Tras la última reunión de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que tuvo lugar en Glasgow, Escocia, a finales de octubre del año pasado, uno de los puntos que más esperanza generó entre los países en desarrollo fue el compromiso de cumplir con el Acuerdo de París de 2015: otorgar fondos para el cambio climático. El financiamiento externo es un aspecto clave para garantizar la transición energética en los países en desarrollo. Por ello, los líderes del mundo desarrollado se comprometieron en Glasgow a destrabar los fondos otrora prometidos.
Pero el entusiasmo no se quedó ahí, sino que se amplió al sector privado, de donde se prevé provendrán los mayores aportes para la transición. Mark Carney, pionero en reconocer el problema climático al presidir el Banco de Inglaterra; cofundador, con Michael Bloomberg, del Task Force on Climate-related Financial Disclosures (TCFD), y que actualmente lidera un consorcio de 450 firmas financieras (Glasgow Financial Alliance for Net Zero), destacaba el alineamiento del sector financiero para cumplir con los objetivos climáticos. Pero, sobre todo, en lo relativo a la búsqueda del objetivo de emisiones netas cero para 2050.
En definitiva, unos y otros prometían financiamiento de fondos a largo plazo para el logro del bien común. Sin embargo, la apuesta de los mercados financieros por el cambio climático puede que dure menos de lo esperado. Recientemente, Larry Fink, CEO de BlackRock y uno de los hombres más poderosos del mundo financiero, declaró que la guerra de Ucrania estaría marcando el fin de la globalización. La irrupción de la pandemia de covid-19 atisbó el debate respecto al reshoring, la tendencia a la relocalización de las cadenas globales de valor, algo que ya ha estimulado el creciente poder tecnológico de China.
La invasión de Ucrania ha generado una disrupción entre los líderes occidentales, y de golpe, desapareció la cándida visión que muchos tenían sobre el régimen de Vladímir Putin. Ante la imprevisible respuesta militar, muchos decidieron imponer sanciones económicas a Rusia. No obstante, más allá de los efectos sobre el devenir del conflicto, las medidas adoptadas pueden estar marcando el fin de la globalización financiera y comercial.
Sin embargo, las consecuencias financieras pueden ser mayores, y, sin duda, lo serán. Paradójicamente, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos puede resultar muy afectado si China decide no continuar comprando masivamente los bonos de la Reserva Federal. Pekín también puede pensar en acelerar el proceso de internacionalización del yuan, obligando a sus socios a abandonar al dólar en sus transacciones, tal como lo exige la ahora sancionada Rusia a sus compradores de hidrocarburos.
La invasión rusa ha obligado a la Unión Europea a repensar su estrategia energética, marcando inequívocamente una aceleración en la transición verde. Para afrontar estos costos, se requieren masivas fuentes de nuevo financiamiento, pero esto trae iniciativas disímiles en este campo en lo que concierne a nuestra región. Para la mayoría de los países latinoamericanos el fin de la actual estructura de globalización financiera y comercial (tal como la hemos conocido hasta ahora) terminará retardando el proceso de transición. Amén de ello, la creciente inflación a escala internacional aumenta el costo financiero y desestimulará el financiamiento a largo plazo.
La guerra no solo puede implicar una involución en la actual globalización financiera y comercial, sino que también afectará las estructuras multilaterales que han distribuido el poder desde el fin de la Guerra Fría. Un menor acceso al financiamiento externo afectará la transición energética, al tiempo que el aumento en el precio del petróleo otorga mayores incentivos a la exploración de crudo.
Sin embargo, lo anterior no solo implica una menor disponibilidad de fondos para la transición, sino que también quedará en evidencia un reencaminamiento hacia fondos que buscan rentabilidad a corto plazo. En lugar de avanzar con la transición, un barril por encima de los 100 dólares empujará a nuevas rondas de licitación petrolera. Por otra parte, el incremento en las cuentas de consumo energético por parte de las familias obligará a los países de la región a aumentar los subsidios energéticos, pero reaccionando con mayores niveles de deuda pública y fragilizando las ya deterioradas finanzas públicas luego de la pandemia.
Como otras regiones en desarrollo, la “esperanza verde” de América Latina se asociaba a la llegada de flujos de capitales, y varios líderes volvieron de Glasgow convencidos del poder del mercado para acelerar la transición. Sin embargo, este optimismo se ha diluido ante las nuevas restricciones globales que avizoran una economía mundial más ralentizada y con mayores costos para los Gobiernos. Habrá, por tanto, menos excedentes para invertir en esta ineludible transición energética.
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