor entre quienes adversamos al chavismo se hace básicamente en relación con quién debe ser el líder de la oposición. O el futuro presidente. En cambio, se debate muy poco sobre qué tipo de organización y de estrategia necesitamos para rematar el régimen rojo. O, sobre cuál es el modelo de país que queremos o debemos construir una vez que la plaga criminal sea depuesta.

Vivimos como adolescentes veleidosos.  De candidato en candidato. Nos enamoramos por unos meses y luego los pateamos. Amábamos a Capriles: ya no. Le suplicamos a Lorenzo Mendoza: ahora tampoco. Rugíamos emoción por Leopoldo López: muy pocos lo aguardan. Días después de su escape lo apostábamos todo por Antonio Ledezma. Ya pasó. Ahora estamos en la hora de María Corina: tiene asegurado el próximo adiós.    
A los venezolanos demócratas la impotencia política nos ha convertido en amantes de un día. Picaflores electorales. El despecho en secuencia es nuestro discurso político. Cada vez más privado de razón y desbordado de emoción. Somos los reyes del dedo que acusa al otro, pero jamás logra señalar a su dueño. Ahora que nos sabemos perdidos, sería interesante preguntarse si solo fallaron los dirigentes. O si hay algo aún más complejo que no queremos o no logramos ver.

II  

Todo lo anterior lo publiqué, a comienzos de la semana que hoy concluye, en mi muro de Facebook. Y generó un entusiasta, y lo mejor, respetuoso, debate asociado al cómo haremos para emprender con nuevos bríos y por otros caminos la lucha democrática. Ahora trataré de continuarlo desarrollando dos tesis básicas.

La primera tesis se resume en una petición: “¡No nos engañemos más y aceptemos que perdimos la guerra!”. En una conclusión, la segunda: “Nadie está limpio de responsabilidad, todos fuimos derrotados, pasemos la página y comencemos a construir una manera absolutamente nueva de hacer la resistencia al totalitarismo del siglo XXI».  

III

Es una obligación reconocer de una vez por todas que sí, que en Venezuela hubo una guerra. Que podemos llamarla como sea. Atípica. Sui generis. Bastarda. O asimétrica. “Estado armado contra pueblo sin armas”. “Goliat malandro contra David pendejo”. Pero la guerra ocurrió y los demócratas la perdimos. Aceptarlo es el primer paso en la recuperación. 

No es hora de tomar nuevos atajos sino de lamernos las heridas. De indagar en la dimensión de los daños. Los asesinados en manifestaciones. Y los heridos. Los encarcelados, exiliados, torturados. Los partidos y organizaciones civiles ilegalizados. El número de empresas quebradas, expropiadas, saqueadas. Los hospitales y las escuelas que ya no existen. Los puentes que se cayeron. Las universidades menguadas. Los condenados a muerte por la escasez de medicinas. Los 4 millones de emigrantes. Las comunidades indígenas diezmadas por sarampión y  tifoidea. Tu tristeza y la mía.

IV

La segunda tesis es una consecuencia de la primera: hay que cerrar todas las páginas abiertas e incursionar en maneras definitivamente nuevas de hacer política. Ha llegado la hora del Ave Fénix. Cuatro pasos: aceptar la derrota; reconocer la ingenuidad; mirar a los ojos la maldad infinita, la fealdad monstruosa, el corazón con púas, la bestialidad infrahumana, pero también el poderío que le da la ausencia de escrúpulos, del monstruo al que nos enfrentamos. Y sobre esa base, sobre ese reconocimiento, comenzar de nuevo. 

Mirar atrás solo para aprender. Porque ninguno de los bandos democráticos puede demostrar que su línea era la correcta. Fallaron quienes intentamos la vía electoral, el golpe de Estado, la insurrección popular callejera. También quienes aguardaban a los marines. La derrota es lo único compartido. Lo demás es suposición.

Las vías que conocimos ya no tienen sentido frente a un régimen que, por mantenerse en el poder, ha violado a su antojo la Constitución, reprimido sin piedad a sus connacionales y puesto en riesgo la propia existencia de la nación.

Hubo un tiempo cuando la dirigencia se peleaba los camarotes preferenciales del Titanic mientras, unas leguas marinas adelante, el iceberg aguardaba en silencio. Ahora ya es de madrugada. El trasatlántico está a punto de desaparecer tragado por las aguas. Lo único disputable son los botes salvavidas. Solo queda aprender a remar juntos. O por lo menos sin interferir en el remo de los otros.

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