Puesta en escena, en la escena de un país con esperanzas
Quiero empezar mi discurso, señores… Debo empezarlo, pero no puedo. Allá, en el corredor, dos lindas muchachas llaman mi atención. Están allí, asomándose, tímidas y curiosas. Nos miran, sonríen, cuchichean. Se ve que quieren entrar. Son muy hermosas. No son actrices ni reinas de belleza. Tienen un aire digno de campesinas, casi. Una es morena, véanla. La otra tiene esos rasgos aindiados que nos enaltecen como país. Háganlas pasar, por favor.
A los encargados del protocolo les ruego que las conduzcan a los sillones reservados, que entren, que se sienten. Sean bienvenidas. Me gustaría saber sus nombres. A ver… Acérquenmelos, por favor.
Ajá. Una tiene tarjeta de presentación. Caramba. Nada más ni nada menos que Victoria… Victoria del Casal, la hija de Hilario Guanipa y Adelaida. Y la otra me ha escrito su nombre en este papel. Ma… Vaya caligrafía…. Marisela… ¡Marisela Barquero!!!, la hija de Lorenzo Barquero y Barbarita. Símbolos de la nueva Venezuela, de unas Venezuelas posibles, como quiso Gallegos. Ya decía yo cuando las vi que no eran personas cualquiera que se asomaban a este acto solemne. Vienen a recordarnos un país que está por llegar, por construir, por hacerse en gran parte todavía. Bienvenidas. Victoria simboliza la superación de los resentimientos y odios sociales, de las inequidades y discriminaciones. Marisela el triunfo de la paz y la convivencia, la supremacía del entendimiento y los acuerdos de convivencia, olvidados para siempre los enfrentamientos fratricidas de Barqueros y Luzardos en un país rural que ya no somos, pero del que venimos. Simboliza también el respeto a los indios, a las mujeres, a los campesinos, a los excluidos… Bienvenidas. Gracias por alimentar nuestro sueño. Ustedes viven en nuestro corazón, en nuestro anhelo colectivo.
Ahora sí permítanme decir mi discurso…
Señores
Introito
Asistimos hoy a un rito cívico lleno de símbolos y significados. Tras escuchar el Himno Nacional, para rendir homenaje de esa forma a los fundadores de la República, hemos querido iniciar el acto recordando nuestros orígenes y el decreto que erigió en 1883 la Academia Venezolana correspondiente de la Real Española, obra del general Antonio Guzmán Blanco, el Ilustre Americano, como se hacía llamar, un déspota ilustrado que fue el primer director de la corporación.
Seguidamente hemos leído el catálogo de todos los individuos de número fallecidos, incluso de aquellos que no lograron incorporarse, indicando quiénes ejercieron la dirección o presidencia y la secretaría y quiénes pertenecieron a otras academias. Tras concluir la lectura del catálogo, como se estila al pasar una lista, afirmé con profundo convencimiento, que todos estaban “presentes”, porque sin duda lo están en nuestro recuerdo, en nuestro cariño, en nuestra admiración y en nuestro agradecimiento. Todos ellos desde sus distintas posiciones contribuyeron a consolidar y a darle continuidad a la institución, nos la legaron como nosotros hemos de entregarla algún día, cual preciosa herencia, a las generaciones venideras.
Luego, por bondad del reverendo padre Franklin Manrique González, hemos dado gracias a Dios por estos 135 años de labor ininterrumpida y encomendamos a la misericordia divina a nuestros predecesores, tanto numerarios como correspondientes. Hemos leído también los mensajes de adhesión del señor cardenal Porras Cardozo que por motivos ajenos a su voluntad no pudo acompañarnos físicamente, pero delegó su presencia en un hermano suyo en el sacerdocio y del señor secretario General de la Asociación de Academias de la Lengua Española, don Francisco Javier Pérez, numerario de nuestra Academia y mi inmediato predecesor en la presidencia de la corporación.
Sabiendo “con quién vamos”, como el bongo en el que Santos Luzardo remontaba el Arauca por la margen derecha, continuamos el rito para abrevar en la tradición y así, como un país diverso, orgulloso de su vasta diversidad, unido en las adversidades y alegre en la fortuna, poder enfrentarnos a las fuerzas que el río de la vida oculta en las fauces del Tuerto del Bramador para que no sean inútiles las demandas de auxilio ni los esfuerzos para reunir al país y perfeccionar su construcción, empírica y simbólica, real o mediante la ficción e imaginación del arte en todas sus expresiones.
