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El club del alcohol

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Imagen de LEEROY Agency en Pixabay

En el alcohol se expresa la verdad. Ven a conocerla ya, decides nada. O cuando oyes líquido fluir, líquido sobre cristal, tu sangre  pide más”. (“El club del alcohol”. Danza invisible).

Es cierto que, visto desde la perspectiva que me otorgan los años, la nuestra, la mía en concreto, ha sido una generación muy alcohólica, entendiendo el término como consumidores, no como enfermos. Ahora, como padre de tres adolescentes, veo, afortunadamente a través de su anecdotario, no de su actitud, que las nuevas generaciones  tiran por otro tipo de sustancias, nada buenas, aunque con esto no estoy diciendo que el alcohol sí lo sea.

A mi modo de ver, esto, básicamente, depende de la oferta y la demanda. Cuando yo era joven, la oferta de sustancias estupefacientes era limitada. Es verdad que la marihuana, actualmente una verdadera plaga, ya estaba en el mercado, pero si trascendías ese escalón, ya solo tenías la coca y la heroína. La coca, entonces, quedaba para una élite social que se la podía pagar y la heroína era y es el camino más corto hacia la destrucción personal y la muerte. Por tanto, a los que no queríamos experimentar, nos quedaba el alcohol. Además, hay que decir que, aunque indudablemente el alcohol es una droga, cuenta con la aceptación social y con el respaldo legal.

Ahora, con los años, las cosas se ven desde un ángulo distinto. Como decía Oscar Levant, pianista, compositor y humorista americano: “No bebo alcohol. No me gusta. Me hace sentir bien”. Es verdad que, como toda sustancia estupefaciente, el alcohol tiene la capacidad de variar tu percepción de la realidad. Esto, como en el chiste, no es bueno ni es malo. El problema es cuando tu realidad te empuja a evadirte, por las circunstancias, y lo conviertes en un hábito, porque, necesariamente, el hábito pasa a vicio en el momento menos pensado.

Según Pierre Fouquetel alcoholismo es la pérdida de la libertad frente al alcohol”. Y, al menos yo a mi edad, ya trato de huir de aquello que me condiciona y me roba la libertad y la lucidez para actuar. No es que yo sea muy lúcido, pero si velo mis neuronas, ya de por sí  en decadencia, con sustancias de cualquier tipo, entonces voy de cabeza al error.

Recuerdo aquellas noches de la juventud, entendida esta como un estado físico, porque psíquicamente yo aún me siento joven. Pero, sobre todo, recuerdo con horror ciertas mañanas, sobre todo en la playa, cuando tras precalentar tu cerebro como si fuera un motor diesel de los antiguos empezabas a hacer inventario de las gilipolleces que habías hecho por la noche.  Como decía Enrique Jardiel Poncela, “el pudor es un sólido que solo se disuelve en alcohol o en dinero”, por lo tanto, para alguien como yo, que siempre me he considerado discreto y pudoroso, la inhibición de ambas cualidades podía hacer emerger a Mister Hyde. Nada tan inquietante como encontrarte a la mañana siguiente con alguno, o alguna, que te decía “oye, lo que me dijiste anoche…” y tú pensando “¿Qué coño le dije yo a este tío?”. Pero, por lo general, la cosa acababa bien.

Podía, perfectamente, haberle dicho: “Las palabras que se dicen en una noche de borrachera se desvanecen como la oscuridad al comienzo del día”, pero entonces yo no leía a Marguerite Duras, autora de esta reflexión; aunque mi mujer, dotada de una gran perspicacia, tira de la cultura popular y, como suele decir cuando vamos al pueblo, Ocaña para más señas, cuando ya vamos de retirada tras una noche, por lo general  larga, “lo que se dice en Ocaña por la noche no amanece por la mañana”. Aunque también, en estos casos, aplica la máxima “serás esclavo de tus palabras y yo señora de mis silencios”. Cuando te dice esto, por lo general, duermes en el sillón.

Es verdad que la experiencia de cada uno con el alcohol depara momentos de absoluta brillantez, que pasan a formar parte de tu anecdotario personal y momentos de total oscuridad, que, por desgracia, también quedan para los anales de la historia. Pero los momentos alcohólicos de los demás, vistos desde la exención de responsabilidades, suelen ser, por lo general, divertidísimos, salvo aquellos que se encuadran en la desgracia y el delito, claro está.

