“Nacido en la frontera, entre lo que hay dentro y lo que ves por fuera. Pisa cada pie su propia tierra. A un lado el hoy, a otro un ayer cualquiera”. (“A medio camino”. Antonio Vega).
Llegada la cincuentena, en la cual me encuentro inmerso desde hace ya un par de años, he de reconocer que me hallo en un momento desconcertante. Uno siempre piensa en su juventud, o al menos yo lo pensaba, que llegado a este punto el estado de madurez, de paz interior, está ya establecido y asentado en todos los ámbitos de la vida. Pues nada más lejos de la realidad, al menos en mi caso.
A lo largo de estos años de supuesto aprendizaje, de pretendida maduración, me he dado cuenta de que el único modo de avanzar realmente es tener muy claro hacia dónde te diriges o, al menos, hacia dónde quieres dirigirte. Pero me ocurre que, llegado a este punto en que mis hijos ya avanzan por sí solos, mi vida profesional está más que estancada, yo diría cenagosa y no tengo un objetivo a corto ni medio plazo, salvo ir sobreviviendo los días y solventando los problemas y avatares que me salen al paso, me encuentro, en numerosas ocasiones, desnortado, sin saber qué rumbo debo seguir. Lo describe muy bien Alvaro Urquijo, en su canción “Soy como dos”: “No sé bien qué estoy buscando, pero me voy alejando”.
Podría parecer que la situación es positiva, propicia incluso. No tener que levantarte cada mañana afrontando una carrera de fondo para subir un escalón más de la escalera que ha de llevarte a tu meta. Sin embargo, esta falta de objetivos a largo plazo, esta presa que detiene el cadencioso fluir del río, puede ser una trampa mortal. Te puede avocar, sin remedio, a la desidia. Por eso, para no tener que soportar cada día el peso plomizo de esa desmotivación, te planteas nuevos objetivos que antes no tenías y que, sin lugar a dudas, podrían parecer banales en otras circunstancias de tu vida y de las ajenas.
Yo, en este momento de mi vida, he decidido quererme más, entendiendo quererme por cuidarme, intentando desechar aquello que me es nocivo y potenciar lo que me beneficia, de un modo u otro. Ahora voy más al gimnasio, tengo menos prisa, dejé el vino, he vuelto a él y trato de contemporizar situaciones que antes me agobiaban sobre manera. No es fácil, pero llega el día en que te tienes que parar a pensar y plantearte lo que el gran Alberto Cortez ya indicaba en su canción “A partir de mañana”; “A partir de mañana empezaré a vivir la mitad de mi vida. A partir de mañana empezaré a morir la mitad de mi muerte. A partir de mañana empezaré a volver de mi viaje de ida. A partir de mañana empezaré a medir cada golpe de suerte”.
Siempre he sido de la opinión de que la vida es una constante resolución de problemas. Por eso, cuando esos problemas no desaparecen, al menos se diluyen, el espacio que dejan en tu mente se ha de rellenar con otros, pues si no corres el riesgo de que el hueco que dejan se rellene por sí solo. Y si determinados pensamientos ganan espacio para fluir libremente, copando tu devenir, puede ocurrir que el ligero viento que agita tu cabeza se convierta en huracán, y lo que antes estaba oculto en un rincón se revuelva sobre manera y descubras que eras más lo que ocultabas que lo que sacabas a la luz, y no lo sabías. Y este descubrimiento puede ser positivo o negativo. Puede que, de algún modo, un día te mires al espejo y no te reconozcas.
A lo largo de los años, sobre todo en estos últimos, he conocido gente que un día, sin un motivo aparente, de repente, tuvo una revelación, un acontecimiento que transformó su vida y le indicó que el camino que llevaba era erróneo, pero en casi todos estos casos, a su vez, esta revelación les ha indicado qué nuevo camino debían seguir, cuál debía ser su meta, su objetivo, a partir de ese momento.
No es mi caso. Yo, en estos momentos de mi existencia, me siento como Forrest Gump, cuando, después de estar varios años corriendo en pos de una meta que solo él parecía conocer, de repente se paró, del mismo modo inopinado que había empezado a correr, y dijo “estoy cansado, me voy a casa”, desvelando a toda la corte de adeptos que le seguían que en realidad no había meta alguna, que el trayecto era la excusa para seguir adelante.
Puede que nuestra vida sea así, una carrera sin meta, en pos de un objetivo que nunca llega a materializarse. Puede que el viaje sea el trayecto, no el destino. Puede que esta maratón nunca acabe bien, pues siempre, en realidad, acaba mal; pero también es posible que no nos demos cuenta de lo fundamental, que no seamos capaces, de disfrutar del trayecto pensando en el destino y nos perdamos lo que en realidad importa.
O puede que, algún día, como el protagonista de la canción de Serrat, nos cambie la visión o, simplemente, nos demos cuenta de que no estábamos mirando hacia el lugar adecuado.
“El era un hombre como cualquiera, ignorado, desorientado, contaminado como cualquiera. Aburrido, desconocido y poco atrevido donde lo hubiera. Y dicen que creció de tal modo que llegó a alcanzar las estrellas. Que se sonrió con razón, como lo hacen los bobos sin ella”. (“Uno de mi calle me ha dicho”. Joan Manuel Serrat).
@julioml1970
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