Una parábola cervantina
“Mi libro es esencialmente inútil”, decía Baudelaire. De “La utilidad de lo inútil” nos ha hablado con pasión Nuccio Ordine al enfrentarse críticamente a los dictados del mercado que impone el valor de los saberes del presente y dispone su pertinencia en el porvenir. La oposición binaria ya supone un falso dilema, pues lo cierto es que se exigen mutuamente para existir. No creo, en principio, en la posibilidad del libro inútil, pues esa misma condición siempre propiciará, al menos, la visibilidad y presencia de otros, que por contraste serán estimados positivamente de forma provisional, según dictámenes sin garantía alguna de perennidad. Tanto las experiencias de vida del lector como la dinámica misma del campo cultural acarrean siempre reacomodos de apreciaciones y perspectivas. Sobran los ejemplos. ¿Qué sería hoy del Quijote sin la lectura surgida de los románticos alemanes y de la fascinación que produjeron en los lectores ingleses y de otras latitudes los hallazgos metaliterarios encontrados en ese libro, inicialmente tan solo estimado provincianamente como fuente de comicidad? ¿Alguien recuerda un libro más “inútil” que el apócrifo Quijote de Avellaneda, casi imposible de hallar hoy en día? Valdría la pena preguntarse si de no existir ese inútil libro, ese plagio, Cervantes hubiera acometido la tarea prometida, y por mucho tiempo postergada, de escribir esa segunda parte en la que el escritor se hace lector de sí mismo y sin la cual, presumiblemente, la emblemática obra de Cervantes se hubiera perdido en el olvido junto a tantos libros de incierta utilidad.
Arturo Gutiérrez Plaza
Uso restringido
Los libros no se recortan, no se ensucian ni se rayan. Un libro cerrado es un amigo que espera, abierto una mente que habla. Cuando niña todo lo que se me dijo sobre libros en la escuela y en mi casa seguramente procuraba resguardar su seguridad e incentivar su uso. Pero no se pasaba de estas frases, lo que explica que mis primeros recuerdos de libros versen más sobre lo que se decía de ellos que de experiencias de lectura; es decir, no recuerdo haber visto adultos leyendo. Tal vez eso justifique, también, que cuando empecé a tomar parte de lo que se supone que se hace con los libros sentí estar cometiendo casi un atrevimiento. Esa ingenuidad fue luego mi sorpresa en la universidad al notar que la gente gusta de escribir notas al margen y resaltar pasajes con tinta amarilla. Quizá eso diga mucho de por qué me cuesta tanto zafarme de libros que nunca voy a leer y cuya donación implicaría, más que un acto generoso, poner en aprietos a otros. Tal vez esas frases llenas de buenas intenciones condensen la solemnidad de estos objetos, que los libra en muchos casos, incluso a los más malos, de terminar en la basura, pero que a su vez los distancia de su fin práctico, relegándolos a decoración.
Oriana Reyes
Vida libresca
Entre “libre” y “libro” sólo hay una letra de diferencia, pero siempre he creído que existe una inmensa similitud entre ambas palabras porque quien lee alcanza el nivel más alto de libertad.
Por el año 2010 tenía 18 años y empecé a sentir hambre insaciable de saber. Visitaba muchísimas librerías, recorría el emblemático puente de las Fuerzas Armadas y me perdía en los pasillos de La Pulpería del Libro. Por fortuna, entendí la clave de la vida libresca rápidamente, la cual, a mi juicio, consiste en leer de todo y habitar en tantas épocas y mundos como te permita tu tiempo.
Un día Chávez abrió la Librería del Sur en mi universidad, pensé que habría textos cuyo contenido buscaba ideologizar, pero no por eso dejé de entrar. Seleccionando cuidadosamente conocí obras que iban desde El arte de la guerra y Así habló Zaratustra, hasta una colección llamada Sexo fuerte, integrada por 10 mujeres extraordinarias como mi admirada Lou Andreas-Salomé y Susan Sontag, sobre esta última, su biógrafa relataba que siendo universitaria se llevaba los libros sin avisar, yo sólo era capaz de hacerlo en ese lugar, porque al final el chavismo los desecharía por razones ampliamente conocidas.
