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Francisco de Zurbarán, el pintor de las texturas

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San Serapio, 1628

In memoriam Fernando Arellano Arriaga, sj

Durante varias semanas he venido escribiendo sobre diversas figuras descollantes del arte y la literatura del Siglo de Oro español. Quiero cerrar esta serie dedicando sendos artículos a dos de los grandes pintores, no solo de esa etapa, sino de todos los tiempos. Comenzaré con Francisco de Zurbarán y cerraré el ciclo con Diego Rodríguez de Silva y Velázquez.

Algunos de los lectores saben quién fue Francisco de Zurbarán, pero habrá quienes nunca lo oyeron nombrar. Por ello, daré unas breves pinceladas biográficas, para luego hablar de su fabulosa obra pictórica.

Nació en Fuente de Cantos, Badajoz, 1598 y falleció en Madrid, 1664. Hijo de Luis de Zurbarán, un negociante de origen vasco, quien escogió Extremadura como lugar de residencia desde 1582,​ e Isabel Márquez. Es muy poco lo que se sabe de su infancia, pero hay datos que señalan que su padre otorgó un poder «a don Pedro de Elgueta, vecino de Sevilla, para que pusiera «a oficio de pintor» a su hijo Francisco con cualquier maestro de dicho arte, «ansí en la ciudad de Sevilla como en otras partes»». Aplicando este poder, Elgueta puso a Francisco de Zurbarán de alumno de Pedro Díaz de Villanueva, conocido como «pintor de ymaginería», firmando un contrato, en 1614, cuya duración sería de tres años. Es de suponer que Zurbarán entró en contacto con el maestro Pacheco y el propio Velázquez. Regresa a Extremadura al culminar sus años de aprendizaje; allí contrae matrimonio en dos ocasiones, con María Páez en 1617 yen 1625 con Beatriz Morales.

Zurbarán es considerado el pintor más representativo de los monasterios y se convierte uno de los ejecutores del programa teológico de la Contrarreforma. Sus cuadros religiosos están impregnados de un gran misticismo; incluso, hay analistas de su obra que señalan que, en sus obras de otros géneros, como es el caso delos bodegones, puede apreciarse ese hálito místico que lo caracteriza.

Corría el año 1626 cuando recibió del convento de los padres dominicos de san Pablo un trabajo voluminoso. Le fue solicitado que pintase veintiún cuadros, que debían ser entregados en un lapso de ocho meses. De esas pinturas se conservan: La entrega milagrosa del verdadero retrato de Santo Domingo en el monasterio de Soriano y La curación milagrosa del Beato Reginaldo de Orleans. En cuanto a las pinturas realizadas de los doctores de la Iglesia, se han conservado en la ciudad de Sevilla solamente tres de ellas: San Ambrosio, pintura donde plasma su abordaje al «retrato psicológico»; San Gregorio Magno, una obra maestra de perspectiva, y San Jerónimo, considerada entre sus mejores producciones.

Es una pintura de óleo sobre lienzo que estuvo mucho tiempo en el antiguo convento de san Pablo; fue trasladada al Museo de Bellas Artes de Sevilla, donde se encuentra actualmente. El lienzo es la representación del santo eremita, San Jerónimo, quien fuese traductor de la Biblia. ¿Quién fue san Jerónimo? Fue cardenal de la Iglesia Católica y renunció a la dignidad de ese cargo. Zurbarán lo pinta con su ropaje de color púrpura cuando va al al desierto para hacer penitencia y meditar. El rostro es cobrizo, quizá por el sol del desierto, una mirada penetrante, profunda y orientada hacia la luz que parece representar la fuente de donde proviene la iluminación celestial que necesita para traducir los contenidos sacros. Pero, el verdadero protagonista de ese cuadro es el color; un rojo que pinta en distintas tonalidades y diferentes brillos, creando los contrastes que han caracterizado a Zurbarán como un genuino artífice del color y la luz.

También de esa época es la Crucifixión del oratorio de la sacristía del ya nombrado ut supra convento dominico de san Pablo. Zurbarán ejecutó una genuina obra maestra, perfecta; atrajo todas las miradas sevillanas deslumbradas con este cuadro. Fue tal su éxito, que empezaron a llegarle numerosos encargos sobre el mismo tema.

