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Violenta vejez

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Por XIOMARA JIMÉNEZ

Quisiera comenzar este breve repertorio de anécdotas, o más bien de impresiones recogidas a la vera del camino, como quien va levantando pequeños guijarros carbonizados luego de un incendio. Montones de trozos de una grava hollinezca han quedado esparcidos por donde quiera. Si observamos con detenimiento, esas partículas serán las únicas reverberaciones de insondables realidades que, con toda seguridad, requerirán ser analizadas con particular agudeza antes de que el tiempo o alguna ventisca se lleve los residuos de lo allí acontecido. Se podría pensar que el ejercicio de recoger una memoria requiere de una suerte de concertación entre el testigo, el testimonio y los hechos, no obstante a que el relato es fundamentalmente una representación, y como tal, tiende a conservar ciertas partes, por ello valoro particularmente esos elementos ubicados en las zonas periféricas de aquellos restos de ceniza, por decirlo al modo de los teóricos, Giorgio Agamben y Georges Didi-Hubermas, cuando ¾cada cual a su manera¾ recurren a la metáfora de la hoguera para hacernos recordar lo que nos dejarán esas evocaciones cuando ya nada de lo sucedido exista. Otro aspecto que me gustaría resaltar es la innegable tensión entre examinar las asperezas que ofrece la crisis, y anidar el deseo de contemplar escenas más agradables, un verdadero dilema, si se quiere, pues el oficio de la observación preocupada es casi vicioso. El punto es, parafraseando de nuevo a Didi-Hubermas, que, para hacer memoria, relatar o representar ¾en nuestro caso específico¾ hace falta una “indagación crítica del cuerpo y del conocimiento humanos”. Quiero decir, que el verdadero ejercicio de toda actividad ligada a la expresión entraña lo que personalmente considero como dos maneras espirituales de leer el mundo, el arte y la antropología. Partiendo de ese principio, pienso en la representación que emana de actos tan violentos, como el de causar, digamos, un tipo de daño “no explícito” ¾al menos es lo que suele ocurrir, aunque a veces la brutalidad sabe cruzar esa delgada línea¾ en sujetos vulnerables y mortificados por circunstancias cada vez más indeseables, eso es lo que está ocurriendo con los ancianos en Venezuela, un grado de violencia opaca y muy cruel sobre esos cuerpos frágiles, que es necesario exponer. En eso consisten las siguientes anotaciones callejeras, sencillas memorias de un horror agazapado.

1 Camisón de lilas

En la sala de espera del banco, una anciana de manos temblorosas se aproxima con su libreta bancaria para que la ayude a comprobar cuánto dinero conserva en su cuenta, ¾reunidos en ese lugar, todos parecemos los personajes del Vagón de tercera clase de Honoré Daumier¾ entonces, tomo el librillo con el largo registro de números impresos, al final de la secuencia aparece rutilante la cifra: Bs. F. 0,00. Me quedé en silencio por un instante, pero de inmediato, vi un ligero resplandor en aquellos ojos de cuencas hendidas, se veía una especie de complacencia a pesar de la escasa ¾o más bien nula¾ posesión. Ese día mi compañera en la fila de asientos obtendría la paga por su pensión de vejez. Minutos antes, el rumor en la estancia financiera era que ni siquiera darían el efectivo completo, sino una mínima parte del insignificante salario que supone la indemnización establecida por el gobierno como compensación por haber superado el límite de edad laborable. No me atreví a arruinar su entusiasmo con el mal presagio de que el mísero pago no le alcanzaría ni tan siquiera para tomar el autobús de regreso, de tal manera que tomé unos cuantos billetes y se los di sin mayores explicaciones. He tenido presentes tanto este como otros episodios, algunos se cruzan dejando un celaje, mientras otros ya son parte de una historia personal. El drama de los ancianos; solos, casi un despojo de piel flácida y huesos quebradizos, sin fuerzas para sostenerse ¾literal y simbólicamente¾ malviviendo en un país totalitario, es desgarrador. Así de soterrada y feroz suele ser la violencia perpetrada a sus cuerpos seniles, cuando se les trata como rebaño en esas infernales colas que se arman casi para cualquier cosa. Sin duda son más que notorias las huellas de su pésima alimentación, o que no cuentan con alguien para elementales cuidados, además del aprieto por adquirir medicinas, también requieren ropa, para no hablar de otras necesidades. Me pregunto qué será de aquella longeva señora sonriendo como niña, sin comprender del todo el puntapié que le terminarían dando esa mañana. Llegué a pensar en aceptación, ignorancia o resignación, con la simplicidad de quien repite argumentos que no lo implican, pero, lo cierto es que no me quedó nada claro si el gesto gozoso, en realidad ocultaba un nudo de situaciones irremediables; en el lugar de la queja, un silencio, o esa ambigua mueca risueña a sabiendas de que volvería con las manos vacías y sin nada para saciar el hambre o el cansancio por su malograda existencia.