Mi punto es que no existen los libros o librerías inútiles y que una mente abierta conseguirá todo lo que merece hallar.
Irene María De Sousa
Yo, inútil
El libro más inútil es el libro no escrito. El libro que vive en la cabeza. En las conversaciones. Ese que no alcanza la página. Merodea el cuerpo, pensándose, criticándose, engrandeciéndose, saboteándose. No termina.
Ese que busca excusas para no acabar en blanco y negro. Ese que por miedo no mira el sol. Se cuestiona si será útil. Se pregunta qué es un libro útil o inútil. Se paraliza. Ese que se esconde detrás de la noche, el calendario, la primera comunión y los recibos. Pasa días, horas, intentando dibujarse, pero no escapa. No ve la luz. No termina.
Hace tiempo no doy a luz. Mis palabras no salen de mis sueños, se quedan en la nube. Se sienten cortadas de raíz. Arrancadas. ¿Temen? ¿Piensan demasiado? ¿O poco? ¿Podría ser una cagada? Una cagada, un alivio, un respiro. Descargar siempre es necesario. Pujar, ventilar, sentir dolor, placer, sacar, vaciar. Volver a empezar.
Escribir es un vicio, una enfermedad. De noche, a cualquier hora, ver las letras caer paradas sobre agua y flotar. Bajar la cadena. Alimentarse. Volver a empezar.
Sobre-pensar. Sobre-analizar. Re-escribir. Mil veces. Catarsis. Enmudecer ideas. Callar historias. Apresar mentiras entre una portada y una solapa.
Yo, inútil, volveré a sentir un retorcijón y habrá que pujar. Esperar. Mirar al frente.
Volver a empezar.
María Ángeles Octavio
Nuestros pasos perdidos
Parecía fácil la solicitud de Papel Literario, pero por el contrario me obligó a una revisión minuciosa de ese espacio atiborrado de títulos que resulta indispensable a quienes tenemos como oficio escribir. Obligados a desempolvarlos, no sólo hallamos novelas olvidadas, también revivimos nuestras propias historias que quedaron impresas junto a los libros.
Cuando uno revisa encontramos unos cuantos ejemplares que podrían encajar en la algo incómoda pregunta de aquellos libros que por alguna razón permanecen allí, instalados; pero de ninguna manera los vamos a leer. No los hemos regalado, donado o lanzado a la basura. Pero allí siguen.
Decimos que podría resultar incómoda porque en esa categoría de desecho podrían estar autores amigos, conocidos, o muy reconocidos que resultarían una afrenta confesar que de ninguna manera vamos a leerlos.
Luego de varias revisiones, reflexiones y búsqueda de motivos, encontré un ejemplar de un libro que me ha acompañado desde los inicios en el periodismo de aquellos años en El Diario de Caracas. Ha sobrevivido mudanzas, cambios de vida, gobiernos y fuentes de trabajo. Se lo compré a un famoso librero que, durante muchos años, nos llevó la literatura a nuestras redacciones de los periódicos. Se llamaba “Esteban”, quien emigró de Uruguay y encontró en Venezuela una tierra propicia. El libro olvidado fue Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Y antes de que los lectores me cuestionen por no haber leído esta extraordinaria novela del reconocido escritor cubano, paso a explicar las razones de la sobrevivencia del libro y por qué nunca lo leí.
