Justo al final del puente, en medio del coro de vendedores ambulantes, un hombre grita: «¿Quién quiere vender su cabello?».
Frente a una barrera de metal que protege el puente, Laura Castellanos se sienta en un taburete de plástico. La joven, de 25 años, tiene el cabello largo y ondulado hasta la parte inferior de la espalda. Ella se ve incómoda.
Una mujer se para detrás de ella, con unas tijeras en la mano. Laura está apunto de perder la mayor parte de su cabello.
Carga en su regazo a Paula, su hija de dos meses, que está envuelta en una gran manta mullida y con un sombrero de rayas rosa. Ella bosteza mientras yace de manera paciente en los brazos de su mamá, sin darse cuenta del caos que la rodea. El esposo de Laura, Jhon Acevedo, está cerca cuidando a sus dos hijas mayores.
La mujer con las tijeras está levantando la capa superior del cabello de Laura y cortando el que está debajo, justo en las raíces. Ella no quiere hablar mucho. Es casi como si estuviera avergonzada.
Con cada recorte, le entrega un trozo de cabello a otra mujer que está junto a ella. El comprador no dice nada y mira hacia otro lado. Se siente como una transacción fría, nada más.
A Laura le pagan 30.000 pesos (US$10) por su cabello. Se venderá para hacer extensiones o pelucas.
«Es la primera vez que lo hago», dice con una mezcla de nerviosismo y vergüenza. Ha venido para pasar el día desde la ciudad de Rubio,a una hora de la frontera.
Una farmacia «pirata» en Colombia
Está vendiendo su cabello porque Andrea, su hija mayor, de 8 años, tiene diabetes y la familia necesita recaudar dinero para pagar su insulina, que toma tres veces al día. La familia se ha quedado sin suministros y han pasado tres días desde la última vez que la pequeña recibió sus inyecciones. El salario de Jhon como talabartero no siempre alcanza para pagar las drogas de su hija.
«No hay medicina, es difícil», dice Laura. «Las personas están muriendo en Venezuela porque no pueden obtener los medicamentos que necesitan».
Después de cinco minutos de corte, la familia se dirige a buscar una farmacia. A primera vista, no se puede decir que Laura se haya quitado la mayor parte del cabello. La peluquera ha dejado una fina capa de cabello largo en la parte superior para ocultar la verdad. Laura admite que se siente un poco triste.
«Al menos servirá para pagar algo», dice ella. Su esposo, Jhon, busca una farmacia «pirata», un puesto informal que vende medicamentos en gabinetes de plástico en la calle. Las inyecciones de insulina serán más baratas allí que en una farmacia tradicional.
Pero en las calles cercanas a La Parada no hay forma de saber que lo que están comprando es real. Las falsificaciones abundan, pero es un riesgo que Laura y la familia piensan que vale la pena tomar.
«No hay insulina en casa, no se puede obtener en ningún lado», dice Laura mientras mira la fecha de vencimiento de la inyección de insulina. Recogen dos inyecciones de color azul oscuro, por 8.000 pesos cada una (US$2,65), y continúan su camino. Eso les durará casi dos meses antes de que tengan quecomenzar la búsqueda de nuevo. No será tiempo suficiente para que el cabello de Laura vuelva a crecer.
Andrea con una inyección de insulina
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