Los terrícolas estamos siendo ubicados, generacionalmente hablando, a partir de la manera como encaramos las nuevas realidades engendradas por las veloces transformaciones digitales que vienen ocurriendo. El mundo actual es muy distinto al de hace relativamente poco, y genera miradas parecidas y a la vez distintas de acuerdo con la edad que se tenga.
La clasificación demográfica a partir de este último criterio ha recibido algunas observaciones. Se dice, sobre todo, que las categorías elaboradas dan cuenta fundamentalmente de la realidad norteamericana, y que han sido ideadas por los especialistas en marketing. Pero más allá de la crítica académica, tales agrupaciones son de uso común y brindan una perspectiva interesante que retrata grosso modo la vida de las personas en un escenario cada vez más digitalizado, a partir de sus respuestas ante lo que sucede a su alrededor en virtud de las alteraciones que, como señalé, van emergiendo con inusitada rapidez.
¿Regresar a cuál normalidad?
El desglose por la edad establece diferentes generaciones que van desde los denominados Baby Boomers, nacidos entre 1946 y 1964 (actualmente tienen entre 57 y 75 años), hasta los de la Generación Z, correspondiente a los nacidos entre 1997 y 2015 (hoy en día cuentan entre 6 y 24 años).
Hace poco más de dos semanas un amigo, ubicado hacia la mitad de la tabla de los conjuntos digitales mencionados, y a quien había perdido de vista desde hacía un largo tiempo, me llamó para proponerme que nos encontráramos para vernos y echarnos los cuentos de la vida de cada uno. Le sugerí un lugar equidistante y agradable y me dijo que a él le provocaba más bien que nos tomáramos un café por Zoom y conversáramos un rato, no muy largo, me advirtió, porque en una hora debería estar como ponente principal en una conferencia de gran importancia, cuyo tema no recuerdo.
En fin, lo convencí y, terminado nuestro diálogo de cuarenta minutos, una vez de regreso a mi casa y tumbado en la cama, me asaltaron las mismas inquietudes de cuando el país atravesaba la mitad de la pandemia, asumidas y sentidas desde mi perspectiva de “inmigrante digital”, cosa que digo porque no siento ninguna preocupación, caso de que se me caiga la cédula. Repasé, pues, varios estudios que había leído e incluso dos o tres artículos escritos en estas páginas, convenciéndome aún más de que la solución a muestras dificultades, sacadas a la luz por el covid, no pasaba por “volver a la normalidad”, pues eran sus lodos los que en buena medida habían causado los desacomodos del planeta, originados por la manera en que los humanos concebíamos la vida dentro de un modelo de desarrollo que hacía agua por varias partes, centrado como estaba en torno al crecimiento permanente del PIB, aun cuando se le pusieran al lado otros termómetros que insinuaban cierta preocupación por las desigualdades sociales o el cambio climático, por ejemplo.
¿Ir, entonces, a la “nueva normalidad”?
Todavía bajo el impacto de la sugerencia del cafecito virtual de mi amigo, misma que no acepté por cuestiones de dignidad, dada mi condición de “inmigrante digital”, me dediqué a pensar sobre cuál sería nuestra nueva normalidad a partir de las notas que había tomado de varios libros y documentos. Así, en una de mis libreticas encontré una nota en la que el filósofo español José María Lasalle indicaba, palabras más palabras menos, que entre las consecuencias originadas por el covid-19 en el planeta destacaba el paso de una “transición digital” a un “nuevo status quo”. La razón principal radica en que nos hemos digitalizado a una velocidad y a una escala sin precedentes en la historia, que nos han sorprendido sin respuestas para entender los cambios que tienen lugar, ni ideas para establecer las reglas de juego que los permitan orientar y regular.
Así mismo, el citado autor, junto con otros que también militan en el mismo punto de vista, subraya la necesidad de promover políticas públicas que le den sentido cívico y ético a la revolución tecnológica y trasciendan los modelos de sociabilidad digital de los que se aprovechan las grandes corporaciones tecnológicas, al monetizar un control eficiente diseñado para consumidores y usuarios, y no para ciudadanos.
