Tras dos años y dele de pandemia y más dos meses de agresión y exterminio perpetrados en Ucrania, en razón de la terrofagia y la megalomanía de Putin el terrible, comienza uno a dudar, por repetitiva, de la verosimilitud de la vida, y a preguntarse si ésta no será un sueño, tal sostiene Segismundo, en el quizá más famoso soliloquio del teatro español, escrito hace caso 4 siglos: «¿Qué es la vida? Un frenesí. / ¿Qué es la vida? Una ilusión, /una sombra, una ficción, /y el mayor bien es pequeño:/que toda la vida es sueño, /y los sueños, sueños son» (La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca, 1635); o, cual pone William Shakespeare en boca de Macbeth, al enterarse éste de la muerte de su mujer (acto V, escena v), «es sombra fugaz, pobre histrión que en escena /se pavonea un rato, y nada más/vuelve a saberse de él: es el relato/de un idiota, lleno de furia y ruido, /que nada significa. Si estuviésemos soñando, quizás albergásemos en los más profundo del magín la esperanza de despertar súbitamente de la pesadilla roja, chavista o bolivariana; empero, es forzoso coexistir con la «segunda vida» exaltada por Gerald de Nerval, quien con luciferina lucidez se anticipó a Freud y a los surrealistas, y desveló el mágico influjo del material onírico en la gestación del acto creativo — «Yo no he podido nunca abrir sin estremecerme las puertas de marfil o de cuerno que nos separan del mundo invisible» —, pues como sugiere el citado Segismundo en su monologo, «todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entienda».
Existen — en alguna ocasión le dedique varias líneas a tan curiosa manía —, coleccionistas de sueños y fantasías; de las ilusiones, quimeras e iluminaciones inherentes a las emociones experimentadas mientras se duerme, escudriñadas por Freud y poetizadas en versos y lienzos surrealistas. Gracias a ellos sabemos de los premonitorios delirios de dioses, héroes y locos. Jorge Luis Borges nos ofrece en Libro de Sueños un florilegio de ensoñaciones, en cuyo prólogo conciso y erudito acaricia (aunque no la suscribe) una tesis «peligrosamente atractiva», según la cual «los sueños constituyen el más antiguo y el no menos complejo de los géneros literarios» —; y el aludido padre del psicoanálisis hizo de los sueños su modus vivendi — ¿oniromancia? No nos extraviemos. Sigamos recorriendo el sendero de Segismundo, o tomemos el atajo sombrío, estridente y rabioso de Macbeth: ambas opciones nos conducen a una enigmática dimensión desconocida: la del subconsciente, donde un Maduro bailarín, no de salsa sino de ballet, ataviado con malla y zapatillas ad hoc, ejecuta piruetas de alto vuelo y suscita la admiración de un empresario del show business, émulo de Serguéi Diáguilev quien, como éste de las de Vaslav Nijinsky, se enamora de sus pantorrillas — las más bellas jamás vista en Miraflores, a juicio de su partenaire y del ministro del poder popular para la cultura, entendido en coreografía y artes escénicas, o ¿arsénicas? —, y no vacila en contratarle para el Bolshoi a ser aplaudido en Moscú o San Petersburgo por Vladimir, no Padrino ni Villegas, sino el mismísimo o mesmesemo zar de la nueva federación imperial rusa. Ya lo dijo Segismundo y lo repito yo: «Los sueños, sueños son».
Los utopistas fabulaban sociedades perfectas, edenes del aburrimiento igualitario, sabiamente refutadas en La sociedad abierta y sus enemigos, obra cimera de Karl Popper, quien niega la posibilidad de predecir el curso de la historia a la manera de Hegel y Marx, y afirma: «El intento de construir el cielo en la tierra conduce siempre al infierno», aseveración prefigurada en el refrán «El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones», de anónima autoría; no obstante, San Francisco de Sales la atribuye a Bernardo de Claraval, y Boswell se la endilga a su biografiado poeta, ensayista y lexicógrafo Samuel Johnson.
