En este reino de lo insólito que es la Venezuela actual, nos vemos sorprendidos por la más reciente reforma a la Ley de Impuesto a las Grandes Transacciones Financieras.
Y nos encontramos con que esta reforma es nada menos que un tributo que pecha con una alícuota de 3% sobre las transacciones, independientemente de que sean realizadas por personas naturales o jurídicas, cuando se adquieren bienes y servicios en dólares en el mercado nacional.
A la luz de los ojos del mundo, es un perfecto disparate. Cuando en pleno siglo XXI el planeta entero se mueve hacia aperturas, hacia fronteras desdibujadas, hacia libertad en el comercio, es insólito colocar una especie de penalidad en la moneda que más circula en el planeta, con la cual son remunerados un enorme número de trabajadores internacionalmente.
Para colmo, no se trata de “cobrarles más a los que más tienen”, como han dicho algunos voceros. Aunque el nombre de la ley habla de “grandes transacciones financieras”, no establece ningún monto de transacción mínimo a partir del cual aplica el impuesto. Es un tributo que no toma en cuenta la capacidad económica de quien está contribuyendo, sino que afecta a todos por igual.
De paso, eso de que los dólares solamente lo tienen los ricos, es el prejuicio más limitante, entre tantos prejuicios limitantes que han nacido en este país durante los últimos años. Que levante la mano quien no ha tenido un dólar recientemente en este país.
Más insólito aún es que se pongan trabas y pesos adicionales a las transacciones en dólares, cuando una sucesión de políticas desatinadas en materia económica desembocó en la pulverización de la moneda nacional.
La baja productividad y la falta de confianza dispararon la devaluación de nuestro bolívar hasta niveles jamás imaginados, dando lugar a las sucesivas reconversiones monetarias. Esto implicó que los montos necesarios para hacer incluso las transacciones económicas más elementales fueran sencillamente inmanejables en la cotidianidad. Las cantidades permitidas para retiros y transacciones electrónicas eran irrisorias ante los precios reales.
Este escenario económico plagado de hostilidades terminó por lanzar al venezolano en manos del odiado dólar. Un doble discurso por demás descarado, cuando la moneda estadounidense se ha convertido de facto el medidor de la economía nacional, mucho más de lo que lo es en otras naciones.
El dólar está actualmente en Venezuela en manos de toda la población, porque desde hace rato circula libremente como la única salida para paliar la crisis económica.
Los millones de venezolanos de todos los estratos sociales que han emigrado lo envían a sus familiares que quedan en el país, para que resuelvan su sustento más elemental. Otros más logran vender sus servicios profesionales online desde nuestra tierra y por eso reciben sus honorarios en divisas, muchas veces a una tarifa inferior, porque hay quienes se aprovechan de la situación de vulnerabilidad y adversidad que padece nuestro gentilicio.
Pero el dólar se ha democratizado, duélale a quien le duela.
Es sencillamente criminal restarle valor a las remesas que envían los venezolanos a sus familias desde el extranjero, las cuales muchas veces son apenas suficientes para lo elemental. Se trata de compatriotas que padecen de desventajas en su condición de migrantes y por lo tanto muchas veces obtienen salarios bajos en comparación con el costo de la vida de los países a donde emigraron.
Aún así deben mantenerse a sí mismos y a los suyos en el lugar de destino, además de apoyar a quienes se quedaron aquí.
Y adicionalmente, toda carga impositiva nueva tiene una consecuencia final inflacionaria, algo que es justamente lo que menos necesitamos en este momento en el país. Sencillamente estamos limitando el crecimiento, porque ahora tener más dinero en las manos tiene una nueva penalidad.
En síntesis, no se trata más que de una carga adicional sobre una ciudadanía que ya tiene suficientes condiciones en su contra en el escenario actual.
Y cabría una advertencia respecto a la voracidad de lanzarse sobre las transacciones en dólares de la gente de a pie: que no se sobreestime el crecimiento de la economía en dólares en Venezuela. No es ni de lejos tan robusta como parece.
Muchos de quienes realizan en divisas sus transacciones cotidianas están en modo supervivencia y apenas consumen lo estrictamente necesario para seguir adelante. El hecho de que los dólares estén circulando fluidamente por el país no se debe leer ni de lejos como un signo de riqueza.
Poner más presión sobre este endeble fenómeno lo puede hacer colapsar y terminaría de poner contra la pared a un sector de la población que por fin ha encontrado una ventana de salida a sus adversidades y penurias.
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