Por KAREN LENTINI GÓMEZ
Miguel Gomes (1964) profesa su fe por los libros hasta en la manera de andar. Agudo escritor con una carrera prolífica, marcada por una perspectiva que no se puede desvincular del arte.
Su labor como profesor, editor y crítico literario perfecciona la manera de abordar y ejemplificar el mundo, primero el que ha heredado, segundo el que recuerda, y tercero el que le rodea. Su búsqueda es la de personajes con «verosimilitud psicológica», poder mostrar la fragilidad del ser humano sin renunciar al humor y a lo erótico.
Recientemente ha publicado Julieta en su castillo (2012), Retrato de un caballero(2015), Llévame esta noche (2020) y Ante el jurado (2021). También participará en la antología Dos veces bueno que se editará en Brasil, donde se reúne lo más destacado del microcuento en lengua española.
—¿La simbología y el realismo son incompatibles? ¿Existe alguna contribución entre estas tendencias reflejada en su narrativa?
—Por realismo entendemos demasiadas cosas. Para empezar, en el siglo XIX se produce una reacción contra ciertas tendencias del Romanticismo que reclamó una mayor atención al registro artístico del marco social o histórico frente al anterior despliegue extático de la subjetividad. Luego, retrospectivamente, se aplicó el término, por ejemplo, a fenómenos como la novela picaresca española renacentista y barroca. En el siglo XX se habló, igualmente, de un superrealismo, de un neorrealismo y hasta de un realismo socialista. Para colmo, a Franz Roh le dio por ponerse paradójico y acabamos enredados durante décadas en discusiones sobre algo que se calificó de realismo mágico. Erich Heller, cuya opinión en esos asuntos nunca debe desdeñarse, agregó, para obligarnos a regresar al origen de la cuestión, que los románticos ya se habían considerado a sí mismos los supremos realistas, pues la realidad interior de la imaginación es más real que la exterior de los sentidos.
Sea como sea, no hay realismo sin representación, así que es obligatoria la intervención de signos, símbolos o alegorías. Además, debe recordarse que lo real no está exento de existencia simbólica, resultado de un lenguaje capaz de hacer cosas: un país, para mencionar un solo caso, no nos antecede en la naturaleza; lo declaramos independiente, le juramos lealtad, y a partir de esas y otras declaraciones y juramentos, operaciones del lenguaje, el país comienza a existir… Unos escritores son honestos y admiten que su realidad consiste en una construcción simbólica. Otros son charlatanes o populistas que pretenden equiparar sus representaciones con aquello que intentan representar.
Con respecto a mi escritura, diría que trato de ser fiel a los horizontes de experiencia de mis personajes; le doy prioridad a su verosimilitud psicológica. Publico un manuscrito cuando siento que hay consistencia en ese aspecto, no importa, incluso, si la anécdota que cuento tiene algún componente sobrenatural o admite, entre otras, una interpretación fantástica. Tengo, por ejemplo, relatos con fantasmas, pero solo los he publicado si capto veracidad afectiva en ellos, sea en la voz del narrador o en la de los personajes centrales. Y la consistencia a la que me refiero no es incompatible con actitudes o valores contradictorios que pueda tener una criatura de ficción: las personas que conozco siempre recaen en conflictos, contradicciones.
—¿Se puede percibir el mundo y reproducirlo sin memoria y sin lenguaje?
—Hay un mundo allí, afuera, pero supongo que solo podemos conocer exhaustivamente nuestra percepción de él. Y el conocimiento no se produce sin lenguaje, es decir, sin un sistema de signos. Lo que llamamos realidad suele ser una versión del «afuera» editada por nuestra limitada percepción humana, ya que el universo se compone de un conjunto abrumador de elementos y eventos inabarcables para nuestros sentidos. Incontables cosas ocurren simultáneamente y fuera de nuestro radio de atención; en una oración, no obstante, un signo debe seguir a otro. Hay que considerar, además, que carecemos de signos suficientes para fenómenos que aún no hemos conocido o experimentado y pueden potencialmente existir. Lo que pongamos en las palabras, por consiguiente, solo constituye una selección muy abreviada, lo que significa que debemos resignarnos a las versiones. En resumen: el universo excede los medios expresivos del artista, pero la emoción estética que la obra suscita nos estimula, en cambio, a imaginar o a intuir la totalidad. La imposibilidad de capturar el todo, de supeditarlo a nuestra expresión, se convierte en un fracaso hermoso, conmovedor. Sintetiza la imperfección que somos.