En Los tipos duros no bailan de Norman Mailer aparece un personaje, Tim Madden, escritor fracasado y adicto al bourbon, que una mañana se despierta con una resaca magnífica y un nombre tatuado en el brazo.  No recuerda nada, pero cuando sale al porche de su casa descubre una enorme mancha de sangre y, poco después, en el rincón de su jardín donde oculta su plantación de marihuana, la cabeza de una rubia cortada por el cuello. Si esto no te quita la resaca, no pruebes con ibuprofeno. Es inútil.

Sin embargo, entre las anécdotas más divertidas que ha ocasionado el alcohol, cabe recordar aquel día 5 de octubre de 1989 en el que Fernando Arrabal, que estaba invitado al programa de Sánchez Dragó El mundo por montera, se presentó completamente borracho, llegando a sentarse encima de la mesa de centro y tirar la mesa y a sí mismo por los suelos. Aquella frase, que repetía sin cesar “el milenarismo va a llegar, ¡Coño ya!”, fue una de las frases míticas de mi adolescencia. Aunque cabe preguntarse qué hacía yo, a los diecinueve años, viendo el programa de Sánchez Dragó. Debe ser que siempre he sido un poco rarito.

En cualquier caso, casi todo el mundo ha sido un borracho ocasional, en el sentido más literal del término. Otra cosa es si entendemos por borracho ocasional a aquel que aprovecha cualquier ocasión para beber. De estos, también hay legión. No obstante, no hay que olvidar que el mercado de las bebidas espirituosas supone una pingüe fuente de ingresos para el Estado. Además, la prohibición, en lo referente a consumo, no suele surtir efecto.

Recordemos la ley Vostead, popularmente conocida como “la ley seca”, que entró en vigor en Estados Unidos en 1920. En aquella época se consideraba que el detonante de la mayoría de delitos, en la sociedad americana, era el alcohol, por lo que se prohibió su venta y consumo. El resultado fue que la sociedad americana se lanzó a la bebida de forma descontrolada. En un año, Nueva York, que contaba con 15.000 bares legales, pasó a tener 32.000 con una mirilla. Se dispararon las detenciones y las intoxicaciones y se inició la guerra del aguardiente, entre grupos mafiosos, que dejó más de 2.000 muertos.

Nos pueden quitar las iglesias, nos pueden cerrar los cines, los teatros, las bibliotecas, pero, en estos tiempos difíciles, ¿de quién se ha acordado la sociedad española? ¿a quién había que salvar a cualquier costa? Pues a los bares. Nadie se ha acordado del resto de comercios. Nadie ha abogado por las papelerías, las joyerías o las tiendas de ropa, que también las han pasado putas. Pero salir a la calle y que no hubiera bares nos hacía sentir como si un día vas paseando por la Gran Vía y de repente te das cuenta de que se te ha olvidado ponerte los pantalones.

En La leyenda de la ciudad sin nombre de Joshua Logan hay un pasaje en el que una mujer se dirige a Lee Marvin, aquejado de cierta excesiva afición a la bebida y le dice:

―Debería leer la biblia.

―Ya he leído la biblia, señora Fenty.

―Y ¿ no le animó a dejar la bebida

 ―No. Pero frenó mi interés por la lectura.

Bueno, yo creo que la lectura y la bebida no son incompatibles, como tampoco lo son la bebida y la escritura. Recordemos, por ejemplo, a Ernest Hemingway, que se calentaba por dentro y por fuera en los bares de París mientras daba vida a sus relatos, o a John Cheever, cuyos  Diarios describen detalladamente sus resacas y sus infructuosos intentos de salir de ellas.

De cualquier modo, aunque el exceso forma parte de la personalidad de un gran número de personas, entre las cuales en algunos casos me encuadro, la madurez te lleva a la moderación, cuando no a la abstinencia; si no, recordemos a aquel hombre al que el médico, ante su frágil salud, le recomendó dejar el alcohol, el azúcar y las malas compañías. El hombre, disconforme, le preguntó:

―¿Y así voy a vivir más?

 No, pero se le va a hacer mucho más largo.

Así que, como dice Joaquín Sabina en su canción “Pastillas para no soñar”, “si lo que quieres es vivir cien años, no pruebes los licores del placer”.

Ustedes deciden.

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