Fue la hoy Academia Venezolana de la Lengua la quinta en crearse en Hispanoamérica como correspondiente de la Real Española, cuando de un lado y del otro de la Mar Océana se entendió la relevancia de rescatar la herencia hispánica y de reconstituir los lazos, ya libres y no subyugados entre España y las nuevas repúblicas hermanadas por el idioma y otros aspectos culturales como la religión católica, los invaluables aportes indígenas y africanos que enriquecieron, transformaron y se incrustaron en una tradición que acaso por falta de mejor nombre se ha insistido en llamar “occidental” y cuya caracterización nos plantea, sin embargo, grandes problemas. Tres caraqueños visualizaron desde diferentes perspectivas esos lazos: Miranda, el Precursor; Bolívar, el Libertador; y Bello, el fundador del panhispanismo y la autodeterminación cultural de Hispanoamérica.
Hace diez años, al conmemorarse los 125 años de nuestra corporación, mi ilustre antecesor y maestro, don Oscar Sambrano Urdaneta, a la sazón presidente de la Academia, expresó que “La sola comparación de las tareas que le estaban asignadas a la Academia de ayer, con las que aspira a realizar la Academia de hoy, pone de manifiesto su avance en los ciento veinticinco años que tiene de vida. Mucho les adeuda la institución a figuras respetables de la más representativa inteligencia venezolana, algunos de cuyos máximos exponentes han sido sus individuos de número y sus miembros correspondientes. Gracias a su prestigio personal y a su participación en las actividades académicas, hoy tenemos la suerte de ser los herederos de un patrimonio moral e intelectual respetable, al que tenemos la obligación de salvaguardar, y al que estamos en el deber de procurar su enriquecimiento” (Sambrano Urdaneta 2008: 127).
Y luego añadió con donaire y mesura, pero con la firmeza del pleno convencimiento:
“Uno de los caminos de perfección más confiables es, a mi juicio, el que conduce al variado trabajo corporativo en equipo. Todos los académicos, conforme a su experiencia y a sus conocimientos, deben darles sus aportes a las dos grandes fuerzas que gravitan sobre toda institución social de interés público: la conservación y la renovación. Se conserva lo bueno, lo que por experiencia se sabe que ha dado resultados positivos, aquello que constituye una tradición digna de ser respetada. Pero de ninguna manera conviene quedarse en el culto del pasado, por excelente que haya sido. Un deber permanente es combatir el temible riesgo del anquilosamiento. Y la mejor manera de enfrentar este virus, que carcome silenciosa y fatalmente a las instituciones achantadas, no es otra que la revisión y actualización sana y continua de sus actividades, acompañada por innovaciones atinadas, bajo el poder de un ejercicio imaginativo que busca y encuentra nuevos proyectos, nuevas razones de vida que proyecten a la institución más allá de los muros académicos, transformando en hechos ideas fecundas, para que estos puedan salir a la calle en beneficio del área en la que nos corresponde serle útiles al país” (Sambrano Urdaneta 2008: 127-128).
Hoy venimos a recoger sus palabras y sus señas, a ver con atención el pasado, a mirar desapasionados el presente. Venimos sobre todo a contemplar el porvenir de las Venezuelas que palpitan y suspiran por un país posible, un país que Victoria del Casal y Marisela Barquero nos reafirman como continuidad de un viejo sueño colectivo, nunca antes quizá tan vigente como ahora.
Un país, muchos países, el país
En el recogimiento de este paraninfo se conjugan muchos siglos de historia, diversas tradiciones, variadas posiciones y maneras de entender el mundo, desde la inicial pobreza y humildad franciscana hasta los angustiosos desvelos por explicar los fenómenos sociales que bullen en el corazón de la patria venezolana pintándola de muchos y contrastantes colores, dotándola de variados sabores y olores, de sonidos y voces discordantes pero capaces de unirse en un solo concierto sin perder sus particularidades y esencias, pasando claro está por la visión positivista que quiso caracterizar al país y sus complejas realidades y los entusiasmos revolucionarios que a lo largo del siglo XX trazaron, y aún lo hacen en la actualidad, otros caminos para el país.
