Por LEANDRO AREA PEREIRA
“En la frontera comienza la Patria”. Esa fue, recuerdo bien, la primera frase que me quedó grabada de Pompeyo Márquez cuando lo conocí en 1989 en el ambiente fraterno y motivante de la Comisión Presidencial de Asuntos Fronterizos Colombo-Venezolana (Copaf). Esta se había creado, conjuntamente con su homóloga en Colombia, al iniciarse el gobierno de Carlos Andrés Pérez, hombre de frontera, quien resultó ganador en las elecciones de diciembre de 1988. Por su parte, Virgilio Barco Vargas, otro hombre de frontera, nacido en Cúcuta, era para el momento y ya desde 1986 presidente de Colombia y dejaría su cargo en 1990 en manos de César Gaviria Trujillo, quien ratificó con gran ánimo los mecanismos de negociación y de integración entre ambas naciones.
La comisión venezolana estaba presidida por el tachirense Ramón J. Velázquez y compuesta por distinguidos miembros provenientes de los estados fronterizos y por otros insignes venezolanos que lo acompañaban, especialistas en el área, muchos de ellos con amplia experticia académica en estos temas de la especificidad fronteriza, o bien funcionarios destacados de la Cancillería y de otras instituciones del Estado venezolano. La Comisión análoga colombiana estaba presidida por Enrique Vargas Ramírez, cucuteño él, a la postre embajador de Colombia en Venezuela en la presidencia de Álvaro Uribe Vélez, y constituida a la par por prominentes colombianos, representantes genuinos de sus correspondientes departamentos de frontera.
«Lo fronterizo» como especificidad geográfica, humana, económica, cultural y político-social surgía de manera sorpresiva como realidad concreta, con energía y voz propia en la agenda binacional, fundamental como objetivo de política pública y como tema para la acción conjunta de ambos Estados que pretendían alcanzar el viejo sueño de la integración. Pompeyo Márquez, militante de esos estandartes y acostumbrado desde hacía décadas a la pelea obsesiva, tantas veces frenética, por las causas de la justicia social, allí encontró otra razón de ser a su incansable labor por construir un mejor país.
En 1990, Pompeyo es nombrado también miembro de la Comisión Presidencial para la delimitación de áreas marinas y submarinas colombo-venezolana (Coneg), comisión esta que tuvo bajo su responsabilidad la discusión del tema de la delimitación de las áreas marinas y submarinas por definir al Norte del golfo de Venezuela, además de lo concerniente a la demarcación de la frontera terrestre, la navegación de los ríos, el tratamiento de las cuencas hidrográficas comunes, y de las migraciones. Dicha comisión la presidía Reinaldo Leandro Mora, en su condición de presidente de Acción Democrática, partido de gobierno, acompañado por Hilarión Cardozo, como presidente de Copei, y de Pompeyo Márquez como secretario general del MAS. Tuve el honor de acompañar durante 10 años a estos ilustres venezolanos en mi desempeño como secretario ejecutivo de dicha Comisión.
La verdad es que ambas naciones habían soslayado durante siglos el tema binacional fronterizo, bisagra natural de una relación armoniosa, poniendo énfasis más bien en lo puntual y conflictivo, y dejando de lado, como en tantos otros temas, la comprensión cabal y global de una realidad que tantas veces se escapaba del manejo de las autoridades nacionales, quedando en manos de la corrupción, de la violencia y del atraso. La de ambos países era una relación reactiva y epiléptica, constreñida a los temas conflictivos, subyugada por el apremio. Es más, para ser más concluyentes, afirmamos que jamás ambos países, ni antes ni después, ni en dictadura ni en democracia, habían hecho de lo fronterizo un tema tan significativo como en esa década.