Zurbarán materializa su conocimiento de la anatomía de un cuerpo masculino en esta magistral pintura del Crucificado. Lo comparan con el Cristo muerto de Diego de Velázquez. Zurbarán vierte en este óleo sobre lienzo toda la técnica aprendida del tenebrismo de Caravaggio. Es decir, el Cristo está pintado sobre un fondo oscuro donde resalta una formidable iluminación que entra en escena lateralmente; esta luz produce un efecto impactante sobre el cuerpo del crucificado, cuya piel blanca ha sido modelada sin rastros de sangre y donde apenas se vislumbra la herida del costado. El cuerpo de Cristo es perfecto, como tenía que ser el cuerpo de Jesús. La maestría de Zurbarán se materializa en el uso de las formas que responden a un detallado estudio de la anatomía humana. Llaman la atención los cuatro clavos en lugar de los clásicos tres. El momento que se reproduce es el último respiro de Jesús; su cabeza cae a un lado. La cruz es un leño tosco y a sus pies hay un papelito blanco, clavado en ella, y en ese papel está la firma de Zurbarán. Este prodigio de cuadro se encuentra en el Instituto de Arte, Chicago, Estados Unidos. Si alguna vez van a Chicago, no pierdan la oportunidad de visitar este Instituto de Arte y admiren una de esas maravillas que nos devuelven la fe en la humanidad.

Al continuar cronológicamente revisando su producción, encontramos que entre los años 1628 y 1629 pintó varios cuadros, encargo del Colegio Franciscano de San Buenaventura. La tapa más fructífera de Zurbarán va entre los años 1630 y 1639. Es el momento de sus naturalezas muertas, como es el conocido Bodegón con cidras, naranjas y rosa, del año 1633, hoy en el Museo Norton Simon, Pasadena, Estados Unidos; entre las obras religiosas, se recuerda con admiración Visión del beato Alonso Rodríguez, 1630; Apoteosis de santo Tomás de Aquino, 1631, entre otras.

Es imposible hablar de Francisco de Zurbarán y dejar de lado su participación en la decoración del Salón de Reinos del palacio de Buen Retiro. Las Fuerzas de Hércules fueron obras pintadas 1634, y en la actualidad se encuentran en el Museo Nacional del Prado; constituyen un grupo de creaciones poco común en su obra; hemos apuntado que su mayor producción es sobre asuntos de índole religiosa y santos. Estas diez pinturas, referidas a la figura mitológica de Hércules, son una verdadera excepción. Para esa decoración del Salón de Reinos también pintó La defensa de Cádiz contra los ingleses. Esta etapa se caracteriza por su alejamiento del tenebrismo para asumir el estilo del clasicismo toscano.

En 1655, la orden de los cartujos le encargó una tríada de cuadros que representaran los principios espirituales de la orden; estaban destinados a la sacristía de la Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla. Estos cuadros son: La Virgen de las Cuevas, simboliza la devoción a la Virgen María y, además, como enaltecimiento de la advocación del monasterio; la Visita de san Bruno al papa Urbano II, como referencia al silencio, regla destacada de los cartujos; y el Milagro de san Hugo, alusivo al ayuno en la cotidianidad de los monjes cartujos.

Podría seguir detallando los cuadros de Zurbarán; para mí es un deleite. Pero, quiero decir algo sobre el blanco de sus cuadros; el blanco de los hábitos de los monjes, el blanco del Cordero místico. El blanco que aprendí a distinguir en este prodigioso pintor como una técnica que revela su profundo misticismo. Ese aprendizaje que tuve con un maestro fuera de lo común y a quien le he dedicado este escrito, Fernando Arellano Arriaga, sj.

Zurbarán representó en distintos momentos el Agnus Dei.  Este cordero viene a ser un ícono ancestral del arte del cristianismo, que vincula al cordero con Jesucristo. El cordero simboliza esencialmente el martirio y la muerte de Jesús.

Elaborada en óleo sobre lienzo, es un cuadro pequeño. Es un cordero que está atado de pies y manos.  El animalito está sobre una mesa y el fondo oscuro de la pintura hace destacar la hermosa blancura de su pelambre. El tratamiento de la luz es sublime; aún queda algo del tenebrismo que tanto cultivó.

Blancos también son los hábitos de muchos de los monjes por él pintados. Y ese manejo de distintas tonalidades, hizo que la gran María Zambrano escribiera de Zurbarán, lo siguiente, con lo que termino este artículo: «El blanco, el inimitable blanco de Zurbarán a donde todos los colores van a dar, al modo de los ríos en el mar. La inmensidad del blanco que se hace así blancura. Esa blancura que en las clases de filosofía nos habían dicho que era invisible. Está aquí, en los blancos de Zurbarán y quizá esté visible, no porque en verdad haya llegado a ese absoluto de la blancura, sino porque la anuncia. (María Zambrano, Algunos lugares de la pintura, «Francisco de Zurbarán”)».

@yorisvillasana

 

 

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