“La historia tiene un pulso lento y cuenta en generaciones, mientras el hombre cuenta en años.” Arthur Kostler. El cero y el infinito. (p.243)
“Deportar, expulsar, desterrar, enviar fuera de las fronteras, impedir el paso a determinados lugares, destruir la casa, borrar el lugar de nacimiento, confiscar los bienes y las propiedades.” Esto dice Michel Foucault de la “sociedad punitiva” en lo relativo al régimen penal de la época clásica en la civilización Occidental europea. La cita la extraigo de un libro poco conocido de Foucault titulado:La vida de los hombres infames. ¿Acaso no tiene un eco de espeluznante vigencia histórica el terrible y desolador diagnóstico foucaultiano sobre la sociedad punitiva? La Venezuela actual confirma la diagnosis política filosófica del pensador francés artífice de la biopolítica y señero exponente de la microfísica del poder y la genealogía molecular de la dominación.
La reciente declaración del “primus inter pares” en torno al literal quiebre (con saldos en rojo –acotó–) de más de setenta empresas estatizadas en casi veinte años de “revolución socialista”, da la medida aproximada del estruendoso e inocultable colapso económico del paradigma económico revolucionario autodenominado bolivariano. La debacle fiscal y el holocausto monetario del modelo estatocrático, aunado al férreo control de cambio y dominio discrecional de las instituciones económicas cuyo mandato constitucional les confiere una relativa autonomía funcional y administrativa a los fines de garantizar la necesaria e insoslayable independencia interinstitucional configuran un terrible panorama de opacidad entre los factores concurrentes en la dinámica económica de la tríada: producción, distribución, consumo. Venezuela toda, como nación, está en medio del más deplorable naufragio económico-social; los antiguos fundamentos ético-jurídicos y sus respectivos pactos y acuerdos político-sociales (consensos mínimos) que otrora garantizaban un mínimum de funcionamiento como totalidad orgánica social se han roto y vuelto trizas y tal pareciera, contra toda evidencia, que el cemento social que eventualmente pudiera cohesionar las estructuras y clases sociales en flagrante vindictas antagónicas irreconciliables brilla por su ausencia en el necrosado tejido societal venezolano. Lo más abyecto de la venezolanidad ha tomado posesión hasta de los más discretos escondrijos de nuestra vida pública como república. Estamos en presencia de lo que el pensador alemán Federico Nietzsche denominó no sin certera certidumbre “la transvaloración de los valores” pero al revés; las buenas y dignas de encomio referencialidades axiológicas que como sociedad habíamos alcanzado en nuestro lento proceso civilizatorio como nación democrática han sido trocadas en abominables antivalores propios de sociedades delictivas y profundamente aberradas y desquiciadas.
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