La noria de los libros inútiles
Hay libros inútiles, pero también lecturas inútiles. Muchos de ellos yacen en nuestras bibliotecas como hogares de ácaros, contemplación estética o exhibición vanidosa ante los otros. El libro no leído es un libro inútil.
El tránsito de lo inútil a lo útil es el argumento central para negar la existencia de libros inútiles. Su lectura es como viajar en una noria de circo. No lo digo por la circularidad narrativa ni por las sensaciones que experimentamos en ella. Lo digo por el mecanismo físico repetitivo de no llevarnos a ningún lugar, de carecer de significado más allá del instante sobre ella. Con el fin del viaje se acaba su experiencia y sentido para el lector. La inutilidad de un libro depende de nuestra relación con él. De la imposibilidad de entablar un diálogo con el texto que implique un beneficio sensorial, de conocimiento o emocional, se establece su inutilidad.
Cuando las circunstancias sociales lo imponen aparece la lectura obligada y la enemistad con muchos de ellos. Fuera del conocimiento, las lecturas obligadas son prácticas comunes. Quedar bien y mantener el histrión convierte este tipo de lectura en una necesidad imperiosa. Leemos entonces libros inútiles. La inutilidad así no resulta ser tan mala, esa es la esperanza.
Sin demeritar los esfuerzos de sus autores ni sus horas de desvelos, estos libros forman parte de la circularidad de un fenómeno histórico convertido en práctica social, el compadraje. Sobre la noria de su lectura, descubrimos que “lo extraordinario”, “lo magistral”, son epítetos que en realidad no corresponden con el texto con el que intentamos dialogar. Lo inútil entonces se envanece en su acto, y se desvanece en la experiencia estética del vacío que dejan los volúmenes traídos en palio por la cofradía de aduladores.
Jo-ann Peña Angulo
Las perlas de Möbius
“En los hombres poco desarrollados en la parte mental (un negro, por ejemplo) se encuentran los mismos datos anatómicos hallados en el lóbulo parietal de la mujer”.
“El instinto hace a la mujer semejante a las bestias, más dependiente, segura y alegre”.
“La libertad por sí misma es negativa y a la mujer, debido a sus especiales condiciones cerebrales, le conviene estar sujeta al hombre”.
“No es preciso desear nada en la mujer excepto que sea sana y tonta. Semejante paradoja, aunque grosera, encierra una verdad. […] Las exaltadas locas modernas paren mal y son pésimas madres”.
“En el climaterio, por el cual la mujer se hace vieja, no podemos esperar más que un debilitamiento de las facultades mentales”.
“La mujer no ha aportado nada al desarrollo de la ciencia y resulta inútil esperar algo de ella en el porvenir”.
La inferioridad mental de la mujer es el título en español que recibió el libelo del psiquiatra Paul Julius Möbius. Fue publicado en 1900 y en alemán es más fuerte: Sobre la imbecilidad fisiológica de la mujer. Muchas gracias. Su teoría: la mujer es mentalmente inferior al hombre por el peso y características de su cerebro (el del varón es considerado “normal”).
Ese panfleto cayó en mis manos un día en que estaba en lo alto de una escalera organizando la biblioteca. No lo quemé, es una joya que me hizo llorar de la risa, porque ser feminista y tener sentido del humor no es un oxímoron.
Lo terrible es que hay hombres que siguen pensando igualito a Möbius. Entonces mi llanto es otro.
Carolina Espada
Laundry
Cada vez que lavo ropa en el laundry compartido del edificio donde vivo, me llama la atención la pequeña biblioteca que hay en un rincón. Al igual que mis vecinos, tanto los estadounidenses como los inmigrantes, una vez que meto la ropa en la lavadora o la secadora, subo a mi apartamento y bajo cuando ha finalizado el ciclo. Nadie usa la biblioteca ni el viejo sofá morado que está al frente de ella. Siempre me pregunto quién leerá esos libros polvorientos.
Un día, sin embargo, vi a una anciana pálida y desaliñada sentada en el sofá morado leyendo un libro de carátula verde titulado The Book of Life. Las manos arrugadas tapaban el nombre del autor. Me intrigó entonces saber de qué se trataba el libro y, sobre todo, por qué lo estaba leyendo. ¿Qué tanto puede aprender una anciana sobre la vida en The Book of Life? ¿Lo lee por simple curiosidad para matar el tiempo o de verdad le interesan las respuestas de ese libro ante preguntas existenciales?
Viendo su notoria concentración y ensimismamiento, temí que se molestara si su experiencia lectora era interrumpida por mi machucado inglés. Así que decidí poner mi ropa sucia en la lavadora, subir a mi apartamento y leer noticias sobre Venezuela en Internet hasta que finalizara el ciclo.
Diego Maggi Wulff
¡Libros al cesto!
Ya que cumplí 65 años (quel horreur) puedo decir que muchísimos libros son inútiles, verdaderos dispendios de papel, tinta y humanos esfuerzos. A veces imagino al planeta cubierto de pilas y pilas de páginas escritas en cualquier país del mundo y los humanos prácticamente cubiertos de papel impreso. Si bien la era digital nos ha quitado algunos kilos de papel de encima, demasiados libros se siguen publicando aquí y allá.