Entre la variedad de ofertas que solía cargar Esteban, estaba ese pequeño libro de Los pasos perdidos a precio casi regalado de una editorial mexicana. No lo pensé tratándose de uno de mis autores favoritos. Lo puse en la mesa de noche donde suelen aguardar las lecturas nocturnas y luego de varios días decidí comenzar a leer esa extraordinaria historia que se desarrolla en las selvas amazónicas. Pero vaya chasco. No pude pasar de la primera página. La letra era diminuta para mi limitada visión. Lo guardé en la que fue una de mis primeras bibliotecas y allí sigue acompañándome; no sé a la espera de qué. Pero siempre supe que en algún momento Los pasos perdidos regresarían por otra vía, como en efecto ocurrió, cuando alguien me regaló otro ejemplar, esta vez con una edición más amable. De no ser por esa pregunta que me solicitó Papel Literario, jamás hubiese recordado ese incidente y la lección, sin percatarme al momento, que me dejó ese pequeño libro que nos dice que siempre hay que tener fe, pues no sabemos en qué momento podemos encontrar de nuevo nuestros pasos perdidos.
Francisco Olivares
Prosa de Kazajistán
El libro consta de 827 páginas con 30 autores de la octava nación más grande del mundo —tres veces el tamaño de Venezuela—, y con una población que no llega a los 19 millones de habitantes. No recordaba cómo llegó a mis manos la Antología de la prosa moderna en Kazajstán, la primera obra de narrativa traducida al español que compendia autores de esta nación más que todo asiática, poblada de nómadas y estepas infinitas y con una menor porción de suelo europeo a partir del límite del río Ural, el tercero más grande en Europa tras el Volga y el Danubio. Kazajistán fue parte de la Unión Soviética desde 1917 hasta su independencia en 1991. Nursultán Nazarbáyev (Nursultán: “el sultán radiante”), como buen autócrata, gobernó desde 1991 hasta 2019 (año de la edición de la antología) cuando colocó a un títere en su lugar y cambió el nombre de la capital de Astaná a Nursultán para honrar su propio legado. Hay una nota suya en la antología, hermana de la edición en poesía, en la que afirma que la cultura nacional podrá finalmente escucharse en seis idiomas. Leo que la obra fue traducida y editada por encargo del “Ministerio de Cultura y Deportes de Kazajistán”, supongo que una suerte de “Minpopo” kasako. Empecé a indagar. Veo la editorial y me llama la atención que se trata de Visor Libros, Isaac Peral, 18, Madrid. Consulto a Marina Gasparini y me dice que ignora la existencia del libro. Leo el prólogo de María Sánchez Puig, traductora del ruso, idioma original en que están escritos estos textos que incluyen autores del período soviético, más que todo, y algunos a partir de la independencia. La prologuista destaca a T. Abdik como el escritor actual más influyente y afirma que ganó el Premio Literario Franz Kafka de 2003, lo que no pude comprobar como un hecho cierto en las fuentes consultadas. Tolén Abdik durante diez años dirigió el departamento de literatura del Comité Central del Partido Comunista de Kazajistán y trabajó como asistente de Nazarbáyev. Entiendo que la literatura de Kazajistán cuenta con una tradición de miles de años a partir de poemas y leyendas de las tribus nómadas, pero que el verdadero legado parte del momento en que el territorio es incorporado al imperio ruso. Antes de 1917 el autor más importante fue Abai Kunanbayev, considerado la quintaesencia de la literatura kazaka, con una poesía de carácter nacionalista. ¿Pero cómo llegó este libro a mis manos? Una frase de la contratapa me dio la pista: “Con una tirada de 60.000 ejemplares y distribuidos a universidades, bibliotecas y centros de investigación en 93 países”. Fue allí, saliendo de un día de escritura en la sede de la biblioteca de la Universidad Pompeu Fabra, en su campus de Poblenou en Barcelona, donde estaba una pila gigantesca de libros. Desde recepción, amablemente me dijeron que me podía llevar uno. Recuerdo que me pesaba en el morral de vuelta en el bus. Entonces sería en ese momento que lo dejé ocupando para siempre un espacio en la biblioteca. La vida se hace breve cuando se piensa en los libros que no alcanzaremos a leer.
Pedro Plaza Salvati
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