2 Pan hiriente

Una tarde, luego de hacer diligencias domésticas, mi esposo y yo detuvimos la marcha para tomarnos un café antes de volver a casa, cuando nos sorprendió un aguacero minutos antes de bajar del auto. Aparcados a un costado de la calle, vimos a un hombre entrado en años salir de una factoría de pan ubicada en la zona comercial de esa estribación semiurbana que rodea el sur del valle de Caracas. El anciano llevaba a cuestas un robusto saco de panes. Lucía resuelto a marcharse del lugar a todo riesgo cuando caminó casi patinando sobre el piso de terracota recién empapado, bajó con dificultad unos cuantos peldaños de la escalinata del local, pero la lluvia arreciaba, así que no le quedó más que guarecerse bajo un alero del establecimiento, hasta que terminó abandonando el costal de lona. Al igual que nosotros, decidió esperar el cese de la tormenta. Poco después lo llamamos para darle un envión hasta su destino. Entre el diluvio, el peso de su bolsón de panes, y las piruetas de sus encorvadas piernas, el pobre hombre ¾hecho un verdadero nudo¾  subió al carro quedando embutido en el asiento trasero. Apenas se hizo un claro en el cielo, comenzamos el ascenso por la empinada cuesta, en el trayecto nos contó que no le había quedado otra que bajar y subir a diario por ese mismo sendero, “por fortuna” ¾como es habitual decir en esos casos¾ el anciano logró hacer de la venta y reparto de panes una forma de sustento para él y su esposa. De pronto, confesó: —Ustedes no me lo han preguntado, pero igualmente les cuento que mi mujer lleva tres años enferma sin poder levantarse de la cama, nos hemos quedado solos ¾prosiguió¾, con la distribución consigo reunir unos 3 $ diarios para mantenernos. No hizo falta agregar una línea más al nítido dibujo de su estrechez para comprender su titánico esfuerzo. En total, son de 3 a 4 fatigantes km, un sendero encumbrado, pedregoso por la rotura del pavimento; todo se vuelve un caos debido al desvío de los carros que evitan caer en los hoyos de la vía. Desde la parte más baja, la senda va penetrando en la montaña que luce como una meta casi imposible. El peso de semejante realidad llenó nuestra atmósfera, para entonces, la lluvia había finalizado, insistimos en llevarlo hasta su casa, pero nuestro senil pasajero prefirió continuar a pie para entregar sus encargos. La imagen del pan es un resumen tan humano; la cola del pan viene a la memoria como un ícono de la guerra, comer pan agrio, enmohecido, duro, remojado en la nada. El pan es la mejor síntesis del ritual de la comida. Hoy, llevar el pan a la mesa supone un alto grado de angustia, lo sabemos, cada quien ha probado algo de ese pan hiriente.

3 Rayas en la pared

No son pocas las personas que declaran una mezcla de agradecimiento y vergüenza porque sus familiares radicados en el exterior los mantienen enviándoles cajas de alimentos, medicinas y remesas de dinero, jamás se les ocurrió que el futuro acontecería de esa manera. A pesar de haber dedicado su vida laboral a desempeñar carreras profesionales, muchos de ellos profesores universitarios o especialistas de altísimo nivel académico en distintas áreas en general, gente que se desarrolló en instituciones de servicio, sobreviviendo en un país que tiró por los suelos el sentido de una economía, digamos, cercana a lo medianamente sustentable. Una señora que vive en el piso 3 de una residencia en la caraqueña urbanización de Chacao fue la arquitecto en jefe de uno de esos organismos estatales, ahora está jubilada y vive, junto a su madre de unos 94 años, sorteando algún trabajito de remodelación independiente, mientras un primo residenciado en Miami la auxilia con un pequeño monto mensual en dólares para complementar algunos gastos corrientes, cada vez es más difícil y vergonzoso explicar que las divisas no remedian ya casi nada, porque la inflación hace rato se tragó cualquier moneda extrajera. También está el caso de un abogado con años de servicio como defensor público y otros cargos de la burocracia legal, el hombre hasta se llegó a entusiasmar con las reformas penales que supondrían los juicios orales y la agilización de procesamientos que hace años se dejaron atrás. En este momento se ha convertido en el pilar de la crianza de sus nietos, a su avanzada edad continúa siendo el sostén de su casa, haciendo pequeños trabajos mientras su hijo se termina de establecer con su mujer, en una pequeña ciudad cercana de Buenos Aires. Recientemente, a raíz de la pandemia por el Covid-19, las redes se han llenado de petitorios de ayuda para sufragar los costos por emergencias médicas, e incluso por razones de otro orden. Y hace varios meses, los medios informaron el desgarrador hallazgo de una pareja de hermanos residentes en un edificio en la urbanización Puente Hierro. Los hermanos Sandoval Armas ¾Margarita y Rafael¾ tenían 72 y 73 años, respectivamente, habrían fallecido a causa de una severa desnutrición, reseñaron varios medios. Son noticias que causan no solo un impacto, un sentimiento de profunda impotencia, al tiempo que se cruzan rabia y silencio, porque no hay manera de calificar semejantes hechos. De inmediato, se piensa en carencias extremas, soledad, tristeza profunda, abandono, y hasta en la amarga decisión de dejarse morir.

Intento hacer una lectura sobre lo que nos están revelando estas imágenes, y no veo sino un sentimiento de orfandad y desafección colectivos. Los ancianos, padres o abuelos en ese grado de lo exánime se convierten en un asunto central cuando una sociedad descarrila sus bases y ya no puede sostener cosas tan normales como los relevos generacionales, o el natural orden biológico la culminación de un ciclo vital, pero cumplido con un poco de dignidad. Es evidente la desatención sobre ciertos valores que son arquetipales: la tradición, la experiencia, la sabiduría. Me pregunto si no habrá una sobrevaloración del futuro en detrimento del presente que está transcurriendo agriamente. Actualmente hay un grupo de intelectuales marxistas que insiste en un imperativo histórico que está más allá de la vida, o más allá de estos retazos de memoria casi neorrealistas de la Venezuela de hoy, algo objetivamente insólito. La violencia puede tener formas de presencia invisibles, los estados autoritarios de cualquier signo, si en algo se han especializado, es en un tipo de violencia velada; la información, el manejo de las redes, la manipulación con la pobreza, la agresión está hecha también de gestos poco visibles.

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