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La «revolución bonita»: del petróleo a la chatarra

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En la ruina absoluta anda el régimen del terror. En la ruina absoluta sumió al país. Dejó de pagar compromisos internos y externos. Adeuda dinero en la administración pública. Desconoce las convenciones colectivas que impuso. Ha llegado al angustioso límite de bajar los sueldos, esos miserables pagos de pobreza extrema, de esclavitud moderna, alejados de los derechos humanos, en permanente distanciamiento de la Constitución y los derechos laborales. Una posibilidad que en mi vida de trabajador solo leí en libros de historia, en aquella oportunidad cuando Rómulo Betancourt anunció la cruda disminución de sueldos y salarios en la administración pública para tratar de equilibrar los gastos impedidos por el desmadre económico que dejó Pérez Jiménez, a pesar de la imagen de bonanza con la que hoy todavía algunos ilusos recuerdan al dictador obeso de Michelena.

Bonos retardados en sus compromisos, deuda externa no honrada permanentemente, el Estado venezolano en la actualidad es un maula en el que nadie confía dentro ni fuera del país en ninguna materia, claro está, ya que es especialista en esconder cifras, mitómano descarado. Y en desaparecer los recursos económicos, como las reservas internacionales. Por algo, no me canso de repetirlo, está considerado el cuarto país – del mundo- en materia de corrupción. El primero de toda la América. Un país que con inusitado ensañamiento mató la gallina de sus huevos negros: Petróleos de Venezuela y sus filiales, desde el mismo comienzo de su tan extraña «revolución», esa, empeñada en abanderarse de la pobreza como política, porque «ser rico es malo», y cualquier aliento de riqueza que no fuera la propia de ellos con sus fortunas en paraísos fiscales era reprochable.

Luego de semejante destrucción, de ese arrase del país productivo – porque no solo fue Pdvsa con sus filiales, sino que cuanta empresa se le cruzó resultó expropiable, no las voy a enumerar- con su elaboración política de permanecer aferrados al poder, los impostores en el mismo se dieron a la tarea de atentar a diario contra los derechos humanos de los venezolanos y de extranjeros aquí residenciados. Su (des)orientación política, tanto como sus extralimitaciones criminales, provocaron las sanciones de Estados Unidos y de varios países europeos. Esto ha sido el fundamento discursivo que les ha servido para justificar la falta de producción, el exceso en los gastos públicos, la imposibilidad en la que se ven de honrar los compromisos de la nación; en fin, la ruina. Esta que nos tiene en la permanente necesidad de ayuda humanitaria, esta que ha provocado que nuestros coterráneos deambulen por el mundo en cifras extraordinarias, sin precedentes históricos para nosotros, ni para la América Latina.

La «revolución» del arrase material y humano pudiéramos bien denominarla. Ni Atila quedó tan mal parado en la historia universal como Nicolás Maduro. Este ser que ha sido capaz de implementar la recopilación y venta de chatarra como parte fundamental de la política económica del Estado no merece precisamente una estatua como recordación de sus innúmeras fechorías contra la venezolanidad. Todos en el orbe tenemos clara conciencia de que no son las sanciones las productoras de la ruina insalvable del país, sino la mentalidad destructora de una «revolución» de la miseria, de la miseria tanto material como humana. La degradación generada por estos gobernantes en más de dos décadas ha sido insuperable. Es la que padece el venezolano. Ese que no merecía este desgaste. El pago ha sido gigantesco por el error de los desvíos de la democracia, aunque fueran advertidos a tiempo por diversos especialistas, como Aníbal Romero, mucho antes de la debacle.

El ensañamiento de Fidel Castro contra la bonanza económica y social de Venezuela debe anotarse sin timidez. Es pura envidia y rencor lo que significó su plan elaborado en Cuba y ejecutado desde Miraflores. En el fondo fue su venganza contra los inmensos logros del propio Betancourt y su modelo de  democracia alternativa. La de Venezuela es la «revolución» que pasó de petrolera a chatarrera. La recuperación económica y humana del país requerirá tiempo, sanar heridas y recordar este largo episodio precisamente como lo que es: el peor trance de toda nuestra historia. Eso debemos enseñar primordialmente, machaconamente, a las futuras generaciones. Somos la prueba material de los hechos.

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