Vuelta a la patria es tenido como el poema lírico venezolano más importante del siglo XIX. A su autor, Juan Antonio Pérez Bonalde, le enaltece la crítica, considerándole «el máximo exponente de la poesía lírica del país, y uno de los precursores del modernismo». Vuelta a la patria es también el nombre caprichosamente (para no decir ignominiosamente) encasquetado por el cara(ma)durismo a un plan de repatriación publicitado en demasía, tal si fuese la gran cosa, con base en un porcentaje irrisorio de retornados, vía aérea y no marítima —¡A tierra, a tierra, o la emoción me ahoga,/o se adueña de mi alma el desvarío!/Llevado en alas de mi ardiente anhelo,/me lanzo presuroso al barquichuelo/ que a las riberas del hogar me invita—, por lo cual resulta inapropiado, incluso metafóricamente, establecer analogías entre inadaptados de regreso a casa con el rabo entre las piernas, tras morder el polvo del fracaso, y quien lo hizo después de una fructífera estancia en el extranjero, cultivando la poesía y ejerciendo la traducción de Poe, Heine y Kipling, entre otros escritores de aclamada obra y sólida reputación literaria. Pero esos contrasentidos y aberraciones poco o nada importan a una mafiosa y tozuda camarilla cívico militar empecinada en pasteurizarnos y homogeneizarnos, encasquetándonos un férreo modo de dominación y expoliación social, garante de su encumbramiento ad æternum en las alturas del poder; alturas adonde, desafortunadamente, no llegó Jóvito Villalba, cumpleañero del pasado miércoles 23 de marzo, como habría admitido en discurso erróneamente atribuido a él.
Maduro, Padrino, Jorgito, Delcy & Co. se valen de la jerigonza fraguada en una herrería de la tergiversación histórica, operada por vaya usted a saber cuál teórico del neozarismo de Vladimir Putin, cuya agresión a Ucrania ha sido muy del agrado de los okupas de Miraflores y Fuerte Tiuna, porque ella relega a segundo plano las angustias y desgracias derivadas de la migración sin precedentes en América Latina, originada en sus desafueros; se trata de una jerga abominable, diseñada para sumir a la ciudadanía en el asombro y perplejidad. Apoyados en una muy peculiar dialéctica interpretativa dieron una voltereta a una manida frase del Libertador —«Un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción», descubriendo lo fácil que resulta «abusar de la credulidad y de la inexperiencia de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil»—, y vendieron como realidades las ilusiones de un porvenir inalcanzable. En esas estamos. Y mientras una nimia cuota de migrantes, víctimas presuntas de la xenofobia, cambia de parecer, recula y hace caso a la exhortación del mandón formulada el martes 22, a fin de volver a pasar las de Caín en la tierra de las desgracias —¡y cuidado si no las de Abel!—, 40 dirigentes juveniles renunciaron a Voluntad Popular, cansados de tolerar faltas y malas prácticas: «No se puede pretender rescatar las instituciones de Venezuela cuando no cultivas y respetas los mecanismos institucionales dentro de tu propia organización». Eso afirmaron al decirle adiós a Leopoldo López y a Juan Guaidó. Admitámoslo de una buena vez: el interinato se tambalea, no porque el régimen de facto haya logrado legitimarse, sino a causa de su pérdida de representatividad, a pesar del tibio reconocimiento de Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea. Dejemos de este tamaño lo atinente al tejemaneje político nacional y abordémoslo prefigurado en el encabezamiento de la presente descarga.
Ayer, 26 de marzo, se conmemoró el Día Mundial del Clima, cuya importancia trasciende el ámbito del ecologismo militante convencional, pues, en estos pandémicos tiempos de guerra, hemos visto cómo el cambio climático ha provocado severas catástrofes en el mundo entero. La toma de conciencia ante este fenómeno ha compelido a países como Alemania a acelerar sus planes de renunciar en el corto plazo a los combustibles fósiles en beneficio de energías no contaminantes, ante la imposibilidad de abastecerse de gas, en virtud de las sanciones impuestas a Rusia, a raíz de la invasión a Ucrania. Esta conmemoración se originó en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático suscrita en 1992 en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro con el objetivo de «invitar a la ciudadanía a reflexionar en torno a la influencia de su conducta sobre el clima». Pero de buenas intenciones, se sabe desde siempre, está empedrado el camino del infierno. La verdad son pocos quienes, como la activista medioambiental sueca Greta Thumberg, le paran al calentamiento global. Me avergüenza confesarlo, pero no soy parte de esa minoría.