—La ausencia es un espacio silencioso con mucha potencia en sus historias, una elipsis que se hace notar…
—A menos que esté endiosado, inflado psíquicamente, me parece que el escritor debe dejar que el silencio se cuele en sus palabras. El silencio, que acaso es el fracaso metafísico al que aludía antes, implica aceptar que nuestros humildes signos no lo comprenden todo, y obedecen a nuestra restringida percepción o experiencia. A medida que vivimos perdemos infinidad de cosas y notamos su ausencia; la madurez consiste en un registro de esas pérdidas. La más importante es asimilar nuestra mortalidad, conformarnos con no ser eternos. En arte, en general, esos espacios silenciosos a los que te refieres nos advierten de un más allá del individuo. A veces, tienen una cualidad numinosa, la de lo ignoto y trascendental; a veces, se encargan de indicar la presencia de lo que está en la sombra, agazapado en nuestro inconsciente a la espera de que lo reconozcamos e intentemos legitimarlo como nuestro.
—«El individuo que crea está dialogando con su inconsciente». ¿En una obra de ficción lo que se escribe está sublimado? Es decir, el ensayo y la crónica son los géneros más veraces.
—El ensayo es un ejercicio de la subjetividad individual que a conciencia se exime de autoridad científica o teológica, si entendemos el género en su sentido original renacentista, el de Michel de Montaigne, Francis Bacon y William Cornwallis. La crónica moderna (que no conviene confundir con el género historiográfico medieval que recibe el mismo nombre) es una subespecie del ensayo que surgió cuando este saltó de los libros a las páginas del periódico durante el siglo XVIII inglés, gracias a Joseph Addison y Richard Steele. La crónica da la sensación de ser veraz, en ella la subjetividad ensayística aborda los eventos del día a día con aparente espontaneidad para convencernos de un argumento personal disimulado, oculto. En la crónica moderna, como en otros subgéneros del ensayo, el componente ficticio se supedita a la persuasión: prima el impulso argumentativo, aunque se presente camuflado con anécdotas y técnicas narrativas.
En un cuento o una novela también hay veracidad, aunque el objetivo es otro, paradójico: imponernos una ficción, dejar en claro la capacidad del lenguaje para suscitar una impresión de vida incluso si sabemos que nos exponemos a un artificio. Lo que nos atrae en el arte es ese acto de magia: una mentira desplegada en un contexto lúdico, previamente acordado, parece tocarnos en lo más profundo, aquello que sentimos como íntimo o auténtico en nuestra psique. Sospecho que para que algo así ocurra, para que una obra artística tenga esa capacidad, el autor debe suspender su «yo», su voluntad, sus planes, para convertirse en amanuense, secretario o copista de algo que lo supera; el escritor de ficción cuyas obras me estimulan, cuyas obras admiro, parece haber recogido el dictado de una voz que no es la suya. En efecto, he podido darme cuenta de que muchos buenos escritores no llegan a entender del todo lo que han hecho; la lectura del crítico acaba revelándoselo, haciéndoles vislumbrar áreas de su creación que permanecían invisibles. Los antiguos hablaban de musas y de inspiración; hoy tenemos un vocabulario menos religioso para describir lo que ocurre, porque conocemos la existencia del inconsciente. Los artistas, sea cual sea su medio de expresión, se rinden casi totalmente a esos dictados de la otredad, dictados que vienen de un inconsciente más profundo que el subconsciente personal. Y, porque no se trata de un inconsciente privado sino compartido con la colectividad, podemos reconocernos en una novela, una pieza musical, un cuadro de otra persona: como receptores dialogamos con nuestras vivencias a través del arte ajeno y el propio. Creo que a eso me refería.