Cuando Nelson (Rivera, claro) me pidió que escribiera sobre los libros inútiles, enseguida vino a mi mente Finnegans Wake de mi amado James Joyce. Para empezar nadie ha podido traducirlo, por lo tanto solo unos pocos angloparlantes han podido medio leerlo, o decir que lo leyeron. En definitiva, un libro que solo sirve para aumentar la lista de los que escribió Joyce .
Otros libros inútiles: los de autoayuda, que solo ayudan a sus autores y editores, si tienen éxito.
Una vez mi hermano me prestó un libro del escritor francés Daniel Pennac. El libro me encantó y al poco tiempo compré otro título del mismo autor; pero encontré uno de esos terribles intentos de reinventar la literatura y escribir palabra tras palabra un very old fashioned flujo de la conciencia, o de la inconsciencia, o del » nivel etílico» del autor en el momento de la escritura. Decidida a terminar el cúmulo de hojas engrapadas me obligué a continuar por algunas páginas más, pero no pude, era imposible o, mejor dicho, inútil.
Tras una brevísima estadía en un estante de mi biblioteca el libro terminó en el cesto de la basura. Ni siquiera recuerdo el título.
Barbara Piano
Libros faros
Hay unos cuantos libros en casa, bien ubicados, pero no suelen ser leídos. Los empezamos y nunca terminamos, nos atraen y asustan, generan temor e impotencia, pero siempre regresamos a su lado, una y otra vez, en traducciones. En primer lugar la Tanaj (תַּנַךְ), la Biblia hebrea con sus tres grandes partes: la Torá o Ley, los Nevi´im o Profetas y los Ketuvim, los demás escritos (Salmos, Proverbios, Job, etc.); y a su lado la Biblia Hebraica Suttgartensia, la edición del texto masorético. He pasado muchos meses estudiando hebreo antiguo online con profesores en Jerusalén, pero todavía no leo con la suficiente fluidez, algún día quizás.
Y otro libro, 1Q84 (ichi kew hachi yon), de Haruki Murakami, en japonés, otro idioma que leo como un estudiante de primaria y nosotros, en cuanto tales, no estamos preparados para entender al más importante de los actuales escritores japoneses.
Son libros faros, que nos indican y señalan el futuro, muestran una faceta de nosotros mismos que aún no conocemos y añoramos, como un polo magnético, inverso al de Freud, pues apunta a un tiempo que todavía no existe, desde donde nos llaman. Quisiera tener más libros faros, como Viaje al Oeste de Wu Cheng´en, en chino y muchos otros en alemán, pero poco a poco, que estamos apurados.
Ricardo Bello
¿Libros inútiles?
Al hablar de libros inútiles, de inmediato salta a la memoria la sentencia de Plinio el Viejo: “No hay ningún libro tan malo que no tenga alguna parte de la que sacar provecho”. Esta máxima que se expandió durante el Renacimiento, y que Cervantes recogió dos veces en su Quijote, pasó a convertirse en un lugar común, certero como tal.
Pero en nuestro mundo 2.0, más que por el contenido en sí mismo, cualquier libro es útil por el momento de soledad que nos procura, porque propicia la reflexión reposada, tan necesaria frente a la feroz inmediatez y sobreexposición de las redes sociales.
El libro favorece una intimidad que invita a vernos, algo más que útil en nuestros tiempos, en los que olvidamos quiénes somos o cómo somos, pues nos comportamos bajo parámetros de aceptación comunes a la mayoría; forjamos (des) personalidades asépticas, casi victorianas, que desdibujan lo que de humano hay en nosotros y de ese modo nos vendemos al mundo.
Así las cosas, el libro —tecnología de punta con más de 500 años en el mercado— viene a ser el espejo que puede devolvernos una imagen más real de nosotros mismos, sin hinchazones, favoreciendo la tolerancia para ponernos en los zapatos del otro, en lugar de acometer su linchamiento.
Álvaro Mata
Libros inútiles
Cuentan que Octavio Paz nunca pudo sobreponerse al incendio de su biblioteca. Jesús Marchamalo argumenta que la razón fue que “con los libros ardieron las dedicatorias, las anotaciones en los márgenes, las erratas corregidas a mano. Con los libros ardieron las tardes luminosas en las que los había leído, el olor del papel, el orden de las estanterías, el tacto de los amigos a los que se los había prestado”. La gran pérdida fue de un anclaje a la serie de experiencias y emociones que se producen en la relación con los libros. Porque los libros en sí, como objeto, son todos inútiles. El libro se activa, se vuelve constelación y espejo, se vuelve útil en contacto con los lectores. Son las historias que también están fuera de sus páginas, la forma como llegan a nosotros, las marcas y comentarios que hacemos, las conversaciones que incita, el vuelo de la imaginación o del pensamiento, el efecto de su olor y su tacto, en fin, es aquello a lo que alude Marchamalo, lo que le da utilidad a este objeto. Eso que deriva de una relación íntima, única, personal. Y que puede sobrevivir a incendios, mudanzas y otras formas de la pérdida.
Diajanida Hernández
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