Hoy, domingo 27, se celebra el Día Internacional del Teatro, festividad instaurada en 1962 a instancias de la Unesco y de los institutos internacionales de teatro. En Venezuela, la fecha fue de extraordinaria relevancia a partir de la realización en 1973 del Primer Festival Internacional de Teatro de Caracas (FITC), iniciativa de Carlos Giménez (Rosario, Argentina, 13 de abril de 1946-Caracas, Venezuela, 28 de marzo de 1993), creador y director del grupo Rajatabla, y María Teresa Castillo (Cúa, 15 de octubre de 1908-Caracas, 22 de junio de 2012), presidenta del Ateneo de Caracas. 8 ediciones del festival gerenció esta dupla, y 9 se realizaron bajo la gestión de Carmen Ramia. El evento llegó a contarse entre los más importantes del globo y sería insuficiente este espacio para listar grupos, directores, actores, dramaturgos y productores nacionales y extranjeros protagonistas de la gran fiesta teatral del país; fiesta que contó, debemos señalarlo, con el apoyo logístico y financiero de la empresa privada y de los distintos gobiernos de la República civil, a través del Consejo Nacional de Cultura (Conac). Pero llegó el comandante y mandó a parar. El revanchismo de intelectuales de pacotilla y artistas de exiguo desempeño se hizo sentir: la revolución bonita, partidaria del realismo socialista, opuesta al pensamiento singular y la creatividad basada en lo subjetivo, no satisfecha con la pluralidad del festival, negó recursos para su continuidad, despojó al Ateneo de su sede, montó su propio tinglado y, claro, cosechó aplausos y vítores del pancismo mediocre. Se estrellaron contra el muro de la intransigencia los esfuerzos de Carmen Ramia y sus colaboradores por mantener viva la más rica experiencia teatral en la historia de nuestras artes escénicas. El FITC llegó a convertirse en una institución y, en tanto tal, debía ser destruida por la aplanadora revolucionaria. Admirable fue la tarea del economista y dramaturgo Isaac Chocrón al frente de la Compañía Nacional de Teatro. El mismo calificativo merecen Nicolás Curiel, Horacio Peterson, Román Chalbaud y José Ignacio Cabrujas, así como los actuales quijotes de las tablas Javier Vidal, Héctor Manrique y el Grupo Actoral 80. Me disculpo de antemano si involuntariamente incurrí en omisiones.
Mañana, lunes 28, se cumplen 272 años del natalicio de Francisco de Miranda, el más universal de los venezolanos de su tiempo. A juicio de José Lezama Lima (El Romanticismo y el Hecho Americano) es «el primer gran americano que se hace en Europa un marco apropiado a su desenvolvimiento». Su nombre, aprendimos en el primer curso de Historia de Venezuela, está grabado en el Arco del Triunfo de París —como todo venezolano, en mi primer viaje a la capital francesa, acudí a constatar si era verdad y no una leyenda similar a la tejida en torno al Popule Meus de José Ángel Lamas—, su retrato forma parte de la Galería de los Personajes en el Palacio de Versalles y su estatua se encuentra frente a la del general Kellerman en el Campo de Valmy. El Precursor es un personaje de novela. Denzil Romero, quien cumplió 23 años de fallecido el 7 de marzo, lo ficcionó en una trilogía integrada por La tragedia del Generalísimo (premio Casa de las Américas, 1988), Grand Tour y Para seguir el vagavagar.
Francisco de Miranda, sostuvo el citado Lezama, «se movía como un gran actor por la Europa de la Revolución francesa, de Pitt y de Napoleón, de Catalina la Grande, en donde termina por hundirse en la extrañeza y volver hacia América, donde el destino joven de Simón Bolívar lo deja sin aplicación ni apoyo, en donde se muestra incoherente, indeciso, uniendo su nombre al primer gran fracaso de la independencia venezolana. “Bochinche; bochinche, esta gente no sabe hacer sino bochinche”, diría recordando sus buenos tiempos cuando se mezclaba a las conspiraciones galantes del salón de Madame Custine, o la conversación, toda en francés neoclásico, con Catalina en el salón rococó». Y hasta aquí los recuerdos convocados, cual sugerí más arriba, para sacarle el cuerpo a la guerra en Ucrania y a la pandemia sin fin; y, sobre todo, para no deprimirme con la oposición autodestructiva. Tal vez no esté muy lejos una vuelta a la patria anterior a la marabunta nicochavista. Tal vez. ¡Ah!, y no puedo despedirme obviando esta perla: «Nicolás Maduro aseguró este miércoles que su gobierno se merece el Premio Nobel de Economía, por superar el bloqueo». ¡Hágame usted el favor!
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