Nicolás Maduro se hizo experto en montar tarimas, y no solo me refiero a las de carácter político sino a las faranduleras. A esas tarimas que se están colocando a lo largo y ancho del país con el objeto de crear la falsa sensación de prosperidad en una Venezuela destruida.
Maduro monta sus tarimas sobre los cuerpos de los jóvenes que cayeron durante su las manifestaciones de calle; monta su espectáculo sobre los estómagos vacíos de millones de venezolanos; construye su farsa sobre las huellas de millones de venezolanos que se marchan en la búsqueda de la felicidad que aquí el socialismo les negó.
Maduro se abraza con Maelo Ruiz, mientras los venezolanos se abrazan con sus angustias, sus preocupaciones y necesidades.
Maduro baila salsa, mientras los parásitos hacen fiesta en los estómagos hambrientos de millones de niños en las barriadas populares de toda la República.
Sí, Maduro monta su tarima de oprobio, de miseria, de descaro. Intenta desesperadamente fabricar de la nada un ambiente de felicidad, de prosperidad, de tranquilidad, ocultando la bomba de tiempo que posee debajo de sí; esa bomba construida en el descontento de millones de venezolanos.
Hay hambre en los cerros, y él lo sabe. Hay necesidades en las comunidades desfavorecidas, y él pretende seguir con su show.
Nicolás juega con candela y él lo sabe; sin embargo, cuenta con cierta oposición blanda, cómplice y torpe que envía cartas al presidente de Estados Unidos, Joe Biden, pidiéndole aligerar las cargas de las sanciones en contra de la administración de Miraflores.
Maduro cuenta con ese ejército de Judas Iscariote que se venden por 30 monedas de plata; cuenta con esa jauría de hambrientas hienas que hacen lo que sea por un pedazo de carroña. Sin embargo, lo que todos ellos ignoran es que sí hay una sociedad digna que no se rinde y que no se pone de rodillas.
Esa ciudadanía que está cansada en el jueguito del gato y el ratón entre Maduro y quienes han conducido a la oposición hasta la fecha; esa población que quiere un nuevo liderazgo que sí cumpla con lo que promete y que le hable claro al país. Es esa Venezuela que no se desmaya y que sigue luchando.
Son millones los venezolanos que ven con recelo los grandes espectáculos de los poderosos; son millones los venezolanos que ven con distancia como los enchufados de siempre prenden sus lavadoras para seguir adelante con el desangramiento de la economía nacional.
Pues una cosa piensan aquellos individuos que pueden pagar 5.000 dólares por una entrada VIP en un concierto en Caracas, y otra muy distinta piensan los venezolanos desesperados que tienen que optar por vender sus órganos para obtener dinero suficiente para medio vivir dignamente.
Esta es la Venezuela del socialismo; una Venezuela donde millones pasan hambre y unos cuantos pueden comer alimentos considerados unas “delicatessen” o irse a eventos públicos pagando entradas millonarias.
Este sistema socialista creó más pobres que nunca en la historia del país y, además, redujo casi a la extinción a la clase media y el círculo selecto de adinerados.
Y es así como el socialismo dice combatir las diferencias sociales, creando una brecha aún mayor entre ricos y pobres, pues construye una nueva clase económica, todopoderosa y ostentosa, lo que popularmente llamamos enchufados, alacranes y cohabitantes.
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