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Roberto Sosa, poeta: grande de Honduras

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“Te envío estos fragmentos de mi trabajo literario (palabra sospechosa) hecho a lo largo de mi vida, la que he compartido contigo una que otra vez en Centroamérica, mares al fondo ¿te acuerdas?… mañana regreso a Honduras. Si llegas allá, mi casa te pertenece, igual que mi devoción por tu persona. Mientras hablamos de poesía y otras yerbas, recibe esta muestra de cariño”. Dedicatoria de Roberto Sosa en mi ejemplar de su Obra completa.

Ominoso era el grito cuya bárbara rima permitía el ultraje criminal, de ida y vuelta: “Hondureño coge un leño y mata a un salvadoreño”, o simplemente, la infamia redactada a la inversa: “Salvadoreño, etcétera y más abyecta cosa…”. Y ese desgarro entre hermanos, más que vecinos, con una frontera permeable de belleza agreste y gente en extremo laboriosa, marcó la crueldad de un conflicto bélico entre dos ejércitos con resabios dictatoriales del que abundaron los nombres: la Guerra del Fútbol (en espurio homenaje troglodita a quienes se desgarran por una pelota de giros aleatorios); la Guerra de las 100 Horas y la supuesta Guerra de la Legítima Defensa, librada en julio de 1969, con un costo en pérdida de vidas de 6.000 personas, 15.000 heridos y 130.000 desplazados. Y en el reverso de la moneda hallamos aún vivo el grito poético luminoso de Roberto Sosa, de quien me acuerdo ahora con la veneración de una amistad que sigo celebrando, rememorando anécdotas felices y releyéndolo.

Ambos pueblos de esa bella serpiente geográfica que dibuja una Centroamérica que no dejo de admirar por la valentía y dignidad de su gente, son dueños de una sabia picardía, producto de un sustrato de pueblos prehispánicos industriosos. Allí se ha producido la obra de grandes escritores y artistas plásticos como Roberto Huezo, el más auténtico y fino pintor de El Salvador; el mago del cuento y la pintura mal llamada primitiva, el gran Salarrué; o el prodigioso Pedro Geoffroy Rivas –ejemplo y modelo de la irreverencia lúcida de tantos autores y de Roque Dalton– para citar solamente a algunos de los creadores más connotados de lo que fue el Señorío Pipíl de Cuzcatlán.

Más allá del río Lempa florecía una alfarería cocida en los hornos de pan de las tristes casuchas a orillas de la carretera. Las mujeres que no faenaban en el campo fabricaban enormes gallos de barro –emparentados con los simbólicos de Portugal, vaya uno a saber por qué artes de magia artesanal–. Y es en ese contexto de belleza nacida de la necesidad, la económica pero sobre todo la expresiva, que ha surgido también una literatura vigorosa. Tiene como representantes de rigor y creatividad a lúcidos intelectuales, entre los que se encuentran Rafael Heliodoro Valle, Julio Escoto, Eduardo Bähr, Clementina Suárez y el propio Roberto Sosa, desaparecido hace ya siete años, a los 81 años de edad.

A Roberto lo fui a buscar a Tegucigalpa, movido por mi admiración hacia dos de sus libros más célebres, Los pobres (Premio Adonáis, en España (“…un libro que partiría la historia de la poesía hondureña en dos”, dijo Bähr), y Un mundo para todos dividido (Premio Casa de las Américas, Cuba); a la sazón yo fungía en El Salvador como agregado cultural en la Embajada de México y la malograda Guerra del Fútbol, de secuelas todavía frescas, me obligaban a sustituir la placa de mi auto para atravesar la frontera, sin nada que pudiera identificarme con el “Pulgarcito de América” (como Julio Enrique Avila llamó a su país, aunque la frase se le ha atribuido siempre a Gabriela Mistral).

El encuentro con esa figura espigada y elegante, de ojos claros caribes, una suerte de caballero de colonias en el trópico profundo, fue de inmediata compenetración y se dio entre nosotros esa “afinidad electiva” que marca el inicio de una relación entrañable; amistades profundas de las que uno siempre se conduele por no coincidir más tiempo en el mismo espacio (castigo paradójico que se inflige el diplomático: echa raíces y luego está obligado a arrancarse, y eso siempre es más pronto que tarde).

En ocasión de haber sido publicada una antología suya por la Unesco (además Francia le “armó” Caballero de las Artes y las Letras), Roberto Sosa viajó a París para presentar su trabajo.  Ya estando allá cumplió una de las mayores aspiraciones de su vida, conocer el Partenón.

Cuando él se refería al portentoso templo dedicado a la diosa Atenea, pensaba de modo intrínseco en la prodigiosa columnata de mármol que se enseñorea en la Acrópolis de Atenas, sin otra distracción. Para dar cumplimiento a esa especie de “manda” y promesa de vida estética, Roberto juntó los pocos francos que le restaban de viáticos y habría adquirido un pasaje en Olympic Air Lines que lo llevaría desde Francia hasta la capital griega en cuatro horas.

Allí, nuestro poeta, bajo el influjo de Homero, se dirigió sin desvíos al Partenón; quedó extasiado con uno de los más altos ejemplos del refinamiento del espíritu humano encarnado en una estructura arquitectónica. Paseó, meditó, dio media vuelta con cierto apuro y abordó un taxi que lo llevó a tomar, ese mismo día, el vuelo de regreso a París. No fue necesario ver nada más.

El insólito viaje cumplió el estricto, contenido, maravilloso propósito de concentrar toda la atención en una sola meta, como se lo merece un monumento de las dimensiones simbólicas de ese portentoso templo dórico. Así se las gastaba el autor de una obra que tocaba las raíces de la miseria humana y también redactaba himnos amorosos a la mujer. Otra destacada vertiente de su poesía reflejaba su indignación por las injusticias, y desdeñando cualquier asomo de panfleto, ejercitaba una solidaridad verbal de alto vuelo (ver sus libros Prosa armada y Secreto militar).

En estos espacios privilegiados de la crónica, breves por su naturaleza, solo caben unas “llamadas” casi teatrales para develar la verdadera “función” que cuenta lo que cuenta, y este es el caso. De allí que opte por dar voz póstuma a un poeta de las honduras de este hondureño universal. Roberto Sosa me escribió así, con palabras que pintan algo de su talante, en ocasión de hacerme llegar el denso volumen de su Obra completa, el 23 de enero de 1992:

“Hace tiempo hablamos por teléfono y quedé en hacerte llegar mi libro que se llama Obra completa, en vez de obra selecta; de todos modos, ahí te va. Imagino que ya eres una persona seria, a la altura de tus años y viajes y que ya no‘ejerces’(¿?). Y bien, según me dijiste por teléfono es posible conseguir una invitación para exponer (presentar) mi libro en Bogotá.  El libro, como podrás comprobarlo, está bien hecho, a pesar de haber sido impreso en Honduras; cada ejemplar vale 40 dólares. El tiraje se redujo a la mitad porque el precio de impresión ha subido más que un cuete gringo sobre Irak (ya caerá otro). Así que cualquier posibilidad de colocar ejemplares me la comunicas de inmediato por favor a la‘divulgación’de mi trabajo. Espero que me mandes, luego te lo pagaré, un libro antológico de Odysséas Elytis. (espero haber escrito ese nombre correctamente). Sucede que ese autor se ha extraviado de mi biblioteca. Si puedes enviarme suplementos culturales de periódicos de esa nación, te lo agradeceré. Mientras nos vemos (bebemos) te abraza, con el viejo afecto de siempre, Roberto Sosa”.

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