Para Ruth Betzabeth Ochoa, una migrante venezolana que está en Tapachula, México, el temor no es opción, por el contrario, se convierte día a día en su principal aliado para sortear el hambre, la sed, las inclemencias del tiempo y hasta la violencia física y psicológica que en más de una ocasión ha debido padecer desde que decidió junto a su familia salir hace siete años de Venezuela.
Cierra los ojos por unos segundos, tiempo que le basta para recordar las adversidades que debió sortear durante su travesía. Lo que más le marcó, sucedió en la peligrosa selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá: “Nos robaron, a otras las violaron, a niñas las tocaron”.
La migrante venezolana rememora que el primer día de caminata fue normal, el segundo día llegaron a una parte donde les robaron el dinero. Eran siete hombres encapuchados, eso fue en Colombia. Siguieron su recorrido y fue en el tercer o cuarto día que llegó el peor momento, cuando, según su testimonio, aparecieron algunos miembros de una etnia indígena.
“Algunos indígenas son los que violan a las mujeres, te roban la comida y se la comen descaradamente frente a ti, te golpean físicamente, psicológicamente”, relató.
#ZonaMigrante | Cuando el temor no es opción: migrantes venezolanos en ruta a EEUU
Caminan durante días, pasan por una peligrosa selva y atraviesan nadando el Río Bravo en busca del sueño americano https://t.co/6Tyne2ddWg
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— En Frontera (@EnFrontera_) June 21, 2022
Migrante venezolana
Aunque Ochoa desconoce que cada 20 de junio se conmemora el Día Mundial del Refugiado, ella forma parte de los casi 100 millones de personas que hoy en el mundo han huido de sus países en busca de protección en otras tierras. Salió de Venezuela, según contó, por la inseguridad.
Ochoa, asistente de cocina de 33 años de edad, también integra la cifra de los más de seis millones de venezolanos que han salido en el movimiento migratorio más grande de la región. La mayoría vive en países de América Latina y el Caribe, de acuerdo con la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
La migrante venezolana salió con su esposo y dos hijos menores de edad a Colombia inicialmente (país donde permaneció durante seis años), además forma parte de los aproximadamente 5.000 venezolanos que se encuentran en la ciudad de Tapachula (frontera con Guatemala), ubicada al sur de México, en el estado de Chiapas, esperando un “documento legal”, como ella misma comenta, para continuar su travesía hasta Estados Unidos.
Ingresó a tierras mexicanas el 17 de junio pasado, después de más de un mes de caminata. Cansada de extorsiones, decidió junto a su familia entregarse a las autoridades del Instituto Nacional de Migración en México, donde le facilitaron un documento de tránsito por 30 días, mientras resuelve su condición.
Aunque no conoce a nadie en Estados Unidos, Ochoa observa que quedarse en México no es una alternativa para ella y prefiere jugársela para alcanzar el llamado sueño americano.
“Voy a Estados Unidos bajo la voluntad de Dios, no conozco a nadie, no tengo dónde llegar”, admitió la migrante venezolana, sin que esto se convierta en un obstáculo a su determinación de lograr una vida más tranquila y con una mejor situación económica.
Durante el año pasado, México recibió 130.000 solicitudes de asilo, de las cuales 90.000 se presentaron en Tapachula, de acuerdo con cifras de la organización Advocacy for the Human Rights in The Americas (WOLA). Estos números permiten dimensionar la crisis migratoria que se presenta en esta ciudad, que tiene sólo 353.000 habitantes.
El costo de esperar el trámite de una visa humanitaria
Una vez que los migrantes llegan a Tapachula pueden hospedarse en habitaciones que rentan en casas humildes en el centro de la ciudad. Pagan por ese servicio entre los 1.000 y 1.500 pesos mexicanos por mes (entre 50 y 75 dólares aproximadamente), precios que, según indican los mismos vecinos de la zona, se han incrementado hasta en 40% desde que empezaron a llegar más migrantes.
“Usted entra a esos cuartos y no tienen nada, a quienes nos va bien, nos dan un colchón, si no tenemos que buscar cartón y dormir en el suelo. Pagar un hotel, aunque sea de los baratos, es impensable, porque una noche son como mínimo 50 dólares. Pero, bueno, es más seguro, a mí me da miedo meterme en un refugio con mi mujer y mi hija de siete años, porque tengo paisanos a los que les habrían robado su dinero y cosas”, relató José Zambrano, nacido en Cabimas, estado Zulia, que tiene casi dos meses en Tapachula y aún no obtiene su visa humanitaria.
Contrario a él, son miles los migrantes que confían en la Iglesia y buscan la ayuda proporcionada por el clero. Uno de los que cuenta con una mejor validación en cuanto al trato y apoyo, según los propios migrantes es el Albergue Diocesano Belén.
Ruth Ochoa llegó a ese lugar por recomendación de otros paisanos, quienes lo refirieron como un buen lugar.
Ayuda divina
El Albergue Diocesano Belén es uno de los principales puntos de acogida para los migrantes que llegan a la frontera sur mexicana. Su responsable es el sacerdote César Augusto Cañaveral Pérez, que también atiende la dimensión pastoral de Movilidad Humana en la zona.
“Es un albergue que recibe a cualquier persona. Es el primer albergue que los migrantes tocan a nivel nacional. Es un albergue en el cual tratamos de darle un acompañamiento a quien llegue. Tenemos más de 430 migrantes, 170 niños en este momento”, explicó el religioso.
Más de 50% de los migrantes que actualmente atienden son de origen venezolano.
“La ciudadanía no alcanza a ver el derrame económico de los migrantes, ellos sí vienen a invertir. Yo sigo las caravanas desde que entran porque es mi responsabilidad dar seguimiento para dar información a la diócesis. Esta última caravana (el 6 de junio pasado), eran 90% venezolanos y las veces que se pararon todas las tiendas abarrotadas, o sea, cuánto dinero no se derramó allí, ese es uno de los aspectos positivos de los migrantes, puede ser poco, pero a muchos de ellos, sus familias les envían”, señaló.
El protocolo de ingreso al albergue empieza con su primer toque a la puerta. Una vez que se da el primer acercamiento, el migrante es recibido por personal de apoyo que realiza un registro “no tan profundo”, para que puedan entrar y se les da a conocer el reglamento con normas de convivencia que deben observar durante su estancia en el lugar.
De allí pasan a revisión médica. Buscan médicos para que les apoyen. Posteriormente, van con un abogado por el tema legal. También el psicólogo y un trabajador social para conocer qué situación traen, y se les empieza a ayudar.
“Una persona pueda estar 24 horas o el tiempo que quiera. Yo no los puedo echar fuera”, indicó Cañaveral Pérez, que se ha ganado el respeto en la zona y el aprecio entre los migrantes.
Para la mayoría de los migrantes, como ellos mismos advierten, aunque la incertidumbre está presente con cada nuevo día, en su agenda mental no hay espacio para renunciar a sus sueños y mucho menos para la desesperanza: “Nosotros los venezolanos somos echaos pa’lante. No le tenemos miedo a nada”.
Redacción: Dubraska Romero Z. / Edición: Carola Briceño
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