El Tribunal Supremo de Justicia venezolano condenó a 18 años de cárcel a Nicolás Maduro. Magnífico. Tendrá que cumplirlos en Ramo Verde. Excelente. Allí recluyó a Leopoldo López y a otros enemigos políticos. Además, deberá abonar una multa de 25 millones de dólares y resarcir al Estado con 35.000 millones como consecuencia de coimas y sobreprecios recibidos o pagados a Odebrecht.
Odebrecht es un maligno y eficiente bandido brasileño. Cansado de la incapacidad para delinquir que mostraban los políticos deshonestos latinoamericanos, organizó el robo a gran escala en una docena de países (que no eran mancos, por cierto) y, tal vez, en el sur de la Florida, que es la mayor cantidad de América Latina avecindada en Estados Unidos.
Todo eso está muy bien. El TSJ está facultado para actuar de la manera que lo hizo. Los fallos los reconocen la OEA y el Parlamento Europeo. Acusó la fiscal general, Luisa Ortega, una conversa a la democracia con un turbio pasado de persecuciones a la que la oposición, inteligentemente, le ha dado la bienvenida, acaso porque no hay muchos venezolanos libres del pecado original chavista.
Los 33 magistrados del TSJ fueron nombrados por la Asamblea Nacional, como manda la Constitución vigente. El problema es que todos han tenido que exiliarse. La carta magna, que Chávez calificaba como “la Bicha”, y aseguraba que era la mejor Constitución del planeta, no especifica dónde debe radicar el TSJ.
Lógicamente, si hubiera habido un terremoto en Caracas, el TSJ tendría que sesionar en otro sitio. En Venezuela ha ocurrido un terremoto político que ha arrasado con todo. Comprensiblemente, el TSJ se ha marchado a otros sitios (Colombia, Chile, Estados Unidos y Panamá). Afortunadamente, existe Internet y los magistrados pueden sesionar periódicamente viéndose las caras por Skype.
Maduro, obviamente, se reirá de la sentencia, y dirá alguna estupidez al respecto, aunque en su fuero interno sienta escalofríos. Los mismos que se perciben cuando uno escucha a los funerarios discutir con nuestros parientes si nos velan de cuerpo presente, con gafas y maquillados, o nos creman y devuelven a la familia una caja con kilo y medio de cenizas de los huesos, tras explicarles que la carne, las vísceras y las partes blandas, incluidos los ojos, se convierten en humo.
Por supuesto, los 14 países del Grupo de Lima tomarán nota muy favorablemente de la sentencia del TSJ, pero eso no es suficiente. Tendrán que pasar a la acción si quieren librarse de las dictaduras del socialismo del siglo XXI: Venezuela, Nicaragua y Bolivia.
Deben hacerlo, por la cuenta que les tiene, dado que estas naciones tratan de hacer metástasis y conspiran con sus camaradas locales para destruir los fundamentos democráticos.
El Grupo de Lima debe fundar sus acciones en la Carta Democrática firmada, precisamente, en Lima, en 2001, en una solemne convocatoria hecha por la OEA. Tiene tela por donde cortar. Esos tres regímenes, todos signatarios del acuerdo, quieren aparentar que son democráticos. Retuercen las leyes para que los caudillos permanezcan en el poder indefinidamente. Matan, encarcelan y exilian a los opositores acusándolos de terroristas.
Cuba dirige al grupo tras bambalinas, pero la isla de los hermanos Castro se trata de una tiranía consolidada y (vilmente) aceptada por todos. No firmó la Carta Democrática y se ha negado a reincorporarse a la OEA, invitación que incomprensiblemente le cursó el señor Insulza.
Cuba no intenta presentarse como una democracia, sino que exhibe orgullosamente su condición de satrapía de partido único en la que los derechos individuales están sujetos a los fines últimos del Estado y estos los define el Partido Comunista. No hay, pues, hipocresía ni contradicción fundamental entre la ley y la práctica. Es un bodrio estalinista y así ha sido desde hace casi 60 años. Su socialismo es del siglo XX, el que costó 100 millones de muertos, y proviene directamente del leninismo.
¿Qué puede hacer el Grupo de Lima, exceptuado México, que vuelve a refugiarse en la parálisis de la Doctrina Estrada? Puede romper o rebajar la jerarquía de las relaciones diplomáticas. Puede explicar que las leyes y la tradición justifican el uso de la fuerza cuando se han cerrado los caminos democráticos. Puede armar a los opositores para que defiendan sus libertades. Lo que sería suicida es cruzarse de brazos.
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