Este recogimiento, estos ademanes de la formalidad académica, contrastan con la bulliciosa y variopinta ciudad que nos aguarda tras estos centenarios muros, como para recordarnos que hay muchas Venezuelas y que harán un flaco servicio a la patria quienes intenten pensarla y reducirla a las de por sí estrechas dimensiones de sus propias trincheras, sin recordar el valor intrínseco y las posibilidades de transformarse en argamasa social que tienen la diversidad sociocultural y el pluralismo ideológico.
Tenemos un país diverso y lo queremos diverso, siempre diverso. Tenemos un país con una megadiversidad biológica y geográfica, con una extraordinaria diversidad etnocultural y lingüística, con una diversidad social en plena ebullición, que requiere de visiones amplias y de proyectos consensuados, de confluvios y puntos de encuentro, de inclusiones y equidades, de justicia y diálogo social, no por supuesto de posiciones extremistas y excluyentes, de racismo al revés ni de nuevas discriminaciones. El país diverso que queremos diverso tiene hambre y sed de diálogo, hambre y sed de coincidencias en su pluralidad y heterogeneidad.
El país tiene hambre, pero como nos enseñó Jesús en su lucha contra el Diablo “no solo de pan vive el hombre” (Mt 4, 3-4; Lc 4, 3-4), aunque lo precise como necesidad básica “de cada día”. El país tiene sed y no solo de agua. El país desnutrido y deshidratado tiene hambre y sed de encontrar caminos de prosperidad, de dicha y felicidad social. Los intelectuales, en un muy amplio sentido (académicos, pensadores, investigadores, humanistas, escritores, creadores, en pocas palabras, expertos, maestros, estudiosos y eruditos en sus materias) tenemos una responsabilidad ineludible e irrenunciable de precisar las formas de ese pan no material, de esos ríos de agua viva, de nuevos modelos y pactos de convivencia social.
De tan compleja tarea está consciente la Academia Venezolana de la Lengua como mediadora y, a la vez, garante del buen decir, del bello decir, de la tradición que nos dice como país y de los decires y haceres propios y panhispánicos en tanto que aportes para perfeccionar la construcción de este país que conjuga tantas Venezuelas distintas, las más aparentes que a veces nos confunden y obnubilan y las más profundas que nos sacuden y desconciertan. Detengámonos en cada punto, como si fueran pinceladas para captar los colores cambiantes de la luz sobre los paisajes diversos que nos llenan de amarillo la mirada de araguaney, de azul el mediodía, el vasto mar y los ríos y de rojo los crepúsculos de la aurora y no solo del ocaso.
El buen decir
Las Academias de la Lengua se asocian principalmente con el buen decir, con la gramática normativa, las reglas ortográficas, las palabras guardadas en los diccionarios y menos quizá con la lengua viva de los cantos, de la conversas sabrosas, de los dichos coloquiales e ingeniosos, como los muchos que Sancho dice en sus aventuras o aquellos que Gallegos recogió con fidelidad etnográfica en algunas de sus obras. En algún tiempo ya superado, las Academias transitaron estrechas sendas del buen decir siguiendo los criterios entonces en boga, sendas que a veces echamos de menos aunque sepamos que volver sobre los pasos andados ya no es posible ni conveniente. Se abrieron luego las puertas a la lingüística descriptiva y los usos y sus contextos iniciaron su reinado.
El buen decir no es solo apego a la corrección, sino también a lo oportuno y a las etiquetas sociales, enfatizando este plural inclusivo, especialmente en un país y en un continente diversos. El buen decir nos ha de llevar por las vastas avenidas de la convivencia, de la inclusión, del respeto, de las equidades en todos sus amplios sentidos. El buen decir escapa de los meros moldes de la morfosintaxis, de la gramática, de la semántica y la lexicografía y permea entonces la sociolingüística y la pragmática, la adecuada comunicación. Requiere mesura y reflexión, interpretación y comprensión del otro y las circunstancias del acto de habla. Huye de las expresiones telegráficas y de las respuestas automáticas e inmediatas que pudieran resultar, a lo postre, inconvenientes y de mal gusto.
El buen decir se solaza en la parsimonia del hablante para discernir los referentes y seleccionar los registros que le ofrece el código, pero también los canales y las formas. Insultar genera insultos y, por otro lado, responder con improperios a presuntos o verdaderos insultos no resuelve los problemas, sino que los agudiza y prolonga.
