El cantante español Joan Manuel Serrat se despidió el miércoles de Nueva York en el inicio de la última gira de su carrera El vicio de cantar, con un público entregado que obligó a intérprete a traer a «Penélope» al escenario y contar así varias historias con las que divirtió a la audiencia.
El miércoles se dieron cita en el Beacon Theatre de Nueva York -uno de los lugares emblemáticos de los artistas hispanos- todos los acentos latinoamericanos, que desde hace días habían dejado colgado el cartel de «agotados los billetes».
Abundaron las personas de mediana edad que demostraron conocer al dedillo gran parte del repertorio del Noi del Poble Sec.
El cantante, vestido con unos jeans desgastados, una camisa y una chaqueta, estuvo acompañado por un conjunto de siete músicos -órgano, contrabajo, violín, clarinete y batería y guitarra, además de su inseparable pianista Ricard Miralles-, y él alternaba las canciones de pie con las que interpretó sentado en un taburete o en una silla baja.
Serrat, que estaba de un humor excelente, quiso que su concierto fuera un canto a la vida, sin dejarse atrapar por la nostalgia, y dijo que si sus historias están llenas de personajes que no envejecen, «hay que dejar a los personajes su sitio». Y «nosotros ocupar el nuestro, más jodido, pero yo así lo prefiero», agregó.
El concierto comenzó con «Dale que dale» y siguió con «Mi niñez» y otros temas menos conocidos por el público y solo cuando entonó «Señora» los asistentes se pusieron en pie y comenzaron a corear un estribillo que conocían de memoria.
Siguieron «Lucía», «No hago otra cosa que pensar en ti» y «Algo personal», antes de dar paso a los poemas musicales de Miguel Hernández, el poeta muerto en una cárcel franquista y del que dijo que «recordarlo es un deber de España y del mundo».
Cantó «Las Nanas de la cebolla», en un tono muy intimista, pero luego encadenó con «Para la libertad», que, con su aire de himno, volvió a levantar al público de sus asientos.
Se echaron en falta en el concierto canciones de su «repertorio latino», pues salvo una alusión a Atahualpa Yupanqui, no interpretó, por ejemplo, las canciones de Mario Benedetti que tanta fama le dieron en el continente americano.
El público no paraba de piropear al cantante catalán: «Grande», «Maestro» o «Te quiero», a lo que una mujer respondía «y yo más», y Serrat replicaba «Eres una embustera, eso ya me lo dijiste hace cuatro años» (fecha de su anterior concierto neoyorquino).
Serrat divagó sobre lo que significa hacer canciones, que definió como «una música con un paisaje y unos personajes», y dijo que algunas canciones, suyas o ajenas, consiguen la magia de «pegarse en la trastienda de nuestra alma y quedarse ahí, por los siglos de los siglos».
Desde luego, es lo que demostró el público de la Gran Manzana, que pugnaba por acompañar al cantante en sus tonadas más famosas y que obsesivamente pedía una u otra canción, pero sobre todo «Penélope», uno de sus éxitos más antiguos.
Serrat no solo les concedió «Penélope», sino que se sentó a explicar dos historias: una, la más conocida, la de la mujer de Ulises que teje y desteje un manto mientras durante veinte años espera a su marido; otra, la de una anónima mujer que Serrat entrevió en la estación de Calatayud, entre Madrid y Barcelona, aferrada a un bolso -como la de la canción- y a la que no se atrevió a hablar pero nunca olvidó.
Resulta difícil imaginar a Serrat alejarse para siempre de los escenarios, un ámbito donde se mueve como pez en el agua y donde pone en práctica aquello de que «una canción solo existe cuando alguien la canta y otro la escucha».
Lo que quería el público era más que escuchar: quería cantar con Serrat, y así lo hizo con «Hoy puede ser un gran día», «Aquellas pequeñas cosas» y «Mediterráneo», para llegar a la apoteosis con «Cantares», donde Serrat cedió la palabra para que la gente entonase a voz en grito lo de «Caminante no hay camino / se hace camino al andar».
Y cuando ya se había marchado, tuvo que regresar para hacer un bis con «Fiesta» y recordar que, como dice la letra, «Vamos bajando la cuesta / que arriba en mi calle / se acabó la fiesta».
Incansable, el público pedía «otra-otra», y Serrat regresó de nuevo y entonó por fin «Aquellos locos bajitos», un guiño a su propia gira de despedida porque acaba con aquello de «Nada ni nadie puede impedir que sufran / Que las agujas avancen en el reloj /… Que crezcan y que un día / Nos digan adiós».
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