En una de sus ingeniosas crónicas, el mexicano Salvador Novo contó, hacia 1924, una anécdota, entre muchas de las que le debemos a su jocosa y gozosa memoria, que bien puede servirnos de pie para iniciar esta breve reflexión sobres los prodigios simbólicos de los libros de cocina.
Un escritor de provincia es hecho preso por una de esas comisiones arbitrarias que abundaban en la entonces revuelta sociedad mexicana. Una vez encerrado decide pedir un libro en la biblioteca de la cárcel. Para decepción suya, todos los volúmenes se encuentran prestados salvo uno. Se trata de un ejemplar de El cocinero práctico.
Considerando preferible sumergirse en las páginas de este catálogo culinario que permanecer desprovisto de cualquier otro alimento intelectual, el escritor de marras va descubriendo poco a poco el valor extraordinario que un libro como aquel podía tener para un preso. Acostumbrado a arrojar por la ventana el contenido de su indigesta ración de rancho carcelario, la lectura de aquellas recetas obraba el milagro de transportarlo a placenteras situaciones gastronómicas imaginarias capaces de compensar su desamparo nutritivo.
Diariamente se daba, así, un suculento banquete de recetas.
Novo no nos dice hasta dónde pudo soportar su personaje semejante régimen de ensueños, pero a nosotros nos basta con este apunte para especular un rato sobre el valor poético y político de los libros de cocina.
Un libro de cocina se parece a un libro de piezas de teatro, al menos en un aspecto: que tanto las recetas como las piezas que los componen están escritas para ser encarnadas, es decir: están escritas no solamente para ser leídas, sino principalmente para ser actuadas. La verdadera riqueza de una receta no está en el pormenorizado recuento de los ingredientes y de los procesos necesarios para elaborar los platos sino, como es casi obvio, en la traducción pragmática, por así decirlo, de sus indicaciones: una receta se prueba y se comprueba haciéndola, jugándola, decidiéndola en el acto. Como un sainete que pide desplegarse en escena para dar lugar a la risa que su argumento encierra como potencia, una receta pide a gritos la transfiguración material de lo que ella dispone como posibilidad y como proyecto. Sin embargo, la anécdota de Novo nos permite pensar que esa transfiguración material de una receta en plato hecho y derecho no ocurre solo como resultado de cierta serie de manipulaciones y operaciones técnicas en la realidad empírica donde las cosas nos afectan física e intelectualmente, sino también en la impalpable materialidad de los sueños y las ensoñaciones. Esto podría hacernos caer en la cuenta de que la experiencia culinaria es, también, una experiencia imaginaria: para la transformación de una receta en el plato que ella anuncia como promesa hace falta algo más que seguir al pie de la letra las indicaciones precedentes, hace falta anticipar el plato en la imaginación para darle forma ya en la mente y en el espíritu antes de hacerla emerger de las turbulencias de líquidos hirvientes, sazonados y llevados a su punto de perfección. Algo parecido podría decirse de la lectura que hace un dramaturgo de una pieza de teatro antes de hacerla evidente en la escena.
Nuestro lector encarcelado no tiene ni utensilios ni ingredientes a mano para hacer posible la realización de las recetas que va leyendo en El cocinero práctico pero, no obstante, es capaz de manipular con las herramientas de su imaginación esas reglas de sometimiento y buen arreglo de los alimentos y aplicarlas luego en la elaboración de delirios gastronómicos que llenan casi tanto como un plato cocido y servido propia y oportunamente.
Esto es posible por el simplísimo y maravilloso hecho de que las recetas son, ante todo, cuerpos de lenguaje, como las piezas de teatro –y como todo lo que, en general, está escrito para ser dicho o realizado–; por lo tanto, muestran los poderes vicarios de la palabra como suplemento de la vida no vivida, de las cosas no tenidas y deseadas. El comensal del relato de Novo es, pues, primero que nada, un lector, y como tal se nos presenta en calidad de gastrónomo virtual: alguien que es capaz de cocinar y comer in absentia y abstinencia gracias al poder suplementario y compensatorio del lenguaje.
Los libros de cocina son, sin darle más vueltas, eso, libros, máquinas de palabras que evocan situaciones gastronómicas cuyo disfrute imaginario puede ser tan consistente como la experiencia de cocinar y consumir los platos que, en sus páginas, viven como realidades latentes, como espectros ansiosos de ser encarnados en la imaginación y en las cocinas y en las mesas. El cocinero práctico opera, así, en medio del encierro carcelario, como un vehículo telepático, por así decirlo, que transporta al lector que lo repasa hacia un espacio virtual de libertad y de aventura que le ayuda a sobrellevar y soportar las penurias de una prisión injusta. Pensando en la confección de un mole poblano, nuestro lector encarcelado podía, así, interrumpir su encierro y viajar más allá de los muros de la prisión en el tiempo y en el espacio.
Es lo que proporciona, en general, la buena literatura. Joseph Brodsky se recordaba a sí mismo y a sus compañeros de generación, en la Unión Soviética de los años setenta, soportando, según sus palabras, “la vulgaridad del régimen” gracias a que, en sus infancias, habían memorizado poemas de Puhskin o de Ajmátova. Recitarlos les transportaba más allá de los muros de la patria suya. En sus memorias, Primo Levi celebró, en este sentido, el poder confortador de la poesía, cuando nos decía que parte de las penalidades del encierro y la tortura sufridos en los campos de concentración nazis se le hicieron más llevaderas gracias al recitado de los tercetos de la Comedia.
Del mismo modo, quién sabe, un venezolano de las cárceles en tiempos de Gómez apuraría el trago amargo de arrastrar unos grillos al recordar las estrofas de un poema de Darío. O alguien que tuviera, tal vez, a mano Mi cocina de Armando Scannone, podría sobrevivir airosamente a ciertas penurias con solo repasar las recetas de un chupe de camarones o de una polvorosa de pollo. Las leería, sí, como los poemas que a su modo en realidad vendrían a ser. Y tomaría, incluso, el tomo rojo que es ya parte de nuestro horizonte cultural venezolano, aunque hubiera otros libros disponibles en la biblioteca de la cárcel, porque en él están encerrados verdaderos prodigios simbólicos que alimentan el alma como la alimenta, poderosamente, la poesía. Lo que casi nos lleva a decir que Mi cocina forma parte, no ya de la literatura culinaria, sino de la literatura sin más, como, en su oportunidad, El cocinero práctico en manos de aquel escritor de Novo, hambriento y hostigado.
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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.
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