Por María Margarita Galindo*
La sociedad actual, y en particular América Latina nos presenta nuevos retos y formas de existencia, y uno de ellos es evolucionar de ser simples receptores de tecnología hasta convertirnos en generadores y (de)constructores del conocimiento, en virtud que los cambios y transformaciones recorren al mundo y se expresan de diversas formas a través de la automatización, la Internet, la inteligencia artificial, los teléfonos inteligentes, los vehículos autónomos e híbridos, la nanotecnología, entre otras evoluciones tecnológicas y científicas.
Desde esta perspectiva, identificar la complementariedad entre la docencia y la investigación debe permitir determinar e interpretar los procesos de formación de los docentes-investigadores, como una acción que atienda esas exigencias de conocimiento y desarrollo que nos presenta la sociedad.
En este siglo de tanto avance, progreso y evolución tecnológica, la formación docente no debe continuar anclada en formar un docente pasivo dedicado a la tarea exclusiva de aula, donde el acto educativo prácticamente se reduce al recinto escolar y a las tareas repetitivas. Existe la imperante necesidad de replantear la formación docente del siglo XXI, diseñada para un educador que sea capaz de adaptarse sobre la base de las exigencias propias de un mundo globalizado e impactado por las tecnologías de información y comunicación, lo cual implica que esta formación debe trascender los esquemas tradicionales de unidades curriculares, implícitos en obsolescencia de programas y espacios pedagógicos, así como de “investigación”, y evolucionar del ejercicio simple de la docencia, hasta la praxis de docentes-investigadores, la cual está insertada con las exigencias del mundo contemporáneo.
Es por ello que ir a la existencia de docentes–investigadores es un reto del siglo XXI que marca el hito de desarrollo más esperado por Latinoamérica. Tenemos una América Latina con naciones sumergidas en crisis políticas, económicas y sociales. El objetivo es diseñar esquemas que permitan redimensionar todo el aparataje y estructuras borrascosas de los Estados, la sociedad, y por supuesto, las universidades, para que estos logren articular, reflexionar y atender los problemas existentes y puedan ofrecer las soluciones asertivas y acertadas ante las complejidades que atraviesa el continente en todas sus dimensiones naturales y organizaciones sociales.
Es fundamental reconocer que el papel de mayor impacto está en manos del conocimiento, porque sólo la producción y generación del mismo garantiza el avance, progreso, o por el contrario, la propia involución; es decir, si no identificarnos la era del conocimiento y sus grandes complejidades ante el porvenir, estaremos como continente ante una sentencia directa al fracaso, lo cual sería un contrasentido dentro de un territorio inmenso en recursos naturales.
Lo señalado coloca en evidencia cómo esta moderna sociedad está caracterizada por apresurados avances, propios de un mundo globalizado, el cual utiliza la producción de conocimientos para su desarrollo científico y tecnológico, muchas veces de manera equivocada en el caso de América Latina, lo cual en vez de materializar positivos encuentros de investigación, terminan convirtiéndose en una mayor dependencia tecnológica, y por ende, seguir hundiendo la región en el subdesarrollo.
En tal sentido, el desarrollo de las naciones en parte depende de la capacidad de producción de conocimiento que se tenga; para ello hace falta que los actores responsables del diseño de políticas públicas, planteen las mismas considerando la educación y sus elementos como un vértice que sostenga el oxigonio: educación, conocimiento y sociedad en un contexto donde los aspectos de la agricultura, la industria, el comercio, el turismo y la tecnología, a su vez, como fundamentales actores del desarrollo económico, permitan la adecuación del conocimiento en las instituciones técnicas y universidades, y centro de investigación.
La realidad demuestra que aunque se reconozca la importancia del papel del conocimiento en nuestro desarrollo, hace falta un mayor empuje hacia la práctica de la ciencia, la innovación, y la tecnología a través de la producción científica de los conocimientos, para lo cual se requiere de los Estados priorizar la inversión en sectores como el educativo, eje base del desarrollo de una nación; pero que lamentablemente, pareciera sólo queda en una inútil retórica, que al parecer no ha terminado de condensar en sus esferas políticas que el máximo orden para la estructura del desarrollo que han obtenido las naciones más avanzadas en el conocimiento y la tecnología ha tenido su origen en la capacitación constante y evolutiva de sus espacios educativos, y en la formación de sus docentes–investigadores.
América Latina necesita un docente–investigador que sea promotor del desarrollo científico y tecnológico, y esa es la tarea por desarrollar en el concierto de nuestras naciones. Allí esta nuestro reto, poder contribuir con una formación distinta. Un actor formado como docente–investigador es garantía de que habrá un desarrollo distinto para todos si se multiplican las oportunidades y cambiamos en forma definitiva los actuales componentes que aún mantienen los Estados y las universidades en sus esquemas de sociedad.
*Síntesis de defensa de tesis doctoral en educación y políticas públicas
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