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La voz y la palabra: las luces de la casa

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Por ALFREDO CHACÓN

La obra de Hanni Ossott (1946) es una de las que hizo su primera aparición en los años setenta y contribuye a los niveles más altos de esta década, cuya precisa significación dentro de la poesía venezolana sigue siendo desatendida por la crítica.

La tensión dramática del móvil subjetivo hacia su texto es el rasgo constante de esta obra, con una diferencia notable entre los libros que integran su primer decenio (Formas en el sueño figuran infinitos, Espacios para decir lo mismo, Espacios en disolución) y los del siguiente conjunto: Espacios de ausencia y de luz, hasta que llegue el día y huyan las sombras, El reino donde la noche se abre, Cielo tu arco grande, Plegarias y penumbras. Es la diferencia entre el afán y la aptitud del poema para traducir intensidad sensible en geometría convulsa, que caracterizan al primero de los grupos bibliográficos; y el abandono posterior de todo esfuerzo constructivo que no responda a la necesidad de fusionar el hallazgo doloroso con su expresión fatal, es decir, inmediatamente necesaria y fiel.

Por supuesto, en una real poeta esta fatalidad, esta inmediatez y esta fidelidad no pueden confundirse con ningún tipo de distracción sentimental, ni menos con la dimisión de la responsabilidad poética en aras de la autocompasión. Se trata, por el contrario y muy precisamente, de una fatalidad, una inmediatez y una fidelidad deseadas, conquistadas: aportadas al poema como requisitos de su autonomía textual.

En estos cinco libros de la octava década, a su vez, el devenir cobra también fisonomía de experiencia viva, de cambio asimilado, meritorio. Hay un decurso que va desde la proliferación de enfrentamientos directos con las nuevas evidencias aportadas por el sentimiento de lo real (en Espacios de ausencia y de luz, Hasta que llegue el día y huyan las sombras) pasando por el estallido trágico que este impacto interminable provocó en quien lo quiso suyo (en El reino donde la noche se abre y Cielo, tu arco grande) hasta llegar a un nuevo estadio de resolución que abarca, junto a un renovado temple constructivo, al poema erigido en medida, capaz de alcanzarla en sí mismo y de aportarla. Es lo que aparecen en Plegarias y penumbras; y se despliega, hasta un límite magnífico, en Casa de Agua y de sombras, el libro de Hanni Ossott que Monte Ávila Editores incluyó a fines de 1992, en su colección Altazor.

Plegarias y penumbras, en efecto, accede a la reunificación del Yo, ese punto crucial de referencia para la convocación y el curso del poema. El primero de ellos comienza: “Rezo/ Tengo miedo/ Desconozco/ No se moverme/ El río me habla de lo raro”; y de este modo concluye: “Mi llanto no tiene fin/ y debo consagrarme/ atenta”. Pero no es sólo el centro decisivo lo que en este libro se recobra: igualmente ocurre con la iniciativa y la aptitud de tender hilos hacia el reconocimiento y la transfiguración poética de la realidad. La realidad, como decir el río, la montaña, el mar, el dios, las ventanas, los gritos y las voces, el sentimiento, el presentimiento, la primavera, el frío, los silencios, la casa, las postales y los cuadros, la muerte, el coraje, el dolor, el amor, los ángeles y los demonios, la realidad, él, y, como los demás, la gente. “Y entre la sangre una palabra nueva/ nunca conocida/ otorgadora/ algo que quiere brotar/ como destrucción o fiesta/ contenida/ hecha silencio y sólo ojos/ porque no podemos con ello”.

Casa de agua y de sombras, en cambio, privilegia a la gente. Su primer movimiento, el más hondo y decisorio, es la apropiación de la infancia; esa especie de era psíquica, que “llega como una dificultad de comprender” y gracias a la cual “nadie es original. Hechura de otros somos”, como la autora misma propone en su prólogo. El otro vuelco realizador que aquí se patentiza es el reconocimiento de los otros, de lo otro, eso ajeno que nos hace pero nos induce a ser uno mismo. “Y ella dijo:/llegó la primavera/ observa y mira/ floreció el Apamate.// Vi también las flores dispersas en el suelo.//Me inició en el mundo, me abro a él”.

El resto, el libro, vale como despliegue de estos dos tesoros, estas reafirmaciones de la alianza del talento y el coraje. Gracias a lo que en sus poemas Hanni Ossott ha sido capaz de poner a salvo, la vida vivida resplandece al mismo tiempo como fuente de las exigencias del propio ser y evidencia de que ellas solamente pudieran ser correspondidas en la vida creada. Ambos movimientos profundos son los reales autores de este libro. Los rescates constan en la enfermedad, el ángel de la guarda, el collar de perlas, el estanque, la navidad, las seis de la tarde, el patio, la casa del crepúsculo. Y en ellos también se alcanza la primera trama de una videncia que, sin dejar de ser visceral, como siempre lo es en toda la obra de Hanni Ossott, se trasluce a sí misma hacia una plenitud que cuenta con cada texto como su mejor comprobación.

He aquí, por ejemplo, los dos extremos en que este logro siempre se debate: “Me extravié en el infinito/ pensarlo/ traerlo a mi alcoba/ era un exceso/ que hacía temblar.//Era demasiado pequeña para contenerlo./ Y me llenaba/ me expandía/ era astros” y “Mi infancia es un pozo de seres ausentes/ que deseo retener.// Quiero recobrar a todos mis muertos/ desde lo que no sé de ellos”. En el espacio que así se abre ante el lector. Hanni Ossott hace entrar a su casa la luz de los poemas que mejor han dicho su victoria y su entrega en la contienda entre la vida vivida y la vida creada.


*Diario El Nacional. Columna de Alfredo Chacón, La voz y la palabra, publicada el 25 de enero de 1993.

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