Como ciertas culturas que llegan a su esplendor para luego desplomarse, como el Apocalypto de los Mayas, el Oscar eligió autodestruirse a sí mismo la noche del domingo, delante de los ojos de sus últimos espectadores, quienes asistieron con una dosis de pánico e incredulidad al funeral del evento.
Y no hablo solo del incidente lamentable de Will Smith y Chris Rock, al cual le dedicaré un comentario más adelante en la nota. Me refiero a toda una infraestructura, a un sistema que ha colapsado en vivo, que naufragó en un vano intento por gustar a todos.
Así que ahora nos preguntamos por el futuro de los premios de la academia. ¿Será posible que huyendo de las furias de la humillación y la cultura de la cancelación, la parte maldita del Oscar haya regresado como karma, para cancelarse a sí misma a la vista de todos? Parece la crónica de una muerte anunciada.
En primera instancia, comentemos la desafortunada decisión de entregar ocho premios fuera de la ceremonia televisada, para después transmitirlos con cortos mal editados a las carreras. Todo un despropósito de la logística y de la comunicación, que se filtró antes, que provocó el enojo de los expertos que llevamos años cubriendo la ceremonia, que resultó en la comidilla de Twitter, sospechando de otro pase de factura “silencioso” contra Dune, la cual fue a la postre la gran ganadora de la noche, con seis premios, a pesar de no recibir la nominación en dirección. Es otra vez el retorno y la victoria de lo reprimido. Igual que cuando censuran y buscan callar a un enemigo, por razones ideológicas y de agenda. Pues así fue el triunfo de un Denis Villeneuve que dominó la noche, casi por defecto con un remake de alta factura, y sonriendo a la distancia de los reflectores y las cámaras, que estaban más preocupadas por captar alguna reacción de los perdedores consagrados de la velada, siendo El poder del perro la principal víctima de los desplantes de la academia.
Su fiasco, al obtener una de doce nominaciones, merece un estudio aparte, pero se lee como un remake de cuando Crash venció a Secreto de la Montaña, o de cuando la academia se saca una Green Book bajo la manga para evitarse polémicas y “polarizaciones”. En vano ha sido el gesto de fingir “amor” e “inclusividad”, cuando el Oscar ha escenificado el bochorno de un escándalo mayúsculo, más propio de una cantina western o de una torpe cinta de acción con visos de telenovela mexicana, que de una pretenciosa vitrina de almas concienciadas de la corrección política.
Recuerda el efecto Sorkin de películas como A Few Good Men, donde Jack Nicholson no podía contener su furia en el estrado, ante la presión de un abogado inquisidor, desatando un kraken que se tragó el resto de la función, para no volver más.
Porque desde entonces, perdimos la concentración en el show y la oportunidad de reencontrarnos con nuestros Padrinos, con la ocasión de enterrar a nuestros propios muertos en la sección de “in memoriam”.
Personalmente, apenas si logré conciliar el sueño, afectado por el trauma de una noche tan sosa y fea, que por vez primera me impide disfrutar de premios que adoro, como el de documental, o de los instantes cumbres del programa, bien opacados y deslucidos a raíz del bofetón de King Richard.
Por ende, las palabras de Will Smith, al recibir el galardón, no pudieron corregir su error humano, su agresión en pantalla, después de reaccionar a un mal chiste de Chris Rock. Una gracia innecesaria sobre una mujer afectada por la alopecia.
Will se justificó como todo “bully” de doble moral, llorando y apelando a la supuesta lástima, al pedir perdón por el pecado cometido. Apeló al recurso de la “legítima defensa”, llamándose “protector”. Sin embargo, nadie le compró el desafortunado y confuso mea culpa. Regreso al Hollywood Babilonia, de la impunidad y el poder del privilegio. Porque cualquier otro, terminaría desterrado y cancelado.
Un triunfo, entonces, de la masculinidad tóxica que la gala quería expurgar, quitándole el premio a El poder del perro, para dárselo a Coda, la solución más aparentemente inocente y salomónica de todas, pero también la más hipócrita, predecible, falsa y santurrona, de cara a las circunstancias del premio.