El buen decir implica, ante todo, discernir los contextos de los actos de habla y moderación especialmente en el lenguaje público, lo cual no quiere decir ni cobardía ni soslayar o evadir realidades y conflictos. No en balde en 2008 la Academia Venezolana de la Lengua señaló en una declaración de principios que en el “uso público del lenguaje deben desterrarse las manifestaciones de violencia, totalmente ajenas al demostrado espíritu pacifista del pueblo venezolano, sin perjuicio del rigor o la vehemencia que en determinadas circunstancias sea conveniente o necesario emplear” (1).
El buen decir es el decir no necesariamente complaciente, pero sí adecuado al momento y las circunstancias, a los contertulios y su perspectiva contextual, a sus historias. No es buen decir el decir de manera atolondrada, sin parar, sin discurrir, sin meditar. A veces, aunque parezca paradójico, es mejor callar que insultar, mejor callar que decir sandeces o rebajar de tales maneras la condición del hablante, del entorno, la majestad de las instituciones y de los cargos.
Por ello, decir bien, en este amplio sentido apuntado, es una condición sine qua non para lograr un discurso digno, persuasivo, incluyente. Creo que muchas de nuestras Venezuelas están sedientas de un buen decir, de un decir que comprenda, que se aclare a sí mismo y al decir del interlocutor, un decir que incluso “malicie”, como señalarían los llaneros, antes de atropellar, perseguir, condenar o destruir.
El bello decir
La Lengua, cualquier lengua, encuentra una forma excelsa de manifestarse a través de la creación literaria y de la lengua poética, no solo en la variedad de la poesía que comparten en mayor o menor grado los demás géneros sino en toda aquella que se regodea en sí misma y se perfecciona mediante la expresión. Por algo, Jakobson (1981) la llamó la función poética del lenguaje y Alfonso Reyes (1989), el maestro mexicano, consideró que poesía y literatura eran sinónimos absolutos e intercambiables y denominó poesía a toda la literatura. El bello decir o decir poético es, pues, la más sublime realización de una lengua.
Ese bello decir, no obstante ser la creación literaria su ámbito fundamental, abarca otros campos, desde la lengua mística cercana en sí misma a la poesía hasta la coloquial, la lengua de los juegos de palabras, la lengua apasionada del amor, del cariño y del entusiasmo, la lengua cuidadosa de la diplomacia y, por supuesto, la lengua de la tristeza y la desesperación.
Hablar de la lengua es hablar de la literatura, de la poseía, y hablar de la función poética de una lengua es hablar, a su vez, de la autenticidad profunda del ser y de la palabra que de tal hondura emana, el lugar más íntimo e insondable donde el Verbo se renueva en cada ser humano y nos hace (Jn 1, 1-18). Hablar de la función poética de una lengua es hablar también de la ficción como manera privilegiada de entender lo incomprensible del mundo, lo abyecto, lo descarnadamente doloroso.
Por ello, la literatura es expresión de la vida y herramienta fundamental para entender la vida misma. De allí que, aun cuando a veces recurra a lo prosaico como recurso, el bello decir nos permite sobrevivir mediante la elevación, la fantasía o la ilusión. Por supuesto que este país hubiera logrado sobrevivir sin obras como La trepadora o Doña Bárbara, pero cabe preguntarse si acaso no ayudaron a forjar en su momento un imaginario de redención social, de superación y concordia. ¿No acompañaron los versos musicales de Andrés Eloy los fundamentos de la democracia o la escritura profunda y atormentada de Ramos Sucre las sombras de un mediodía? ¿No nos dicen mucho de lo que queremos saber sobre nuestro ser colectivo, de nuestros miedos y creencias, los cuentos populares de Tío Tigre y Tío Conejo o los cuentos del pueblo pemón? La literatura oral y la literatura escrita se dan la mano y empujan la idea del bello decir.
