“Y tú, nunca juraste que saldría ileso. Ya no te atrevas a pedir perdón. Yo te confieso que no me arrepiento y aunque esté sufriendo, podría estar peor”.( Morat ).
Muchas veces me acuerdo de Mafalda.
Mafalda, o tendría que decir su creador, Quino, siempre ha gozado de una salud mental envidiable, endiabladamente rápida para el análisis y la ironía. Y hay una de sus famosas tiras, en la que Mafalda, meditando sobre cómo le ha ido el día, concluye: “Realmente… ha sido uno de esos días en que lo malo de uno son los demás”. Pues sí, profundo pensamiento, pero muy real.
Recuerdo muy bien los tiempos de la niñez. Esos tiempos en los que, ingenuamente, uno piensa que cuando se haga mayor se librará de la dependencia que otros, generalmente los padres, ejercen sobre su vida. Uno cree que, cuando tenga, no sé, treinta años, ya será un ser totalmente independiente, tomando sus propias decisiones lejos de condicionamientos. Eso sí, a cambio, serás viejo.
Yo nací en el año 1970 y, por la fecha tan particular del fin de siglo, recuerdo que siempre pensaba “si llego al año 2000 tendré treinta años. ¡Qué viejo!”. Ahora, sin lugar a dudas, las cosas se miran con otro prisma. Ahora te dicen que se ha muerto tu vecina con 85 años y piensas “pues era joven”. Claro, no es lo mismo ver pasar el tren desde el puente, como te sientes cuando tienes 15 años, a salvo de todo, que verlo venir amarrado en las vías, sabiendo que, sin remedio, te va a llevar por delante. Cuanto más cerca estamos de irnos al rinchi, más nos parece que lo normal es vivir más años.
Pero al margen de la esperanza de vida, los que se encuentran en la cincuentena, como yo, esto de la independencia y la libertad de decidir qué hacer con sus vidas ¿cómo lo van llevando?. Yo, fatal. No es que lleve fatal la independencia y la libertad, lo que llevo fatal es la absoluta ausencia de ellas. Si hay algún joven leyendo esto, millenials no, por favor, a esos ya los hemos perdido, me refiero a gente entre los quince y los veintipocos, soy vuestro yo del futuro que vuelve para contaros que naranjas de la china. Que nunca vais a ser tan libres e independientes como lo sois ahora. Palabra.
Mirad. Cuando uno es joven, muy joven, es verdad que carece de cierta libertad de movimiento, por las lógicas restricciones de espacio y tiempo que le imponen sus padres, por su seguridad. Cierto es que, a esa edad, la de la rebeldía absurda, que tus padres te prohíban, no sé, ir a pasar la noche a otra casa o volver más tarde de determinada hora, a ti te parece un atentado mayúsculo contra tus derechos personales, constitucionales, y un crimen contra la humanidad. Si pudieses, llevarías el caso al tribunal de La Haya. Sin embargo, a cambio, no tienes cargas económicas, no tienes cargas fiscales ni burocráticas. No te ciñes a un horario de trabajo y, sobre todo, no tienes a nadie que dependa de ti, y contrariamente, tienes a tus padres para sacarte las castañas del fuego cuando la cagas mucho.
Tus obligaciones son estudiar, ser organizado y respetar a tus padres. Tres pilares básicos de la buena educación. Y ya está. A cambio de eso, recibes manutención, alojamiento, sanidad, educación, vestimenta, caprichos varios, vacaciones, gimnasio, club de tenis, en algunos casos, financiación para tus ratos de ocio y alguna que otra cosa más y por supuesto, cariño y vigilancia. No está mal, lo mires por donde lo mires.
Pues cuando llegas a los treinta, aproximadamente, edad en la que, según tus cálculos, ya habrás llegado a Itaca, como Odiseo y podrás tomar las riendas de tu vida, con brazo firme como Espartaco en su cuadriga, normalmente te sueles encontrar, en el mejor de los casos, con que tienes una hipoteca, la cual, por lo general, te hará aceptar cualquier trabajo de mierda para poder ir pagándola. Y no solo la hipoteca; también los gastos originados por el día a día adulto, que si eres adulto no pasas un día sin joder cincuenta o cien euros, aparte de la luz, el agua, la comunidad, la letra del coche y su combustible, y si has alcanzado el sumun de la felicidad casándote y teniendo hijos, los gastos de manutención de las fieras y su educación, sanidad y vestimenta. Además, por lo general, no dormirás bien. Sí, ya sé que con todo esto lo anormal sería dormir bien. Pero es que además no duermes bien porque tus adorados hijos se van a empeñar, largo tiempo, en que así sea.
No digamos ya a los cincuenta. A los cincuenta, perdida ya toda esperanza, te encuentras en la trinchera, con las bombas estallando a tu alrededor y sin casco ni chaleco, como Margarita Robles. Aunque si me va a quedar el casco y el chaleco como a ella, prefiero la metralla. Más vale morir como un dandi que vivir como un panoli.
A los cincuenta, por lo general, sigues teniendo hipoteca, la misma que tenías a los treinta, por lo cual permaneces en un trabajo en el que, en el mejor de los casos, te habrás acomodado, esperando que la jubilación llegue pronto, a ser posible. Los gastos del día a día se han multiplicado, porque ahora incluyen no sé cuantas medicinas y tratamientos de salud, fisioterapeuta, psicólogo y profesor de yoga. Los hijos, porque a la mujer la dejo aparte ya que la mía, para qué negarlo, produce más que yo, se han hecho mayores.
Como me dijo una vez una persona muy sabia, hijos pequeños, problemas pequeños. Hijos grandes, problemas grandes. Por no hablar de gastos grandes. Universidades, institutos, coche propio, el que lo tenga y sus respectivos gastos, abono transportes y gastos de tiempo libre, que no es lo mismo un donut y una Coca Cola, que unos cubatas en la Castellana. A poco que sean normales, como afortunadamente lo son los míos y no tengan otros gastos, menos sanos. Bueno, cuando digo normales, me refiero a lo que yo entiendo por normalidad. Ya saben, yo estoy normal porque aún no le han puesto nombre a lo mío.
Además, a todo esto, en la mayoría de los casos, hay que añadir que nuestros mayores ya no están para ayudar, sino para que se les ayude. Y no hay nada más justo y más lícito que sea así, pero no por ello deja de ser otro plato en tu mancuerna. Y todo esto, cuando ya te sientes viejo, y a lo mejor lo eres.
Así que, chicos, no tengáis prisa en crecer. Nunca vais a ser tan libres y tan felices como lo sois ahora. A partir de cierta edad, la vida es una constante resolución de problemas, no importa cuál sea tu status. Los problemas no solo son económicos, son de todo tipo, porque, al contrario que los buenos vinos, el ser humano se vuelve peor con los años, al menos hasta que llegas a la senectud y, volviéndote de nuevo un niño, cierras el círculo.
Así que si Neo se presenta un día ante mí, y me ofrece elegir la pastilla azul o la roja, elegiré aquella que, de un plumazo, elimine el plomo que atenaza mi cabeza, mi corazón y mi vida entera.
¿Saben ustedes cuál de las dos es esa? Háganmelo saber. Debajo tienen mi Twitter.
@julioml1970
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