Que una mujer haya sido la primera en describir el orgasmo femenino quizás no sorprenda, hasta que te enteras de que lo hizo en 1151, una época en la que eran los hombres quienes narraban la realidad.
Que lo haya hecho una monja benedictina del Sacro Imperio Romano Germánico quizás sí sorprenda, hasta que recuerdas que durante muchos siglos tomar los hábitos era una de las mejores opciones para las mujeres de las clases altas que quisieran tener el tiempo y los medios para pensar.
Eso no quiere decir que Hildegarda de Bingen haya escogido esa vida: como hija de una familia noble de origen germano, su destino fue determinado por sus padres desde temprana edad.
Pero si bien es cierto que el que la hubieran entregado a la religión implicaba que recibiría una educación más rica, nada de su entorno o momento histórico se prestaba para que se convirtiera en un ser tan excepcional.
A pesar de que todo estaba en su contra por ser mujer en la Edad Media y pasar la mayor parte de sus más de 80 años de vida encerrada en monasterios, Hildegarda llegó a ser una renacentista antes del Renacimiento.
Su obra abarcó desde lo espiritual hasta campos como cosmología, medicina, biología y botánica.
Creó la Lingua Ignota o lengua desconocida, el primer idioma artificial de la historia.
Fue además una visionaria extática, una poetisa y una artista visual.
Cuando el silencio de las mujeres se extendía a la Iglesia, donde sus voces no podían ser escuchadas, ella compuso innovadoras obras musicales, que fueron redescubiertas en 1979 -800 años después de su muerte-, y hoy son célebres y muy celebradas.
Y en ese siglo XII, cuando las directrices de la Iglesia reservaban a su género un papel subalterno, no sólo fundó sus propios monasterios, sino que predicó fuera de ellos, con permiso del Papa, algo sin precedentes, e interpretó la Biblia, potestad exclusiva de los hombres.
Venerada desde antes de morir, y adorada como santa antes de que ser canonizada en 2012, es además una Doctora de la Iglesia, un título otorgado a ciertos santos en razón de su erudición.
¿Cómo lo logró?
Arriesgándose… mucho.
Cuando su mentora murió y ella tomó su lugar de abadesa en el pequeño convento anexado al monasterio de Disibodenberg, lo que había sido un secreto fue compartido por instrucción divina: desde que tenía 3 años de edad tenía visiones. Pero en una reciente Dios le había ordenado transcribir lo que le mostraba.
No obstante, contó, inicialmente se rehusó a hacerlo «no con terquedad, sino en el ejercicio de la humildad, hasta que, derribada por el azote de Dios, caí sobre un lecho de enfermedad».
Ante tal castigo divino por no obedecer, «hablé y escribí estas cosas, no por invención de mi corazón o de cualquier otra persona, sino por los misterios secretos de Dios que escuché y recibí en los lugares celestiales.
«Y de nuevo oí una voz del cielo que me decía: ‘Habla, pues, de estas maravillas, y escribe y dilas de la forma en que te fueron enseñadas'».
Así que no era ella -quien afirmaba ser no más que una paupercula femina (pobre mujer) sin mayores dotes intelectuales que los recibidos de la gracia divina- sino un designio del Señor lo que la impulsaba a comunicar las revelaciones de sus episodios místicos que describía como «el flujo abismal de los misterios de Dios».
Cuando estaba en el proceso de escribir su primera obra, «Scivias», el papa Eugenio III se enteró y ordenó una investigación.
En esa época, y muchas después, las mujeres que hablaban de lo que no les correspondía terminaban en la hoguera: ¿era una auténtica visionaria o una simple pecadora sometida al poder de Satán?
Por suerte, y por ingenio, el dictamen fue que sus visiones eran fruto del Espíritu Santo, de tal manera que obtuvo la libertad de expresar, sin tapujos pero con astucia, todo lo que tenía en su mente.
Pontífices y emperadores de distintos territorios europeos acudían a ella en busca de consejo espiritual y hasta predicciones de futuro.
En sus casi 400 cartas que sobreviven, hay desde humildes penitentes pidiendo curas para sus males hasta reyes en pos de asesoramiento político.
Con el tiempo, pudo escribir tratados científicos en los que ya no transmitía sus visiones sino lo que había aprendido a través de su observación de la naturaleza, sin ser acusada de brujería y censurada, o escandalizar a nadie lo suficiente para impedírselo.
En uno de ellos, «Cause et cure», abordó el tema de la sexualidad, sin juicios morales.
Y, a diferencia de escritores como su contemporáneo Constantino el Africano, quien en su «De coitu» describió toda clase de placeres carnales sin mencionar a la mujer ni una sola vez, Hildegarda habló sin reparos tanto de la experiencia masculina como la femenina.
El placer sexual
Aunque exhaltaba la castidad, no por eso denigraba el matrimonio y la procreación. Y mucho menos a las mujeres, a pesar de que pasó su vida describiéndose como una mera «pluma en el aliento de Dios».
«La mujer podrá estar hecha del hombre, pero el hombre no se puede hacer sin una mujer».
Es más, lo que había ocurrido en el Jardín del Edén había sido culpa de Satán, no de Eva. Celoso de que ella tenía el poder de dar la vida, había envenenado el fruto de tentación y Eva, tan humana como Adán, no había podido resistirse.
Y la sangre que verdaderamente manchaba no era la de la menstruación sino la que se derramaba en las guerras.
Así fue allanando el camino para llegar a afirmar que el sexo no era fruto del pecado, y el placer sexual era cosa de dos:
«Tan pronto como la tormenta de la pasión se levanta con un hombre, es arrojado en ella como un molino».
«Sus órganos sexuales son entonces, por así decirlo, la fragua a la que la médula entrega su fuego. Esa fragua luego transmite el fuego a los genitales masculinos y los hace arder poderosamente».
Y su pareja está lejos de ser un recipiente insensible.
«Cuando la mujer se une al varón, el calor del cerebro de ésta, que tiene en sí el placer, le hace saborear a aquél el placer en la unión y eyacular su semen.
«Y cuando el semen ha caído en su lugar, ese fortísimo calor del cerebro lo atrae y lo retiene consigo, e inmediatamente se contrae la riñonada de la mujer, y se cierran todos los miembros que durante la menstruación están listos para abrirse, del mismo modo que un hombre fuerte sostiene una cosa dentro de la mano».
Eso, de la pluma de una monja del siglo XII, sí que es sorprendente.
Como muchas maravillas más.
Aunque por mucho tiempo estuvo perdida en la historia, fue redescubierta en el siglo XX y, desde entonces, su voz, a la que llamó «un pequeño sonido de la trompeta de la Luz viviente», volvió a resonar, no sólo entre académicos, sino también entre herbalistas, naturópatas y nutricionistas, así como artistas y músicos.
Transgresora por naturaleza, cuando la criticaron por permitir que sus «virgenes» celebraran las festividades dejándose el cabello suelto y adornado y con atuendos de seda blanca, escribió una frase cuyo eco hoy la evoca a ella:
«¡Oh, mujer, qué espléndido ser eres! Porque tú pusiste tu fundamento en el Sol, y has conquistado al mundo».
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