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Acercamiento de un cineasta venezolano al engranaje del narco imaginario mexicano

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Por LORENA M. VELÁZQUEZ

“Hemos compartido el mismo cielo, ya por mucho tiempo,

quiero decir. Nosotros sabemos de ellos y ellos de nosotros.

Entre más pasa el tiempo, nosotros somos menos”

Cristina Rivera Garza

En la urgencia del contexto latinoamericano de  entablar el diálogo con la noción de   violencia (y las distintas acepciones que esta pueda manifestar) y la noción de  poder, circunscritas ambas al ámbito de la representación, la crónica roja y la narco novela resultan ser los discursos más conocidos, que encarnan esta problemática.  En el caso de Los Plebes, es inevitable darnos cuenta que estamos frente a uno de los derroteros más crudos que ha adquirido el imaginario mexicano en la actualidad.

La proyección de Los Plebes ocurre justo en una época en la que la imagen juega un papel fundamental en la construcción de un imaginario colectivo. Es innegable que la primera impresión que nos deja este documental es la de estar viendo por la mirilla a un grupo de jóvenes que asumen como natural el ejercicio del delito y la muerte como gajes del oficio porque han crecido entablando un diálogo cara a cara con un fenómeno tan multiforme como la violencia. La juventud de Los Plebes es lo que  nos sobrecoge porque estos  jóvenes sinaloenses nos han dejado entrar a su mundo y muestran con naturalidad cómo se ha erigido en lo social esa fuerza  que es la violencia como política ejercida por otros medios.

El primer contacto con el documental de Emmanuel Massu y el venezolano  Eduardo Giralt nos obliga a repensar las ideas preconcebidas sobre la narcocultura. Este término hoy día incluye artefactos culturales variopintos (tanto en la industria televisiva como en el cine, la literatura, la música, entre otros) que han edificado un artificio continuamente vinculado a la opulencia y el derroche de quienes hacen vida en el crimen organizado. La narcocultura es una ventana al mundo del narcotráfico, pero también es la aproximación a un imaginario colectivo que ha ido erigiéndose al margen desde hace décadas, hasta convertirse en una maquinaria, la narcomáquina, como la llama la investigadora Rosana Reguillo, un conjunto de prácticas diversas que han logrado penetrar en la vida cotidiana y que como máquina de poder avanza generando restos o cuerpos transformados por su accionar. El impacto es tal, según Reguillo, que la narcomáquina ha ido sofisticando el empleo de la violencia cada vez más para exhibir un poder total cuyo papel parece ser despojar a los cuerpos de toda humanidad mientras caza una guerra con el Estado.

La mitificación del mundo narco ha sido respaldada por la construcción discursiva que ha hecho de ella la industria del entretenimiento, afincada en el consumo de esa estética de la opulencia. Para muchos, hablar de narcos implica oro, relojes, mujeres, carros, mansiones y ropa cara. Eso nos han vendido las grandes cadenas. Y en parte lo es, pero el mundo del narco tiene también sus códigos y su organización, lo cual implica que lo que nos han mostrado es solo la punta del iceberg. Los que están en primera línea de esta guerra, esos cuerpos expuestos, son precisamente los plebe, jóvenes despojados de un nombre y cuya identidad adolescente oscila bajo un entramado simbólico que han adoptado entre las balas, para subsistir a un destino al que creen estar signados por el lugar en el que nacieron y con el cual están en pugna.

