Interesante la forma como el escritor Ricardo Gil Otaiza inicia su biografía de don Tulio Febres Cordero (edición de Libros El Nacional, Caracas, 2008), mítico y emblemático intelectual venezolano de nacimiento (1860). Comienza por dejar explícito que fue «mortal», como nosotros, un hombre que experimentaría bienaventuranzas e infortunios. Sería respetado, empero igual presa de la idéntica maledicencia que hostiles Salieri -de todas las épocas- esputan contra inteligencias como la que tuvo Mozart: y -a ello- no puede calificarse diferente a envidia, esa que, aun cuando no siempre lesiva, fijó su acepción última en los deseos del mediocre por desestimar o «embasurar» el talento de quien -sin aspavientos- lo exhibe:
…»Sí, altos y bajos tuvo la vida de don Tulio… Paradójicamente, fue un incomprendido, un ser que tuvo que luchar contra la inmediatez de su entorno y de sus contemporáneos para erigir una obra que trascendió los límites de su tiempo histórico por acción de su mera persistencia vital». (Ob. Cit., p. 14)
Cuando comencé a leer la biografía que Ricardo redactó sobre nuestra Intelligentia Mater en Mérida, confidencié a mi fraterno amigo que su texto tenía propiedades semejantes a la Física Cuántica: me transportaba, en un claustromóvil de antimateria, hacia aquellos días. Me vi, sentí y deambulé, cabizbajo, triste, por las calles que transitó Febres Cordero: fui su interlocutor fortuito, me inquietó su fragilidad corporal y lo tomé del brazo, «en trance de admiración», para ayudarlo pasar de una acera hacia otra en redor de la Plaza del Prócer Principal.
Eufórico, recordé mi arribo a Mérida, durante el alba de los años setenta del siglo XX (ya que en paz descanse). Era una ciudad fría, con una sierra feliz e cubierta de nieve, bendecida por la neblina y una sempiterna llovizna durante todo el año. En las paredes del centro de la ciudad adhería el musgo, los enormes árboles de las plazas principales (Glorias Patrias y Bolívar) parecían gigantes de otro mundo, los líquenes descendían de sus ramajes y helechos embellecían balcones y parcelas baldías. Pero, irrumpió lo que heroicos ecologistas del Green Peace popularizaron con la expresión científica «recalentamiento global». A Mérida ya no la estigmatiza esa sierra (que me provocaba estupor) y de la cual anhelé estuviera ad infinitum nevada.
Asevera el biógrafo y autor que don Tulio «saboreó las mieles del triunfo social y literario». Aquella Mérida era casi una aldea, no exagera Gil Otaiza, porque el éxito literario nunca ha estado realmente sujeto a la perversidad de cuanto una vez el impenitente Karl Marx calificaría como plusvalía, siempre impulsada por el entenebrado territorio del (mercado) materialismo: según el cual, valemos y somos exitosos proporcionalmente al cúmulo de próceres impresos que logramos, el poder que se nos confiera o la fama [académica, intelectual o de cualesquiera disciplina] y que –de súbito- advenga. Y, si de literatura se trata, en la actualidad seremos triunfadores sólo por decisión de los miles o millones de lectores de esta sensación albertoeisteiniana de existencia. De quienes navegan en nubes de la Internet y otros factores que la «Ciencia Posmoderna» han envilecido, de la probabilidad que nuestros libros impresos se conviertan en eso que llaman best seller (muchos hipnotizados adquirientes ni siquiera saben qué significa en inglés) para ocupar, sin ser leídos, los anaqueles de bibliotecas universitarias, públicas o privadas, y residencias de la presunta y siempre preterida «clase social culta o instruida».
Presumo que los rasgos historicistas que tiene la obra más conocida de Febres Cordero, sus indagaciones en torno a mitos y leyendas del estado Mérida y hasta las querellas por límites territoriales que lo mortificaban, obligaron a Ricardo decir en la biografía que «… su interés fue siempre impactar de manera positiva todo aquello que brotaba de su tierra como un manantial, y que podría llevarse al papel para ser eternizado» [Ídem., p. 15].