Nuestras relaciones casi siempre fueron de roce y de tensión, obcecadas por el tema de la definición territorial, militarizadas, discursivas, repetitivas y tediosas hasta el cansancio, y con unos contenidos siempre prejuiciados donde la cooperación franca y sincera, próspera con ambición de porvenir, de hacer el bien, siempre era percibida con los ojos enturbiados del que se pregunta: “Y qué será lo que está buscando el que quiere compartir conmigo este trozo de pan”. El otro como distante, cuando no ocupante de lo que es mío, el invasor, el enemigo interno.
Y esos prejuicios marcaban la conducta de pueblos y gobiernos. Como si de una debilidad ancestral se tratara, dirigimos nuestro esfuerzo y miedos a lo que nos separa más que a lo que nos une, a lo defensivo que hay en el rechazo de lo cooperativo que subyace en la integración.
Esa era, hasta aquel momento inaugural de 1989, lo específico de una relación que comenzó a ser definitivamente próspera, consentido claro de que los intereses propios se multiplican en combinación con los apetitos del vecino que además de hermano es igualmente socio.
Pompeyo fue uno de los paladines de esa nueva dimensión de la relación colombo- venezolana, lo que le trajo consigo más de una agria polémica, muy tensas a veces, de cara al público en los medios de opinión, donde a veces hasta se le tildó de traidor a la patria, de “entregacionista”. Nunca evadió el debate que era su medio natural para el quehacer político. Ello no hacía mella en su carácter ni en su misión, muy al contrario, no hizo sino alentar lo que se habían propuesto ambos países: elaborar un diagnóstico de la problemática fronteriza, proponer soluciones e involucrar a las administraciones de ambos países y a las poblaciones de frontera a que participaran, impulsaran y acometieran decisiones sociales, políticas y administrativas para la concreción de planes que incidieran en la vida económica política y social de nuestras anchas y extensas zonas de frontera común, olvidadas de siempre.
Ningún sector fue dejado de lado u olvidado. Al contrario, se democratizó el tema de fronteras a través de una relación política binacional fluida, sin complejos, con la pasión de construir por encima de trabas y conflictos todo lo que pudiera ser en beneficio de esas abandonadas regiones. La frontera encontró entidad e identidad común, rostro propio en su pertenencia a cada Estado nación. Dejó de ser por una década, quisimos y logramos que así fuera entre 1989 y 1999, la orilla, rincón donde van a parar los trastos viejos, las energías negativas, los negocios más turbios, las fuerzas más oscuras y los intereses menos edificantes, el silencio, el contubernio de las mafias más activas, santuario de guerras y guerrillas.
Mientras, en lo interno, Venezuela vivía tiempos de borrasca, de lucha intestina, de crisis social, de emergencia económica, de corrupción. Tiempos predispuestos a los conflictos, sin fuerza ni dimensión política y social alguna de liderazgos y organizaciones políticas y sociales para tejer lazos de consenso, de buscar salida a una crisis profunda y evidente de institucionalidad democrática de un país que en todo caso nunca mereció el destino que hoy nos toca vivir. Muchos fueron los que propiciaron y pescaron en ese torbellino del que son responsables.
Paradójicamente, durante esa década de glorias pasajeras en lo binacional y fronterizo, Venezuela caminaba hacia el abismo. Pompeyo entonces se desvivía por encontrar lazos de unión con el otro, con nosotros. Veía, sentía y padecía como el que más la disolución de una República democrática que él había ayudado a construir con incansable labor desde su juventud.
Pudiera uno afirmar que la frontera se convirtió en la niña mimada de sus preocupaciones, elixir de sosiego a sus frustraciones como demócrata, como político, como ciudadano, en compensación a una situación frustrante de país que él veía se desmoronaba en guerras intestinas, conspiraciones, acciones turbias, desencuentros, miserias personales que abonaron el desdén de todos contra todos.