De esta manera, la mirada que nos ofrece Los Plebe es hacia la intimidad de los nóveles sicarios sinaloenses, los narcolenials (como les llama  Giralt), desde una esquina distinta: del lado donde estos son más que su criminalidad, donde también son jóvenes, carnales, morros de una chica, con sueños. Los Plebe se encarga de mostrar, no el morbo convertido en espectáculo, capaz de facturar millones de dólares, sino la ruptura de los estereotipos que se han creado dentro del narcoimaginario. La respetada escritora Cristina Rivera Garza, en una acuciosa reflexión sobre la contemporaneidad mexicana, apunta a señalar que ha sido un “Estado sin entrañas” (2011: p. 12) el que ha servido la mesa a la aparición de los cuerpos desmembrados, de los desaparecidos, de las mujeres mutiladas y abusadas. Este mismo Estado sin entrañas también tiene parte en la generación de este “horrorismo” como modus vivendi del que participan estos jóvenes de manera bidireccional, en tanto son causa y consecuencia de un ejercicio político que no ha alcanzando su deber ser, sino que, por el contrario, multiplica la violencia ante la imposibilidad de controlar su génesis. Los Plebes se convierten entonces en cuerpos disciplinados mediante el trabajo de la violencia. Servir a la narcomáquina hace que Los Plebes sean a la vez todos y ninguno. Formar parte de la narcomáquina es no solo garantizar la vida, sino  también, pertenecer.

La Vagancia

La carencia de nombre, la sujeción al patrón y la custodia constante de la santa muerte que los acompaña dista mucho de la vida de ensueño que nos imaginamos. Si algo es seguro en este trabajo de Giralt es la apuesta a narrar más de lo que vemos y es a través de la Vagancia que se nos revela lo que hay detrás de la máscara de aquel que llamamos sicario: la humanidad.

“Yo soy la película”, dice  la Vagancia, el sicario que asume el papel principal en el documental. Efectivamente, el rostro de la Vagancia cumple con una función, como dice Rivera Garza: “El rostro es una puerta. Conecta sin remedio […] Mírame, nos dice”. Ciertamente nos pasa al mirar el documental, que nos resulta ilógico cómo un joven puede discurrir tan fácilmente entre hablar de su cotidianidad, abrazar amorosamente a su perro, acicalarse para su novia y prepararse para cumplir un encargo del patrón con fusil en mano.

El grabar la intimidad fue la apuesta de Massu y Giralt, lo cual tiene mérito si se entiende que con ello invirtió el discurso que sataniza al sicario y devuelve la mirada a ese nosotros que es la sociedad mexicana de una manera cuestionadora. Tanto Reguillo como Rivera Garza, escritoras avocadas a la realidad mexicana, dejan claro el hecho de que el surgimiento de estos colectivos refiere a una fuga del cuerpo social hegemónico, no necesariamente por no identificarse con él, sino porque ha resignificado la forma que lo vincula a ese nosotros que es ser mexicano. De esta manera, la sociedad ha sido testigo del auge de la fantasmagoría del narco sin poder hacer mucho más que asombrarse. Aquellos que han crecido bajo este diálogo en las calles del norte del país han encontrado en estos grupos un nosotros que responde a una identidad fracturada, construida “de múltiples maneras a través de los discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzadas y antagónicas” (Hall, 2003: p.17). Es por eso que en la Vagancia se une el joven sin futuro y que apenas tiene para vivir, ante el cual se puede sentir lástima, pero también ese rostro del horror que tiene la mano manchada de sangre y ataca a mansalva por unos cuantos pesos.

Esos muchos que son Los Plebes adquieren, a través de La Vagancia, un rostro que dentro de la guerra de los narco cuestiona la capacidad de estos de ser unas vidas que merecen ser lloradas. Este planteamiento de Judith Butler intenta desconfigurar esa idea preconcebida de la valía o no de una vida dentro de un espacio excepcional. En este caso, ¿vale la vida de un sicario? ¿Vale la vida de la Vagancia o la de alguno de Los Plebes? Desde los esquemas conceptuales bajo los cuales se desarrollan nuestros códigos sociales, podríamos dudarlo. El sicario no merece vivir, tampoco merece ser llorado. Una vida llorada implica ser reconocida y el hacerlo pone en tela de juicio nuestra moral y nuestra ética. Sin embargo, algo que Butler recalca tajantemente es el hecho de que en la guerra la vida en sí, independientemente de las circunstancias políticas que la rodeen, es una vida merecedora de ser llorada en tanto que valiosa por la potencia que hay en sí misma.

