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La redefinición del orden mundial

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La invasión de Ucrania por Rusia no solo ha impactado seriamente la economía mundial y la agenda de la política exterior de buena parte las naciones del orbe, sino que ha creado, además, fundadas expectativas acerca de una eventual redefinición del orden internacional existente en las últimas décadas. Lo primero que salta a la vista en todo esto es el enorme impacto geopolítico de la guerra: el hecho de que Rusia esté intentando engullir, sin más, a una nación vecina y hermana sugiere claramente que busca la expansión de sus fronteras, en una recomposición del ordenamiento imperial de facto que encarnaba la Unión Soviética que está generando una candente confrontación de carácter estratégico con la Unión Europea y la OTAN.

Pero no era este el único impacto geopolítico que tuvo la guerra cuando comenzó: también se esperaba que – de lograr Rusia sus objetivos- China, la otra gran rival de occidente en el orbe, acelerase sus planes de apoderarse de Taiwán, de lo cual ha venido dando indicios en los últimos meses, al acosar con incursiones aéreas a la isla, que se formó como nación independiente cuando Mao Zedong y sus huestes se hicieron del poder en 1949. Es obvio que acontecimientos de este tipo -si llegaran ciertamente a concretarse en el corto o mediano plazo- acelerarían un reacomodo en las relaciones de poder imperantes desde hace siglos, marcadas por el dominio de las potencias occidentales por casi todo el globo.

Los acontecimientos, no obstante, no han seguido el derrotero que muchos imaginaron. Ucrania ha resultado una presa muy difícil de roer. La resistencia enconada y ferviente de sus ciudadanos, organizados cuadra por cuadra en muchas de las ciudades y localidades más atacadas, junto al creciente apoyo militar y las sanciones de los países occidentales, han empantanado al oso ruso, y la posibilidad de un fracaso ya empieza a ser considerada seriamente entre los analistas militares, algo casi inconcebible al inicio de las hostilidades  (aunque también ha cobrado fuerza el escenario de que el conflicto se extienda por meses o años).

En verdad, el fracaso de Putin ha sido doble: por una parte, la incompetencia de su aparato de guerra, y por el otro, lo burdo de su narrativa, carente de otra justificación que no sea el puro lenguaje del poder y del espacio vital, lo que le ha quitado toda legitimidad a su proyecto expansivo, en un mundo donde los ideales de la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos siguen siendo seguidos y exaltados, pese a que la realidad los ha ido vulnerando de múltiples formas. En cambio, la acción de Putin ha tenido la virtud de revitalizar la unidad de Occidente, generando un discreto pero visible reverdecimiento de los valores republicanos y liberales, tan en capa caída en los últimos años debido a la ola de nuevos autoritarismos y extremismos religiosos y culturales que han tomado al mundo por asalto. Además de abandonar sus diferencias y darse la mano apoyando decididamente a Ucrania, los países occidentales han logrado arrastrar tras de sí a naciones de corrientes civilizatorias diferentes, como Japón y Corea del Sur, al tiempo que provocaron que China mantenga, virtualmente, una postura fría, ecléctica, dejando a Rusia -quien sería, por lógica, su aliado natural- virtualmente marginada en el concierto mundial, como pudo reflejarse en las votaciones en la ONU.

El mundo occidental no vivía un momento de tanta coincidencia y objetivos compartidos desde los tiempos del atentado a las Torres Gemelas, cuando las acciones de Al Qaeda desataron una psicosis de miedo que fue aprovechada por George Bush y sus aliados para invadir Afganistán y emprender una cruzada contra el extremismo islámico y todos los regímenes que cayeran dentro de la clasificación de terrorista, bajo la doctrina de la seguridad preventiva. Como en aquella ocasión, el 20 de febrero creó una sensación de amenaza que ha generado una verdadera “cayapa” contra Rusia, que amenaza dejarla poco menos que arruinada.

No obstante, no se puede pasar por alto que -contra toda apariencia- el cambio del orden internacional está siendo propiciado no solo por las grandes potencias emergentes -China, Rusia-  y esta larga estela de neoautoritarismos, sino también por importantes fuerzas del mundo occidental, como puede deducirse del lento pero progresivo deterioro del compromiso que tenía Estados Unidos con la ONU y otras instituciones del orden de la posguerra, al punto de abandonar algunos de sus espacios -como la Unesco- y no suscribir varios de los más resaltantes acuerdos alcanzados gracias al consenso internacional, como la Corte Penal Internacional (organismo que refleja, como pocos, los ideales occidentales de igualdad de todos ante la ley). La gestión de Donald Trump retomó con fuerza estos rasgos latentes de la política exterior estadounidense de las últimas décadas, al anunciar la salida de su país de la OMS, así como del Acuerdo de París.

Hay otros elementos, además, que sugieren un desplazamiento en las relaciones de poder y la reconfiguración del orden civilizatorio. La pandemia, por ejemplo, apunta en ese sentido, al dejar maltrecho el prestigio y la eficacia de buena parte de los países occidentales para resolver problemas graves que demandan una acción rápida y eficaz. No en balde, China la aprovechó para vender con bombos y platillos el relato de la superioridad del orden civilizatorio confuciano y su ordenamiento semitotalitario.

Ojalá pudiera decirse que esta concertación de voluntades de las naciones del mundo democrático y occidental tendrá un efecto duradero. Pero, en fría lógica, lo único que quizá puede asegurarse es que el empantanamiento indefinido del conflicto, e incluso una eventual derrota rusa, solo retardarán por un tiempo impredecible la redefinición del orden mundial.

@fidelcanelon

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