Apóyanos

Dos relatos de Alberto Segundo Esteban

Alberto Segundo Esteban (Cádiz, España, 1971), es periodista y escritor. Se ha desempeñado en distintos ámbitos del periodismo: presentador de televisión, guionista y locutor radiofónico. Actualmente escribe relatos para Diario 16.com y produce programas para el canal italiano La7

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El avestruz con las gafas de lejos

Un febril rayo de sol calentó su persiana… y una gota de rocío se precipitó contra el alféizar. Ella agarró su móvil y desapareció dejando tras sus tacones desazón e interrogantes.

Él, dormido, ni siquiera la oyó. Como tampoco había escuchado la alarma de su vida durante los últimos años.

Había preferido ocultar su cabeza bajo la almohada de la indolencia. Era un avestruz con vaqueros y gafas de lejos. Era un llanero solitario en una peli de naves espaciales.

Así que ella decidió marcharse.

Y él se sentía casi aliviado. Porque sabía que retenerla requería ser más hombre de lo que su indolencia le habría permitido.

Otra gota de rocío se estrelló en su ventana y al unísono, en la calle dormida, otra gota salada rodó por la mejilla de la chica de tacones.

Sus dedos temblorosos no atinaban a desenmarañar las llaves de su coche, y su bolso traicionero las escondía en rincones imposibles.

Él se movió en su cama. Su mano buscó su cuerpo y sus rizos. Pero se topó con su ausencia, pegajosa e invasiva. Y nada más.

El coche arrancó finalmente calle abajo y los húmedos adoquines anunciaron su adiós.

El avestruz consiguió colocarse las gafas. Buscó su móvil. Ni rastro. Como la mujer de tacones y rizos. Como su hombría. Como la luz de sus ojos. Ni rastro.

Intentó llorar, pero ni siquiera pudo.

Se tapó con las manos los lentes de miopía emocional y se sintió cansado. Cansado y vacío.

Cuánto habría querido enfundarse los vaqueros y abalanzarse escaleras abajo a buscarla descalzo. Habría querido decir que estaba vivo. Sin embargo, el avestruz se giró hacia el muro y fijó sus ojos en las fotos del pasado. Cuando no era un avestruz. Cuando era un cisne. Blanco, exuberante, con soberbio pecho y mirada confiada. Cuando era el rey del lago de la vida.

Entonces, sí. Entonces sí lloró.

**

La carta

Sandro estuvo esperando aquella carta toda la vida.

Consumió su existencia entre documentales sobre viajes que nunca haría, el canal lírico de su satélite y las eternas idas y venidas a su buzón.

Sí, porque Sandro iba a mirar su correo de manera compulsiva desde hacía más de 30 años.

Todos los años que hacía que Giasmina le había prometido que le escribiría.

Pero esa ansiada carta no llegó durante tres largas y penosas décadas. Durante todo ese tiempo Sandro vio cómo se le fue la vida. Se fue el pelo de su cabeza. Se le fueron los años. Se le fueron esos viajes anhelados junto a su amada. Se le fueron las fuerzas y se mudaron a su casa las manías y la ausencia. Las hojas de otoño recubrieron su jardín, su porche, los tejados y pintaron de marrón y ocre sus días y sus tardes de silencio.

Durante todos esos años conoció a innumerables carteros. Más de veinte. Hubo una cartera, Penélope, con la que tuvo una especial complicidad.

Aquella rubia enjuta y perspicaz le trajo el correo durante más de cuatro años. Solo al verla aparecer por la esquina de su calle, Sandro ya sabía que no había buenas nuevas. El gesto de Penélope era como un cartel publicitario iluminando las aceras.

Paraba frente a su casa y cantaba siempre alguna canción alegre de esas de Raffaella Carrà y otras divas italianas. Le alegraba sus mañanas con su risa y la luz que emanaban sus ojillos marrones.

La diminuta cartera le dejaba siempre un caramelo junto a sus recibos y facturas.
―Hay que sonreír señor Sandro. Sonría a la vida que, a fuerza de hacerlo, esta un día se rendirá y le devolverá la sonrisa…

Sandro respondía bajando los ojos y refugiándose en su bigote.

Fueron cuatro años especiales. Los mejores de aquellos treinta.

El día que Penélope fue trasladada a otro barrio fue un funeral en casa del anciano. Un silencio espeso se adueñó de la casa y las hojas de tarde eterna crecieron y se multiplicaron. Se apagaron las sonrisas y esa calle de Florencia ya no fue la misma para él.