América nos parece incomprensible ahora sin Cien años de soledad al menos en los sueños del barroco caribeño o sin las elucubraciones y pensamientos de Sor Juana en el México virreinal, sin los cuentos de Borges que retratan una ciudad y un mundo que miran al mundo, sin Arguedas, sin Vallejo, sin Neruda, sin la ternura de Gabriela Mistral o el dolor de Alfonsina Storni, sin los versos todos de Darío, como las Venezuelas profundas serían también incomprensibles sin Cubagua de Enrique Bernardo Núñez, sin Canaima de Gallegos o sin Las lanzas coloradas o “La lluvia” de Uslar Pietri, sin las voces recónditas y meditativas de don Fernando Paz Castillo.
El bello decir tiene algo que decirnos cuando nos detenemos y ansiamos la voz mágica de lo ya vivido en parajes reales o ficticios. El bello decir, aunque incluso llegue a sonar feo y tosco, aunque se pierda en cantos de trabajo o densas páginas de aventura, siempre tiene algo que decirnos, algo que alumbrar en la tarea de perfeccionar un país. El bello decir plasma el imaginario que enriquece las posibilidades de figurar soluciones y satisfacer retos sociales por más complejos que sean. Sobre todo, el bello decir termina diciéndonos todo sobre quiénes hemos sido y qué cabría esperar que lleguemos a ser si tomamos unos u otros caminos.
La tradición que nos dice como país
El apego al buen decir y al bello decir, el estudio de ambos, nos muestran la tradición deslastrada que nos ha de guiar por los caminos a veces lóbregos e inciertos de perfeccionar el país y seguir construyéndolo. La Academia Venezolana de la Lengua se halla inmersa, con todas las limitaciones de las actuales circunstancias, en esa tarea de preservar la tradición como hilo para escapar de los laberintos del presente y para adentrarnos en un porvenir adecuadamente construido y perfeccionado.
“Conservar” y “renovar”, como señalaba don Óscar Sambrano Urdaneta, pueden resumir las tareas actuales y del futuro inmediato de la Academia Venezolana de la Lengua para adecuarse en las circunstancias actuales. Publicaciones electrónicas, coediciones, actividades docentes y divulgativas, apoyo para la conservación de obras, bibliotecas y archivos, reconocimientos, investigaciones y registros de autores fundamentales, participación en los proyectos panhispánicos promovidos por la Asociación de Academias de la Lengua Española, de la cual la nuestra con gran orgullo forma parte, son varias de esas tareas que nos comprometen con las diversas Venezuelas que coexisten en este país, en estas tierras que nos cobijan.
Celebrar los 135 años de esta institución es, sobre todo, valorar la posibilidad de continuar aportando a un país que necesita de sus intelectuales, de sus escritores e investigadores, de sus hombres y mujeres, de sus pueblos originarios, de los afrodescendientes y campesinos, de ancianos y jóvenes, de niños y adultos, de la palabra y la sabiduría, de los saberes y haceres de todos para delinear un país que los englobe a todos, que nos englobe a todos.
La Academia Venezolana de la Lengua, en su centésimo trigésimo quinto aniversario, le dice presente al país y a Iberoamérica toda y ofrece mediar para que el buen decir, el bello decir y la tradición remozada contribuyan a delinear sociedades más justas, equitativas e incluyentes.
Gracias.
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Notas
(1) “Declaración de principios de la Academia Venezolana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española, acerca del uso público del lenguaje”. Boletín de la Academia Venezolana de la Lengua (Caracas, 2008) Nº 201: 241-243.
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Referencias
Gallegos, Rómulo. 1975 [1929]. Doña Bárbara. Buenos Aires: Espasa-Calpe Argentina (Colección Austral, 168) (32ª ed.).
Jakobson, Roman. 1981 [1960]. “Lingüística y poética”. En Ensayos de lingüística general. Barcelona: Seix-Barral (Biblioteca Breve, Ciencias Humanas, 381) (2ª ed.), pp. 347-395.
Reyes, Alfonso. 1989 [1940]. “Apolo o de la Literatura”. En La experiencia literaria. México: Fondo de Cultura Económica, (colección Popular, 236) (1ª reimp. de la 3ª ed.).
Sambrano Urdaneta, Óscar. 2008. “Creación de la Academia Venezolana de la Lengua”. En Boletín de la Academia Venezolana de la Lengua (Caracas) Nº 201: 125-130.
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Estas palabras fueron pronunciadas en la sesión solemne con motivo del 135º de la Academia Venezolana de la Lengua, en el paraninfo del Palacio de las Academias, en Caracas, el 27 de julio de 2018.
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