Carlos Marx y Federico Engels soñaron espantar a Europa con un panfleto ridiculizado por Bayardo Sardi para contrariedad y enojo de la dogmática y colorada ortodoxia del PCV: El manifiesto comunista. Sobreestimaba su poder de convocatoria la dupla germana afincada en Londres. Creían el fixer de Hegel y su financista en una supuesta conciencia de clase afincada entre los obreros de países en proceso de industrialización, como Gran Bretaña, Francia y Alemania. En esta última hubo seria agitación revolucionaria en ambiente de penurias y descontento propiciado por la derrota en la gran guerra —aún no era primera: en Versalles se sembraron las semillas de la segunda—. El 9 de noviembre de 1918, en medio de un despelote descomunal —había abdicado el káiser Guillermo II y nacido la República de Weimar—,Karl Liebknecht, líder comunista, afirmó: «Ahora Alemania es una República Libre Socialista». Esto derivó en un enfrentamiento con el partido socialdemócrata y, en enero de 1919, Rosa Luxemburgo y el propio Liebknecht encabezaron la revuelta espartaquista. Fracasaron y ambos fueron asesinados. Afortunadamente, para los teutones, la revolución no prosperó: fue un mal sueño a resultas de la indigestión marxista. Tuvo éxito, sí, la del país menos pensado: Rusia, una nación de siervos y campesinos donde otro Vladimir, apodado Lenín, a pesar de no constituir la clase obrera una porción demográficamente significativa del país, logró instaurar la primera dictadura del proletariado. Y, cual es sabido — y aparentemente olvidado por el nicochavismo —, tras 70 años de economía planificada con base en improvisaciones, ensayos, desaciertos y errores, no soportó el peso del gasto militar y se desinfló como un acordeón agujereado. Con los restos de su implosión, en rol de Dr. Frankenstein, pretende un ex agente de la KGB insuflar vida al cadáver de la otrora grande Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS. Y esto, aunque parezca cuento de nunca acabar, y harina de otro costal, viene a colación a propósito de dos efemérides de este fin de semana.
Ayer 30 de abril, Día Internacional del Jazz, del Veterinario y de los Anfibios, se cumplieron 77 años de la llegada de los soviéticos a Berlín y haber izado en lo alto del Reichstag la bandera roja de la hoz y el martillo, mientras, el Führer y Reichskanzler de Alemania, Adolf Hitler, a objeto de evitar su captura, eventual ahorcamiento y el escarnio de un colgamiento boca abajo al modo de Il Duce Benito Mussolini, se suicidaba en su búnker junto a su esposa Eva Braun, con quien había contraído matrimonio el día anterior.
Hoy se celebra el Día Internacional de los Trabajadores, jornada reivindicativa en homenaje a los llamados Mártires de Chicago, organizadores y participes de una huelga general en pro de la jornada laboral de 8 horas, iniciada el 1° de mayo de 1886 y, 4 días después, de las protestas de Haymarket donde 180 policías dispararon a mansalva contra los manifestantes, matando a 38 de ellos e hiriendo a más de 200 personas. Se culpó de los disturbios al tipógrafo George Engel, al carpintero Luis Linga y a los periodistas Albert Parsons y Theodore Spies, todos ellos ejecutados tras un juicio amañado, en el cual fueron condenados a cadena perpetua sus compañeros de ruta y lucha Samuel Fielden, Oscar Neebe y Michael Schwab. Abundante cine y literatura se ha rodado y escrito sobre el heroico episodio, devenido en ocasión para dejar en evidencia a sindicaleros populistas que viven de la lucha de clases y, lógicamente, no les conviene ponerle fin. De eso sabe el subcomandante dictamaduro, quien ejerció el reposo a dedicación exclusiva en el Metro de Caracas y por eso su cruzada no se orienta a combatir y superar la pobreza, sino a incrementarla. Sin pobres no hay paraíso y la revolución no tiene vida —«El éxito económico carece de importancia para una revolución, en tanto que las privaciones económicas pueden resultar esenciales para su éxito» (Samuel Huntington)—. Hoy, el bigotón anunciará los ajustes rutinarios para frustrar las expectativas populares generados en torno a su promesa de recuperación salarial —«Vamos a recuperar el salario plenamente, paso a paso. Pero primero debemos recuperar las fuentes de riqueza» —: quienes soñaban con un golpe de timón y salir de abajo, despertarán decepcionados del sweet dream, y continuarán martirizados por la pesadilla bolivariana y el insomnio socialista, chavista, y maduro-padrinista. Se nos fue abril, llegó mayo; es de rigor preguntar cuánto de cierto hay en el refrán «abril trae las flores y mayo se lleva los honores». Podemos proseguir soñando con las batatas de Bigotes y un tsj imparcial y en mayúsculas. No cuesta nada.
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