Entre las varias reacciones al triunfo de Gustavo Petro en las elecciones presidenciales de Colombia, quiero detenerme en una: esa que sostiene que es “la derecha” (como si todos los que hubiésemos preferido su derrota pudiésemos ser embutidos en una palabra) la principal responsable de lo ocurrido. Según esa versión, la “derecha” también es la culpable de los triunfos de López Obrador en México, de Pedro Castillo en Perú y de Gabriel Boric en Chile. Y, para aumentar el número de expedientes por los que merece ser juzgada, también esa “derecha” debería ser imputada por los triunfos de Alberto Fernández y Cristina Kirchner en Argentina, de Hugo Chávez en su momento, de Rafael Correa (Ecuador) en el suyo y, así, hasta alcanzar la categoría de culpables de la existencia misma del populismo en América Latina.
Según este criterio, la “derecha”, además de monolítica ─pieza única, homogénea y sin fisuras─, tiene otro defecto: ha sido y es incapaz de revisarse, de hacer una autocrítica consciente, de preguntarse por las razones de las sucesivas derrotas. Se conforma con la denuncia de los peligros y los errores del populismo; con pelear por la defensa de las libertades democráticas, sin pedir perdón a la sociedad por “haber parido” a los regímenes populistas. Así, la “derecha” es culpable del nacimiento del populismo, del triunfo de los populistas y de no reconocer estas culpas.
Pero todavía hay otro señalamiento, probablemente más grave que los anotados en los párrafos anteriores, señalamiento que tiene connotaciones morales y relativas al orden social, que consiste en decir que la “derecha” es insensible a las demandas populares; que no escucha a las voces del pueblo; que es indiferente a las problemáticas de la pobreza; que no entiende los tiempos que estamos viviendo.
Así, todos los demás ─opinadores que se definen como centristas o moderados; ilusos que se asumen como parte de una supuesta izquierda democrática, por lo general, autodeclarados enemigos de la “derecha” y en alguna medida cómplices del populismo; una parte de los socialdemócratas y de los socialcristianos; y otros tantos─ se liberan de cualquier responsabilidad: son los Uribe, los Piñera, los Duque, los Lasso y más, los llamados a ocupar el banquillo. Ha dicho Vargas Llosa que una mayoría del pueblo colombiano se equivocó votando a Petro y ha saltado sobre su cuello la tropa de los biempensantes a calificarlo como una infamia. ¿Y es que los votantes no nos equivocamos? ¿Acaso Chávez y Daniel Ortega, por solo mencionar dos casos extremos, no accedieron al poder por la vía electoral? ¿Acaso los ciudadanos no nos equivocamos, tal como se ha demostrado una y otra vez en la historia de América Latina?
Una revisión sosegada de las gestiones de Sebastián Piñera, expresidente de Chile; de Mauricio Macri, expresidente de Argentina; de Iván Duque, que entregará la presidencia de Colombia el próximo 7 de agosto, pone de manifiesto lo siguiente: trabajaron para ir al nudo de los problemas económicos y sociales y, desde allí, dar inicio a las reformas y habilitaciones necesarias para ofrecer soluciones estructurales en sus respectivos países. Conformaron equipos de expertos en políticas públicas, para asegurarse de que los programas no estarían diseñados y ejecutados para responder a las distorsiones propias de las ambiciones y pugnas políticas. De los tres, a pesar de los errores que puedan atribuírseles, puede decirse: gobernaron con un sentido de Estado, de apego a las instituciones, tratando de responder a las exigencias de un mundo globalizado, donde los desafíos ambientales, del conocimiento y los generados por la Cuarta Revolución Industrial constituyen corrientes que son y serán decisivas para el destino de nuestros países.
¿Y qué pasó? Que los electores los derrotaron. Entre otras cosas, logró imponerse la idea de que no estaban haciendo nada, a pesar de que habían dado pasos significativos en la extensa ruta hacia la estabilización de la economía y el trabajo, el marco legal y las respuestas a las demandas sociales.
¿Y por qué los derrotaron? Porque vivimos tiempos dominados por el malestar y la impaciencia. Una parte de la sociedad ─a veces mayoritaria─ no quiere esperar a que se cumplan las etapas propias de la construcción de una economía estable, de industrias duraderas, de sistemas de salud sólidos, de escuelas que ofrezcan educación de calidad. Se trata de esto: amplios segmentos de las sociedades latinoamericanas no están dispuestos a esperar por los cambios de las políticas públicas.
Y en medio de las turbulencias irrumpen las ofertas del populismo, que actúan con extraordinaria eficacia: generan la sensación de inmediatez, de que las soluciones se producirán en muy breve tiempo. Se fundamentan en el establecimiento de unos culpables: si se los señala y se los elimina, la calidad de vida de los afectados mejorará pronto e irremediablemente. Y, muy importante, se representa como un ejercicio de una voluntad firme, la del líder populista, que en su misión redentora logrará, casi de forma mágica, atender a las demandas de la sociedad, que solo él entiende real y profundamente. Y ese mecanismo es el que hace posible este momento latinoamericano: el de unos pueblos cuyas mayorías están esperando el milagro de unos presidentes que, finalmente, harán justicia y crearán prosperidad. En líneas gruesas, una promesa semejante a la de Chávez a los venezolanos.
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