La sensibilidad social de don Tulio, rememorada en la enjundiosa investigación que nos presenta Gil Otaiza, impulsaría a Tulio Febres Cordero preocuparse por asuntos que el propio biógrafo califica de «triviales o domésticos»: el comercio de la producción cafetera y cacao, el resguardo de la nombradía de plazas y lo que hoy nada de fatuo es: el inevitable y funesto destino de los ecosistemas en el planeta.
Febres Cordero habitaba un pequeño enclave del mundo, de aquel que fue inmenso y hoy, por lo expuesto la víspera, se ha reducido. Los avances científicos y tecnológicos han transformado el planeta en una comarca. Pero, las tribulaciones de nuestra Intelligentia Mater están vigentes. Ricardo Gil Otaiza, con su admirable destreza de narrador que en alta estima guardo, infiere:
«… Una larga avenida, que otrora estuviera vigilada por decenas de altísimos árboles, tal vez cipreses, que parecían callados centinelas apostados a la vera del camino, conduce al panteón familiar de los Febres Cordero, que se encuentra junto al de los Parra, donde yace el también eminente escritor, nacido en Mucuchíes, Pedro María Parra» (Ibídem., p. 19, del entretítulo «Cinco águilas blancas y un epitafio»).
Fue una decisión acertada de Ricardo, talentoso merideño devenido en biógrafo de un clásico y notable escritor regional, abordar ciertos aspectos de cuanto fue la vida íntima del insigne don Tulio Febres Cordero (cuyo memorable nombre luce esa imponente obra ordenada por nuestro querido amigo, escritor y exgobernador magnífico Jesús Rondón Nucete: el principal centro cultural de la capital del Estado Mérida). Nombre que igual lleva una numerosas veces protagónica avenida donde, más tarde, se construyeron las facultades de Medicina e Ingeniería de la Universidad de los Andes.
Nuestro pater intelectual experimentó la muerte prematura de su primogénita, Ana Josefa. El hacedor se deprimió profundamente, y sumergió en la pena-reflexión alrededor de los infaustos sucesos que la existencia puede deparar a cualquier ser humano, porque nadie espera o anhela que la vida lo lastime y aflija tan cruelmente:
«… El escritor entra en una dura fase de introspección y de análisis de su vida familiar, y al sobreponerse de la conmoción logra escribir un hermoso texto que intituló Siempre en blanco, que representa una especie de vitrina a través de la cual don Tulio se expone, se desnuda, abre su corazón y deja que broten todos sus sentimientos que a lo largo de la vida de la hija había anidado en lo más profundo de su yo interior» (p. 79 de «La intimidad de su tragedia personal»)
Ricardo Gil Otaiza da suma relevancia, en el entretítulo «¡Me amabas tanto!» (p.p. 115-121), a episodios matrimoniales del escritor. Aparte de reputado ciudadano, su relación conyugal era, y no exagero, ejemplar. Asombroso entre quienes transitamos el camino de las letras, en el curso de las postrimerías de la presencia humana durante la Era del Tedeum Expansivo de una Humanidad Agónica. Tiempos del imperio de fenomenologías como el feminismo, la desinhibición sexual, informática, multimedia, la magia de lo satelital y la exploración estratosférica de los parientes de la Tierra que procreó el Big Bang. Don Tulio y Teresa de Febres Cordero se prodigaron intensísimo amor. Cuando ella murió (1883), el escritor dejó impreso su doloroso testimonio de inquebrantable fidelidad: «… Aun te siento en mí mismo; estrechamente abrazada a mi espíritu, apurando conmigo, en la misma copa, la gran amargura de la orfandad en que quedan nuestros hijos» (fragmento citado por el biógrafo, p. 117)
Gil Otaiza, quien incisivo y meticuloso indagó sobre su vida, da trato de venerable al auténtico magister de una literatura que legó a los venezolanos: «… Los merideños se apostaron aquella noche del 3 de Junio del año 1938 en los predios de la casona paterna, que servía de hogar al escritor merideño, y en la que había nacido, ubicada en la esquina del Centenario, en la Avenida 3 Independencia con calle 19 Cerrada, a cuatro cuadras de la plaza Bolívar… No hubo una personalidad, o un simple hombre de pueblo que no se sintiera impelido a darle el último adiós a don Tulio. Contaba con 78 años de edad cuanto expiró…» (Supra, p. 20)
@jurescritor
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