Laura Yusem, la directora de teatro de Argentina, tembló unos segundos cuando se percató de que estaba realizando uno de sus más caros deseos: servir de instrumento expresivo a Tadeusz Kantor, cambiar impresiones con el genio creativo del Cricot 2. Ella era la traductora de las partes en francés, que Kantor lanzaba al auditorio, mientras que una sensible muchacha polaca era la encargada, junto con otro joven, de pasar al castellano lo que el artista dijera en su idioma natal.
Es una rueda de prensa de Babel, desarrollada en un ambiente de escenografía. Kantor parece un busto romano, pero con la nariz como una culata de revólver y dispara palabras en francés y polaco, con la sensación personal de que le están entendiendo. Pone su pequeño sombrero de pajilla en el piso, sobre una alfombra gastada. Está sentado en una silla de utilería, cerca de una mesa de utilería y frente a un vaso de agua verdadero. Le acompañan María Teresa Castillo, Carlos Giménez y Andrés Martínez.
Eso fue ayer. Kantor hablaba, gesticulaba con las manos como un italiano, sonreía, explicaba, se ponía de pie y sacaba de un bolsillo de su pantalón un arrugado pañuelo blanco y rojo, para secarse el sudor. A los cinco minutos no necesitaba demasiado a los tres traductores, porque sin duda alguna él es un ente comunicador que se hace entender.
Explicó que Wielopole Wielopole es un texto no acabado. “¿Qué es? No es una pieza, ni un espectáculo. Es una prueba donde se llama a los hombres que están muertos y han vivido ese tiempo”.
“Es una especie de rito, un coloquio especial”, indica y luego comenta que la palabra rito es mal utilizada. Explica que ponerse la ropa, quitársela de nuevo, afeitarse todos los días, es algo ritual.
Manifestó que su obra es la historia de su familia, pero no son acontecimientos registrados en el álbum familiar ni en el de la historia.
Kantor se desespera un poco para explicarlo y dice que algunos de sus familiares, cuando conocieron la obra, se enojaron y casi lo echan de la casa.
“Uno no puede tener éxito frente a la realidad. No pude explicar a mis familiares que no son exactamente ellos”.
Las lámparas que enfocan la rueda de prensa parecen arder más; recortan en el espacio la figura de Kantor, quien de pronto vuelve a hablar con apasionamiento, señalando que es feliz, porque esta noción de la realidad que tiene su obra, es la noción de la novelística latinoamericana, la noción del realismo mágico, más realismo que magia, “porque la realidad es más mágica que la fantasía”.
No parece vencido por el problema que se le presenta, con el indudable muro dilatador, de tener tres traductores que se empeñan en explicar lo que él desea expresar. Es muy difícil traducir lo que Kantor quiere comunicar. Por eso Kantor se pone una vez más de pie y se transforma en una pantalla, en una imagen, cuyas palabras y movimientos van dando la idea, siempre remarcada por la ayuda de los intérpretes.
―¿Qué sucede en Polonia? ―Cruza el espacio la pregunta como una pelota de béisbol y Kantor la atrapa:
―Hay muchas contradicciones en mi país. Antes, la iglesia era algo regresivo para los intelectuales y hoy es la síntesis del progreso en el sentido político y social: es de avanzada… ―responde.
No conocerá de béisbol, pero está atento como un shortstop. A ver quién lanza la otra bola.
―¿En qué sentido nota que se coarta la libertad en Polonia? ―atrapa también la interrogante en medio del suspenso:
―No lo sé, pero no estoy limitado, aunque eso no es mérito del Estado, es mi mérito… siempre digo que el Estado no tiene ningún poder para dar la libertad: soy un poco existencialista… uno puede ser libre en prisión, la libertad es un don que no se puede recibir, hay que batirse, hay que conseguirlo luchando…
Siempre el artista está en un infinito combate, pero no hay un país donde exista la libertad total.
Dice luego que la situación de Polonia es muy significativa: “si termina bien, puede ser el período de oro para la cultura, pero depende de cosas exteriores”.
―¿Qué cosas? ―silba la breve interrogante, como si fuera un roletazo de hit y Kantor repite en español “¿Qué cosas?”, lo que le hace reír y contagiar su risa al auditorio.
Kantor explica:
―La cosa es si va a recibir Polonia su independencia. Solo en Polonia existe ahora noción de la verdad política, no creo que eso triunfe, pero es una revolución que los campesinos verdaderos salgan por televisión y no los robustos y optimistas… el movimiento cultural polaco es muy importante y puede ir a cualquier lado. La situación polaca es, para el artista, lo que fue Marcel Duchamp.
Después de un paréntesis agrega: “El Estado siempre está retardado en relación con el arte. Yo estoy contra la obra de arte única, contra los valores puramente estéticos y contra el Estado artístico”.
―¿Por qué no terminamos con la política? ―pregunta ahora Kantor.
Hablando de teatro expresa que está contra la representación. “Pido perdón a la gente de teatro, porque la gente de teatro representa. El actor enfrenta la disciplina artística más grande que existe, se priva siempre de la dignidad humana, no es noble su falsificación, porque reemplaza generalmente a criaturas muertas… Hamlet ha muerto y lo representan como si estuviera vivo… no estoy contra el Siglo de las Luces, estamos educados en cada tradición racionalista francesa, pero es algo que en mi opinión no cuadra, no sirve… cuando uno representa una pieza, evita ese momento, evita enfrentarse con la realidad de que el héroe o la heroína están muertos y los actores actúan como si estuvieran vivos… la escena es como un cementerio, y los actores tendrían que actuar como muertos…”.
Su obra, Wielopole Wielopole, ha llenado las salas de Polonia, porque a juicio de Kantor es la manifestación del espíritu nacional. “Es una concepción del teatro, que utiliza el rito con elementos religiosos, pero desde el punto de vista de un laico: porque yo, a pesar de todo, soy un racionalista”, explica.
Saca su pañuelo de nuevo y recorre la cara filosa secándose el sudor. ―¿Sigue pintando? ―le pregunta María Teresa Castillo, y él responde que primero es pintor y luego hombre de teatro.
Recoge el sombrero de pajilla y lo coloca sobre la mesa de utilería. Toca el vaso de agua y se decide a beber un poco. Le traen café y unos pastelitos y no los desprecia, pero insiste en que hay un rito en todo esto, en lo cotidiano, en afeitarse, en hablar. Finalmente el auditorio se dispersa y todo el mundo se aleja pensando en polaco y francés, recordando al hombre dinámico y sudoroso, que con el cabello hacia delante se movía y gesticulaba buscando un idioma común.
Cuando queda acosado por unas pocas gentes de teatro, que también tienen la cabeza revuelta de polaco y francés, Kantor, de pie, con un trocito de pastel en una mano y un vaso de café en la otra, comenta en “perfecto” español, aprendido allí mismo minutos antes:
―Me gusta “muchio” este café…
Afuera los saludos en castellano se recuperan de la maravillosa experiencia, como en un retorno a la rutina:
―Entonces mano ¿cómo está la vaina?
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(Esta entrevista fue publicada originalmente el 28 de julio de 1981).
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