Se trata de adoptar un humanismo tecnológico que empodere a las personas y les confiera la responsabilidad de dar sentido a los datos, los algoritmos, la inteligencia artificial y las máquinas, con el fin de fundamentar una respuesta que impulse un conjunto de normas que controle democráticamente la tecnología, que emancipe al ser humano de ella, lo resignifique como ciudadano, que decida sobre el impacto que tiene en él y que no haga de la desinformación y las fake news, sus prácticas más recurrentes. Apremia, en suma, la necesidad de llevar a cabo ciertas consideraciones que ponderen la influencia que ocasiona la inmersión digital sobre nuestra personalidad, sobre nuestros valores, sobre el respeto a nuestros derechos fundamentales o sobre la fortaleza de nuestras democracias.
Por otro lado, se sostiene la opinión de que este entorno ha ido produciendo mutaciones relevantes en la sociedad y la cultura. Se ha alterado el tipo de relaciones humanas cuantitativa y cualitativamente. Viviendo online tantas horas, surge una realidad paralela que está sustituyendo a la realidad física, no en balde se habla ya del “homo digitalis”.
El sociólogo Manuel Castells perfila lo que define como una “Sociedad Red”, cuyas características modifican las pautas que rigen la manera como nos plantamos y vinculamos en la sociedad. En este sentido, los investigadores han hecho gran hincapié en que las características más destacadas de estos grupos digitalizados en todas partes del mundo son el distanciamiento y aislamiento físico y social, y sus consiguientes repercusiones en el desenvolvimiento socioemocional. Al respecto se ha registrado un aumento visible en las cifras de los trastornos de salud mental, especialmente estrés, ansiedad, depresión, soledad, apatía, dispersión, insomnio, adicciones, etcétera, datos que sobresalen entre la población más joven.
Predomina la visión distópica (pero la suerte no está echada)
Nos encontramos en las profundidades de la era digital. La vida está siendo diagnosticada como cada vez más pública, abierta, externa, inmediata y expuesta. De acuerdo con lo que señala el profesor Edward Mendelson, gracias a los smartphones, las experiencias y emociones que considerábamos propias de la vida interior han quedado a la vista de todos. Un nuevo mundo público ha comenzado con la revolución tecnológica incluyendo una manera inédita de entender el “yo”.
Finalmente, cabe concluir estas líneas con unas palabras de Mario Stofenmacher: La sociedad pasó de ser “…una sociedad analógica, basada en papel, a la espera de que nos cuenten las cosas, a una sociedad digital, donde nosotros tomamos el mando y buscamos, decidimos y actuamos. No es solo “no paper”, sino actuar con un clic…”. Y es una realidad porque hoy en día casi todo se encuentra al alcance de un clic. Agrega Stofebmacher que el tema menos explícito es un nuevo concepto del yo ubicuo, permeable y efímero, en el que la experiencia, los sentimientos y las emociones que solían estar en el interior de nuestro yo, en relaciones íntimas, y en objetos tangibles e invariables –lo que William James llamó “el yo material”–, ha emigrado al celular, a la “nube” digital, y a los juicios cambiantes de la masa.
Un café por Zoom, ni de vaina
Así las cosas, se encuentra planteada la confrontación entre una visión distópica y una visión utópica con relación a la evolución y los impactos de las tecnologías digitales. La balanza pareciera inclinarse hacia la perspectiva distópica, la que pudiéramos dominada por del determinismo tecnológico. Pero como he señalado en otras oportunidades, la suerte no está echada. Crece la conciencia sobre la enorme importancia del tema y con ella la necesidad de orientarlo en función de patrones éticos que conciban la vida, no como una carrera acelerada y constante hacia quién sabe dónde, sino como una reivindicación en muchos sentidos de nuestra condición humana, en forma de ciudadanía general, conforme a un catálogo de nuevos derechos y garantías que den forma y establezcan una ciudadanía digital, plataforma de una ciberdemocracia que, dicho sea de paso, no tenga nada que ver con el Leviatán de Thomas Hobbes
Como muy bien lo resume la profesora Shoshana Zubof, de lo que se trata es de “La Lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder”.
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