Así y todo, Troy Kotsur nos brindó el que fue el mejor discurso de la noche, en lenguaje de señas. Nos toca aprender de la comunidad de sordomudos, quienes sí brindaron un ejemplo de empatía, solidaridad y resiliencia.
Por igual, Jessica Chastain envió un mensaje de empoderamiento noble, siempre a favor de la paz y la concordia. Me temo que las chicas salieron reforzadas en Hollywood, como símbolos de templanza, manejo de crisis y sororidad, al mostrarse bondadosas y gentiles, al invitarnos a superar cualquier conflicto con dignidad y sindéresis.
Fíjense que Javier Bardem también encajó un chiste duro ante Rock, sobre su esposa. Y que Adam Mckay fue vapuleado por las ironías de las tres presentadoras, al principio de la gala. Son críticas que hay que aceptar con humildad, respeto y felicidad, la misma que exhibían Nicole Kidman y Penélope Cruz, aunque sabían que no era su noche.
Más suspicacias despertarían los fallos previsibles de la academia, durante las tres largas horas del espectáculo, confirmando la incapacidad de gestar un verdadero punto de inflexión o de plot twist, a través del manejo de las tensiones en los premios, todos anunciados por la big data, dando pie a un equivalente de Spider Man No Way Home, en el que “poscine” triunfa, reconvertido en un trámite predictivo, fácil de anticipar desde cualquier lugar del mundo.
Un “poscine” que coincide con una gala del pos-Oscar, carente de emoción, en cuanto se diseña al gusto de los algoritmos, para quedar bien con Dios y con el diablo.
No obstante, el exceso de cálculo pasó factura, y así fue como el único Plot Twist vino de la mano, de la cachetada de Will Smith contra Chris Rock, en un gag disparatado que lució como una escena “poscréditos” de No mires arriba, fruto de la crispación y de la ansiedad que vivimos, tras la instalación de una nueva normalidad que nos ha devuelto a la nada y al infierno de una guerra que nos sobrepasa, que nos interpela y que refleja un estado planetario de descontrol.
Una terapia de shock que culmina con el harakiri, con el suicidio televisado del Oscar. De modo que se ha sepultado frente a las cámaras, al no lograr defender y proteger a los autores y artistas del cine, al contagiarse de la histeria que se buscó exorcizar, trayendo el conflicto y el ánimo de odio al proscenio de la tragedia de Macbeth. Un dramático cierre de ciclo, profundamente crepuscular y dantesco, que se salda con la victoria del mal menor, Coda, con la nueva derrota de Netflix y Paul Thomas Anderson, que encarnan a los cucos y los chivos expiatorios del asunto. Se puede decir que pegamos casi toda la quiniela, si sumamos las segundas opciones que auguramos.
En consecuencia, esperamos algo más de la academia que no tuvo lugar. Por el contrario, las tres presentadoras sufrieron del mismo revés en el balance, al comenzar con ilusión y esperanzas, acabando por sucumbir al facilismo, la monotonía y la confusión que embargó a todos en el desenlace. La peor noche de todas en el Oscar, para este servidor que las ha visto todas desde 1989, sin falta. Olvídate de los casos de Moonlight y La La Land, de aquellos desplantes de antes con los rechazos de estrellas como Marlon Brando y George C. Scott, del Oscar so White y del Me Too. Considero que nada será lo mismo, después del domingo. Y que de repente, el Oscar sobrevivirá, si acaso, como un evento cringe y zombie, del que los jóvenes no quieren saber nada, porque les causa ansiedad y les parece una cosa de boomers que no admite cambios, que su tiempo cesó. Hora de reformar y de darle cabida real a los disidentes, y a las generaciones de relevo, como en Cannes. Ni hablar del absurdo incomprensible del premio del público, concedido a la inanidad de El ejército de los muertos. Ni siquiera lo anunciaron en vivo. Así de enorme ha sido el equívoco en una noche digna de olvido inmediato, para superarla de una. ¿Qué pasará con Will Smith?
Será el próximo capítulo pos-Oscar de un tema que lamentablemente desvía la atención de lo importante aquí, que es el cine.
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