Entonces, cuando Giralt claramente enfatiza en varias de sus entrevistas que su objetivo no era hablar de violencia y “matazón” (palabra usada por él), sino humanizar a los sicarios, también distingue el hecho de que humanizar no implica romantizar. De manera que el proyecto del documentalista es claro: contrarrestar el cine que ha hecho de la narco cultura la mascarada que conocemos. Es claro que esto le ha valido al documental la credibilidad para posicionarse como una apuesta valiosa ante producciones de la misma índole, sin embargo, una fotografía poco pulida y el uso de los celulares como medio para capturar la historia parece haber provocado cierto rechazo de Los Plebes en el ámbito mexicano. Ernesto Diezmartínez, sinaloense, crítico de cine, alude al paso por debajo de la mesa que tuvo la cinta en  el festival de cine FICUNAM, desde la significación que tiene para él por su gentilicio: “No  me aporta nada nuevo, nada que yo no supiera y ni siquiera lo muestra de una forma particularmente atractiva”. Efectivamente, la fotografía desmerece  la narratividad presente en el trabajo de los cineastas, pero la adopción de esta estética por parte de Giralt implica un posicionamiento frente al campo y el asumirse  con una actitud distinta ante el discurso audiovisual lo ha ubicado en una diferencia, una postura muy cercana a lo que Rivera Garza llama “dolerse”. De este modo, es más que lo que no nos dice que lo que muestra, la puerta que abre el rostro de la Vagancia es hacia la fisura de las nociones de la identidad local y glocal, hacia la comunidad. La Vagancia es un rostro de un gatillero sinaloense, pero puede ser también el rostro de un gatillero en cualquier otro país latinoamericano cuyo  gentilicio también han sido arropados por la narcocultura.  Por tanto, la crítica vio la realidad sin la espectacularidad y el lujo y parece no resolver una forma distinta de acercarse fuera del patrón estereotipado del consumo. La estética del deterioro también es un discurso presente; potencia, muchas veces, que se ha ido acrecentando cada vez más en el contexto latinoamericano y este documental es una señal de ello.

La apuesta de Giralt y la de quienes vean este material debe ser, entonces, no  la de esperar la espectacularización del narcotremendismo, sino la de dolerse porque solo así se puede permitir que se participe de una reconfiguración “de lo visible, lo decible, lo pensable; y por eso mismo [ser] un paisaje nuevo de lo posible” (2011: p. 16) , como apunta Rivera Garza.


Referencias

Butler, J. (2010). Marcos de Guerra. Las vidas lloradas. Madrid: Paidós.

DiezMartínez, E., 2021. Estampas en línea del FICUNAM 2021. [online] Letras Libres. Disponible en: <https://letraslibres.com/cine-tv/estampas-en-linea-del-ficunam-2021/> [Accessed 6 November 2021].

Emmanuel Massu & Eduardo Giralt Brun. (2021). Los plebes. Cine Buro, Río Azul, Vice.

Hall, Stuart. (2003). “Introducción: ¿quién necesita `identidad’?”. En Hall, Stuart et. al.Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires, Amorrortu.

Neira, H. 2021. Los plebes, documental sobre la sórdida vida del sicario – Reporte Indigo. [online] Reporte Indigo. Disponible en: <https://www.reporteindigo.com/piensa/los-plebes-documental-sobre-la-sordida-vida-del-sicario-ficunam/> [Accessed 5 November 2021].

Reguillo, R., 2011. La narcomáquina y el trabajo de la violencia: Apuntes para su decodificación. [online] Instituto Hemisférico de Performance y Política. Disponible en: <https://hemi.nyu.edu/hemi/es/e-misferica-82/reguillo> [Accessed 6 November 2021].

Rivera Garza, C., 2011. Dolerse. Textos desde un país herido. 2nd ed. México: surplus ediciones.

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