En su lugar pusieron a un larguirucho treintañero con el que no consiguió establecer media conversación en dos años. Por contra, cuando este dejó de repente de traerle su correspondencia fue casi un día de fiesta en casa de Sandro. Abrió una antigua botella de tinto toscano y río como un poseso por tan enorme liberación.

Otro cartero con el que mantuvo un relación especial fue Rachid, un regordete cuarentón de origen egipcio. Rachid solía tomarle el pelo y corría calle abajo gritando, alzando su brazo y blandiendo una carta al viento. Era solo una broma naturalmente. No era nunca la carta que Sandro ansiaba. Así que el día que Rachid no volvió a hacer aquel ritual fue un varapalo monumental para el canoso pensionista. Según le contaron, el divertido cartero sufrió un ataque al corazón que lo fulminó sobre el asfalto mientras reía de buena gana una mañana de enero. Así se merecía irse Rachid. Riendo.

Otro traedor de cartas que le marcó fue Alfredo. Un romano de barriada guasón y brillante de mente que le hacía sonreír con sus comentarios sobre “la carta”.

―¿Sabe lo que creo yo señor Sandro? Que lo mismo no le dio usted bien su dirección… ¡A ver si se está carteando con otro!

Al ver su gesto sombrío, Alfredo corrigió el tiro.

―No se preocupe señor Sandro, que seguro que ya le ha escrito, pero vaya usted a saber dónde habrá terminado esa carta…

Sandro volvió arrastrando los pies a su casa de estaño y madrugadas.

Y así habían pasado treinta años.

Se podría pensar que Sandro acudía a su buzón de forma mecánica o maniática. Pero lo cierto es que las mariposas se habían anidado en su estómago todas y cada una de las mañanas de aquellos eternos treinta años. Ni una vez, ni siquiera una, dejó de albergar la esperanza de que la misiva de Giasmina arribase por fin.

Y aquella mañana no fue una excepción. Siguiendo su estricto ritual, Sandro tomó su café, mordisqueó sin mucho afán su tostada, se enfundó en su vetusto abrigo y bajó los escalones que le separaban del buzón. Giró la manilla de la puertecilla. No se abrió. Lo intentó con fuerza, pero no lo consiguió. Se indignó y con vehemencia trató de liberar la abertura. Seguía atascada. Algo impedía que se abriera.

―Pero qué coñ…― masculló fastidiado.

Tomó toda la fuerza de la que fue capaz y pegó un tirón violentísimo. El resultado fue un anciano trasero al suelo y una vieja manilla en la mano.

Pero el buzón se había abierto.

Y de él una marea incesante de cartas de varios colores y diversa antigüedad fueron cayendo sobre las losas como si fuera una máquina tragaperras.

Eran decenas de cartas… Quizás centenares todas con el mismo remitente. De los ojos de Sandro emanaron lágrimas enternecidas y calladas… Todas las que no había derramado en treinta años.

Leyó cada una de sus cartas. Fueron tantas horas que le sorprendió la madrugada sentado en el escalón de su porche devorando con ansiedad cada renglón, cada párrafo, cada ironía, cada metáfora, cada pedazo de carta. En ellas Giasmina le contaba que él nunca llegaría a leer esas cartas pero que ella necesitaba escribírselas.

Le contaba que había elegido el camino de lo debido, de lo esperado, de lo correcto. Y así les había condenado a no encontrarse, a no amarse, a no regalarse una vida juntos.

Se casó con ese. Con ese con el que siempre juró no hacerlo. Tuvo una hija. Una hija que siempre juró no querer alumbrar. Y pasó treinta años escribiéndole a escondidas una carta detrás de otra… Cartas que nunca deberían llegar a su cansado destinatario. Que debían callar para siempre.

Cartas en las que le desvelaba que nunca, ni un solo día de su vida, había dejado de amarle.
Cartas amargas de amor truncado.

Las lágrimas de Sandro mojaron su abrigo durante todas esas horas. Cuando creyó haber leído cada una de aquellas cartas, hizo el ademán de entrar en casa y descansar por tanta emoción contenida. Pero mecánicamente volvió hacia su buzón.

Y encontró una última carta.

No tenía remitente. Solo anunciaba “Para el señor Sandro”.

Abrió el sobre y, extrañado, leyó:

“Querido señor Sandro.

Durante todos estos años mi madre escribió estas cartas. Las guardaba bajo llave en un armarito.

Hace poco nos dejó. Encontré las cartas y reconocí el destinatario.

Sonría a la vida que, a fuerza de hacerlo, esta un día se rendirá y le devolverá la sonrisa…

Suya siempre, Penélope”.

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