Y mientras esto ocurría, en razón de lo mismo, los problemas de la frontera no se detenían y las comisiones hacían un formidable esfuerzo que se concretaba en un extraordinario entendimiento entre Colombia y Venezuela que se evidenciaba en cifras económicas indiscutibles y en un relacionamiento político, diplomático y administrativo, social y humano nunca antes visto. Dichas comisiones jugaron un papel protagónico en tanto supieron administrar con inteligencia su capacidad de resorte que por un lado impulsaban proyectos y por el otro amortiguaban conflictos.
Como puede entenderse ambos países coincidieron en la búsqueda de soluciones globales a todos y a cada uno de los temas atinentes a la bilateralidad, sin exclusiones temáticas; agenda global e inclusiva con una estrategia gradual, paso a paso, dentro de un clima de cooperación, a través del diálogo directo y fraterno, sin apresuramientos ni presiones, en la búsqueda de la paz, el progreso y el entendimiento entre nuestros pueblos.
Esta agenda global tenía además una ambiciosa perspectiva de corto, mediano y largo plazo y alcance profundo, en el convencimiento de ambos gobiernos de que los temas fronterizos ni se podían atender ni menos resolver en el lapso de una sola administración. Muy por el contrario, tenían que convertirse en asuntos y políticas de Estado, fijas y permanentes, creativas e insoslayables, a las que había que destinar esfuerzos, recursos, decisiones, y sobre todo voluntad política. Que se necesitaba de la participación de toda la sociedad y no solo de un sector ya que de problemas nacionales se trataba.
En esa perspectiva, con ese convencimiento político y personal, con todo el esfuerzo existencial posible que él otorgaba a la acción política, se dedicó Pompeyo con el estudio, con la discusión, la pluma, la participación en tantos foros nacionales, binacionales, internacionales, y así fue dejando huella de una vida que no reparó en obstáculos para conseguir metas.
Siempre tuvieron sus acciones un carácter personal, de entrega sincera, de entrañable rastro y ejemplo que debe ser rescatado en estos tiempos grises en donde no existen ni siquiera relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela, rotas formalmente desde 2019, y que comenzaron a desmoronarse realmente a partir de 1999 con la llegada de Hugo Chávez al poder y sus corresponsables en Colombia que vieron en él, por sus vínculos filiales e ideológicos con el gobierno de Fidel Castro en la isla de Cuba, una ficha clave para facilitar el logro de la paz con la guerrilla de las FARC-EP. La integración binacional se hundió sin remedio y dio paso a la época del chantaje bilateral que se resume en el: “Te dejo hacer con tus tropelías mientras me colabores con las conversaciones de paz”. Hasta su “mejor amigo” llegó a ser.
Hoy todo lo construido en esa década de oro de las relaciones colombo-venezolanas está destruido, pero no por ello debe ser olvidado para que la energía de tantos hombres y mujeres en Venezuela y en Colombia, comprometidos con la integración binacional, no se olvide y antes bien sirva de memoria impaciente para los que vendrán, que tendrán dentro de sus urgencias el restablecimiento de la relaciones internacionales de Venezuela con el mundo dentro de las cuales deben ocupar lugar privilegiado nuestras relaciones vecinales. La frontera es la piel de la patria.
Como resultado de esta energía incansable de Pompeyo Márquez Millán, enfocada en encontrar solución a los problemas del país y de fortalecer las relaciones con nuestros vecinos, fue designado, aún en democracia, por el presidente Rafael Caldera, ministro de Fronteras. Allí volcó la experiencia diaria acumulada en sus labores de Estado en un ente coordinador de lo que Venezuela adelantaba en sus relaciones con los países vecinos.
En la frontera comienza la Patria se convirtió en su día a día, afán y geografía de la lucha de este incansable venezolano a quien acompañamos en tantos desvelos y aventuras por el país, y quien tuvo a Venezuela junto a Colombia como amor y destino de sus esfuerzos vitales.
Sea recordado Pompeyo, al cumplirse un centenario de su nacimiento, por tantas cosas formidables, entre ellas la pasión indomable por la integración binacional y fronteriza colombo-venezolana.
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