—Percibimos en nuestros escritores la desilusión por el desmembramiento de la sociedad, sin embargo, en una entrevista afirma: «Los escritores, específicamente, de una u otra manera, están captando que hemos sido prisioneros de algo que ni siquiera vimos, que ni siquiera hemos podido usar». ¿Qué es eso que no se ha visto?
—Me parece que dije eso hablando no de los escritores en general, sino de los que hemos conocido la Venezuela anterior a 1983 y hemos estado vinculados emocionalmente a los cambios tan drásticos que se produjeron después. El espejismo desarrollista fue desintegrándose en los ochenta; ya para 1989 empezó a hacerse demasiado claro, y en 1992 era un hecho. Se trató de una gran regresión a la anomia; el vacío que las frágiles instituciones democráticas no lograron llenar fue pronto ocupado por el caudillismo, ese umbral político entre la sociabilidad feudal y la moderna. Un umbral que juzgábamos superado, sin que así fuese: éramos víctimas de una ilusión colectiva; creíamos que la modernidad petrolera había triunfado, pero hemos ido comprendiendo que había sido endeble y ocultaba viejas amenazas. Al menos hoy la mayoría se ha desengañado y sabe que hay mucho que hacer; ninguna solución mágica, me parece, nos va a convencer y tendremos que reconstruir el país tanto material como mentalmente no valiéndonos de atajos o recayendo en el facilismo, sino mediante el trabajo duro y constante.
—¿Por qué cree que la fantasía entorpece la aprehensión del mundo?
—Hay que recordar el contexto. Cuando dije eso estaba distinguiendo fantasía e imaginación. El sentido que le doy a la palabra fantasía, y quizá pueda encontrar más adelante otro término mejor, es el de un intento de soñar con los ojos cerrados; es una fuga, un escape, a veces codificado por la sociedad (de hecho, la literatura comercial ha organizado un género a partir de esas tendencias de la adolescencia crónica). Lo que llamo imaginación, en cambio, requiere ojos abiertos: opera a partir de nuestras reacciones a la experiencia; consiste en una sensibilidad que transubstancia la memoria y le propone nuevos escenarios. Crea a partir de lo vivido o lo sabido; busca la transformación de la vida en algo que se aproxime un poco más a nuestros ideales o principios. La fantasía, por el contrario, se cierra a esa negociación adulta con el entorno. Repito: tal vez podamos dar con un vocabulario más apropiado para hablar de este asunto.
—George Steiner decía que las explicaciones de los economistas, historiadores y sociólogos no le ayudaban «a digerir los hechos». En su opinión, ¿los novelistas sí?
—Los economistas, los historiadores y los sociólogos son imprescindibles para entender los hechos: su trabajo se dirige a nuestra razón, le aportan datos. Tenemos que estar muy agradecidos de que así sea. El cuento, la novela, la poesía no pueden sustituir esas disciplinas. Operan de un modo distinto, porque son obras de arte. Por otra parte, la metáfora de Steiner me parece un poco empobrecedora. Lo que el arte nos da sería injusto reducirlo a un digestivo; el arte no es un Frangelico o un Amaretto intelectual. Hay que enfatizar, de paso, que es peligroso estar llevándose al aparato digestivo los hechos de la economía, la historia o la sociología… Lo que una obra artística nos ofrece se sedimenta en nosotros irracionalmente, a lo largo de nuestra vida, modificando y enriqueciendo nuestra intuición del mundo. Los artistas transmiten experiencias puras o potenciales, no hechos, aunque, vanidosamente, algunos artistas proclamen que lo hacen y haya críticos que les sigan la corriente.
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